Sábado, 25 de octubre 10 страница

Se volvió y la vio bajando la escalera. Llevaba puesto el viejo albornoz de felpa de Nick. La prenda se abría con cada paso que daba, dejando al descubierto unas pantorrillas moldeadas y, a veces, un atisbo de muslo firme y sedoso. No, aquello distaría de ser sencillo.

Maggie tenía el pelo húmedo y brillante, y las mejillas sonrosadas por el exceso de agua caliente. Caminaba despacio, casi con vacilación. La ducha parecía haber arrastrado sus defensas; Nick vislumbraba una vulnerabilidad oculta en aquellos exuberantes ojos castaños.

En cuanto vio su arsenal de medicinas, movió la cabeza y los desechó con un ademán.

–Creo que me he lavado todas las heridas. No es necesario.

–O dejas que te cure o te llevo al hospital –Maggie se había caído sobre una maraña de alambres y postes astillados que se habían quedado anclados en el río–. Compláceme, ¿quieres? Ese alambre estaba lleno de óxido. ¿Cuándo te pusieron la antitetánica por última vez?

–Debe de estar al día. El FBI nos obliga a vacunarnos cada tres años, tanto si lo necesitamos como si no. Oye, Morrelli, te lo agradezco, pero estoy bien. De verdad.

Nick destapó el alcohol y el agua oxigenada, sacó bolitas de algodón y señaló el diván que tenía delante.

–Siéntate.

Creyó que volvería a negarse, pero quizá estuviera demasiado cansada para discutir. Se sentó, se aflojó el cinturón del albornoz, vaciló, y dejó que la prenda le resbalara por el hombro mientras se la ceñía a la altura del pecho.

Al instante, lo distrajo aquella piel tersa y cremosa, la redondez inicial de sus senos, la curva del cuello, el olor fresco del pelo y de la piel. Estaba un poco mareado, y duro como una piedra. ¿Cómo podría tocarla y no desear hacer algo más? Era una estupidez. Debía concentrarse y hacer caso omiso de su erección por una vez en la vida.

Alrededor de media docena de marcas triangulares y sangrientas mancillaban la hermosa piel de Maggie, empezando en la parte superior del hombro y descendiendo por el omóplato y el brazo. Algunas eran profundas y sangraban. En un punto, se le había desgarrado la piel. Nick acercó el algodón empapado en alcohol a la primera herida y ella se apartó de dolor. Sin embargo, no hizo ningún ruido.

–¿Estás bien?

–Sí. Acabemos de una vez.

Intentó limpiarle con suavidad las heridas. Aun así, ella hacía muecas de dolor. Después, aplicó gasa y esparadrapo a los pequeños desgarrones que seguían sangrando.

Cuando terminó, deslizó la palma abierta de la mano por el hombro y prolongó la lenta caricia hacia el brazo, dejando que sus dedos fueran la envidia de sus labios. Notó que Maggie temblaba levemente y que enderezaba la espalda, alertando a su cuerpo del peligro o reaccionando a la electricidad. Nick alargó el contacto de su mano, disfrutando de aquella piel sedosa. Después, con suavidad, con desgana, cubrió con el albornoz la hermosa piel marcada. Ella vaciló, como si la hubiera sorprendido, como si esperara algo más. Después, se cerró mejor la bata y se ajustó el cinturón.

–Gracias –dijo sin mirarlo.

–Todavía quedan unas horas hasta que amanezca. He pensado que podíamos descansar aquí, junto al fuego. ¿Puedo traerte algo, chocolate caliente, coñac?

–Una copa de coñac no me vendría mal –se levantó del diván y se sentó en la alfombra que se extendía delante de la chimenea, recostándose sobre los cojines y cerrándose el albornoz en torno a sus piernas.

–¿Y algo de comer?

–No, gracias.

–¿Seguro? Podría hacerte una sopa. O un sandwich.

Ella le sonrió.

–¿Por qué siempre quieres darme de comer, Morrelli?

–Seguramente, porque no puedo hacer contigo lo que realmente me gustaría hacer.

La sonrisa desapareció, y el rubor afloró en sus hermosas mejillas. Nick sabía que se estaba comportando de un modo totalmente inaceptable, pero lo único que podía preguntarse era si ella estaría sintiendo el mismo fuego que él. Finalmente, Maggie bajó los ojos, y él se retiró a la cocina aprovechando que todavía podía moverse.

 

 

La fotografía que Maggie se había sacado del bolsillo de la chaqueta estaba doblada y arrugada. Las esquinas se rizaban a medida que se secaba, y la pelusa del bolsillo del albornoz se adhería a su acabado brillante. Al menos, no había desaparecido en el agua oscura como su móvil. Parecía destinada a perder cosas en el fondo de ríos y lagos.

Nick se estaba demorando en la cocina, y se preguntó si se habría decidido a preparar un sandwich. Su último comentario la había dejado turbada, aunque se estaba comportando como un perfecto caballero. No tenía nada que temer de él, pese a estar envuelta en su bata y reclinada sobre almohadones que olían ligeramente a su aftershave.

Mientras le lavaba las heridas, Maggie había agradecido cada latigazo de escozor. Era lo único que había evitado que su mente disfrutara del tacto de Nick. Cuando terminó pasándole la mano por el hombro y el brazo, se quedó casi sin aliento, deseando que la caricia continuara. No podía evitar imaginar lo que habría sentido si sus manos firmes hubieran descendido lentamente hacia sus senos.

Oyó a Nick entrar en el salón y se llevó la mano al rostro. Estaba otra vez sonrojada, pero el fuego podía explicarlo. Lo que el calor no explicaba era su respiración entrecortada. Se serenó y eludió mirarlo mientras él se acercaba.

Nick le pasó una copa de coñac y se sentó a su lado.

–¿Ésa es la foto de la que me hablaste? –la señaló con la cabeza mientras retiraba un edredón del sofá y empezaba a envolver las piernas de ambos con él, como si fuera natural que estuvieran acurrucados juntos delante de la chimenea. Aquella acción íntima disparó el calor que Maggie notaba en el rostro a otros lugares de su cuerpo. Quizá él lo percibiera, porque empezó a explicarse, avergonzado–. La calefacción no está funcionando muy bien; tengo que llamar para que la revisen. No esperaba que hiciera tanto frío en octubre.

Maggie le pasó la fotografía. Con las dos manos en torno a la base de la copa, hizo girar el líquido ámbar, inspiró su dulce y recio aroma y tomó un sorbo. Cerró los ojos, inclinó la cabeza hacia atrás sobre los suaves cojines y disfrutó de la quemazón que se deslizaba por su garganta. Unos sorbos más la liberarían de la sensación de incomodidad. Era durante esos momentos iniciales de leve mareo cuando comprendía por qué había escogido su madre aquel escape; el alcohol tenía el poder de nivelar la tensión y disolver sentimientos no deseados. No había dolor si no podía sentirlo. El sufrimiento no existía si uno estaba demasiado aturdido para notarlo.

–Reconozco –dijo Nick, interrumpiendo su grato descenso al aturdimiento– que es demasiada casualidad. Pero no puedo llevar a Ray Howard a la comisaría para interrogarlo así, sin más.

Maggie abrió los ojos de par en par, y se incorporó.

–Howard no. El padre Keller.

–¿Qué? ¿Te has vuelto loca? No puedo llevar a un cura a la comisaría. ¿Crees que un sacerdote católico sería capaz de asesinar a niños pequeños?

–Encaja en el perfil. Tengo que averiguar más datos sobre su pasado, pero sí, creo que un cura es capaz de matar.

–Yo no, es una locura –rehuyó la mirada de Maggie y bebió coñac a grandes sorbos–. El pueblo entero me colgaría de los pulgares si llevara a un cura a la comisaría. Sobre todo, a este tal padre Keller. Es como Superman con alzacuello. Dios, O'Dell, vas muy descaminada.

–Escúchame un minuto. Tú mismo dijiste que todo in dicaba que Danny Alverez no se resistió. Keller era una persona a la que conocía y en quien confiaba. El padre Francis nos dijo que no era probable que un laico educado después del concilio Vaticano II, es decir, cualquier persona menor de treinta y cinco, supiera cómo dar la extremaunción, a no ser que esa persona hubiese recibido alguna formación.

–Pero este tipo es un héroe con los niños. ¿Cómo podría hacer algo así sin que se le notara?

–Los que conocieron a Ted Bundy jamás sospecharon nada. Oye, también encontré un trozo de un cromo de béisbol en la mano de Matthew. Timmy me dijo esta noche que el padre Keller cambia cromos de béisbol con ellos.

Nick se pasó la mano por los mechones húmedos de la frente, y ella pudo oler el mismo champú que había usado en el cuarto de baño. Lo vio recostarse en los almohadones, apoyar la copa sobre su pecho y hacer girar el poco coñac que le quedaba.

–Está bien –dijo por fin–, indaga lo que puedas sobre él, pero necesitaré algo más que una fotografía y un trozo de cromo de béisbol para interrogarlo. Mientras tanto, haré algunas averiguaciones sobre Howard. Tienes que reconocer que es un poco raro. ¿Qué tipo se vestiría con camisa y corbata para limpiar una iglesia?

–No es un delito vestirse de forma inadecuada para el trabajo. De ser así, a ti te habrían detenido hace tiempo, Morrelli.

Nick le lanzó una mirada, pero no pudo ocultar la sonrisa que le elevó la comisura de los labios.

–Mira, es tarde, y los dos estamos agotados. ¿Qué tal si intentamos dormir un poco? –apuró la copa y la dejó a un lado, sobre el suelo. Estiró las piernas por debajo del edredón, tomó un mando a distancia de una mesa auxiliar, apretó unos cuantos botones y las luces se suavizaron. A Maggie le hizo gracia aquel pequeño juguete para sus revolcones románticos delante del fuego. ¿Por qué se sentía casi decepcionada por no ser una de sus aventuras de una noche?

–Debería regresar al hotel.

–Vamos, O'Dell, todavía tienes la ropa mojada. En las etiquetas pone que hay que lavarlas en seco; no podía meterlas en la secadora. Oye, estoy demasiado cansado para sobrepasarme, si es eso lo que te preocupa –se puso cómodo sobre los almohadones, con su cuerpo próximo al de ella.

–No, no es eso –dijo Maggie, extrañándose de sentir cansancio. Todos los músculos, todas las terminaciones nerviosas, parecían reaccionar a la proximidad de Nick. ¿Sería capaz de resistirse si se sobrepasaba? ¿Acaso ya no sentía nada por Greg? ¿Qué diablos le pasaba? Resultaba sumamente irritante–. Es que no suelo dormir mucho. No querría que te desvelaras por mi culpa.

–¿Cómo que no duermes? –se tumbó junto a ella, con su cabeza casi rozándole el brazo. Cerró los ojos, y ella se fijó en lo largas que tenía las pestañas.

–Hace más de un mes que no logro pegar ojo. Y, cuando lo hago, tengo pesadillas.

Nick la miró, pero mantuvo la cabeza sobre la almohada.

–Imagino que, con las cosas que ves, resulta difícil no tener pesadillas. ¿Es por algo en concreto que te ha ocurrido?

Maggie lo miró. Estaba acurrucado debajo del edredón. A pesar de la sombra de la barba, tenía un aspecto aniñado. De pronto, se incorporó sobre un codo, y la camisa medio abrochada se le abrió y dejó al descubierto su pecho musculado y los rizos de vello oscuro. La imagen aniñada desapareció rápidamente, y se imaginó deslizando la mano dentro de su camisa, explorando su cuerpo. Tenía que parar; aquello era absurdo. De pronto, advirtió que la estaba mirando con preocupación, aguardando una respuesta.

–¿Ocurrió algo? –repitió.

–Nada de lo que me apetezca hablar.

Se la quedó mirando como si quisiera leerle el pensamiento. Después, se incorporó.

–Creo que tengo un remedio contra las pesadillas. Funciona cuando Timmy viene a dormir a casa.

–Entonces, no puede ser más coñac.

–No –sonrió–. Te abrazas a alguien con todas tus fuerzas mientras te quedas dormida.

Maggie lo miró a los ojos.

–Nick, no me parece buena idea.

Él volvía a estar serio.

–Maggie, no se trata de un truco barato para estar cerca de ti. Sólo quiero ayudar. ¿Me dejas? ¿Qué puedes perder?

Al ver que ella no contestaba, se acercó y la rodeó con el brazo despacio, como si quisiera darle amplias oportunidades para protestar. Cuando vio que no lo hacía, le puso la mano en el hombro y la atrajo con suavidad hacia él para que apoyara la cara en su pecho. Maggie oyó el fragor del corazón de Nick. Su vello áspero y rizado resultaba deliciosamente suave y recio al contacto con la piel de su mejilla, y tuvo que resistir la tentación de deslizar los dedos sobre su torso. Nick apoyó la barbilla en lo alto de la cabeza de ella, y su voz vibró junto a sus cabellos.

–Ahora, relájate –le dijo–. Imagínate que nada puede afectarte si no me afecta a mí primero. Aunque no puedas dormir, cierra los ojos y descansa.

¿Cómo iba a dormir cuando todo su cuerpo estaba vivo, alerta y ardiendo allí donde él la tocaba?

 

 

Maggie se despertó atontada, sintiendo pesados los brazos y las piernas. Hacía frío. El fuego se había apagado, y Nick ya no estaba a su lado. Paseó la mirada por la habitación a oscuras y lo vio durmiendo en el sofá. Le llamó la atención un parpadeo de luz al otro lado de la ventana. Se incorporó.

Volvió a verlo. Una sombra oscura pasaba delante de la ventana con una linterna. El corazón empezó a latirle con fuerza; el asesino los había seguido desde el río.

–Nick –susurró, pero vio que no se movía. ¿Dónde había dejado la pistola?–. ¡Nick! –insistió. Tampoco hubo respuesta.

La sombra desapareció. Maggie avanzó arrastrándose hacia el pie de la escalera, sin apartar la vista de la ventana. La habitación estaba iluminada únicamente por el resplandor espectral de la luna. Se había quitado la pistola al entrar, antes de subir la escalera, y la había dejado en un velador. El velador ya no estaba, ¿qué había sido de él? Lanzó miradas por toda la habitación. Hacía frío, tanto, que le temblaban las manos.

Entonces, oyó el movimiento y el clic del pomo de la puerta. Buscó un arma, cualquier cosa afilada o pesada. El metal volvió a hacer clic pero no cedió. La puerta estaba cerrada con llave. Maggie agarró una pequeña lámpara de pesado pie metálico y le quitó la pantalla. Aguzó el oído. Estaba jadeando. Intentó contener la respiración para oír mejor.

Regresó a gatas al sofá, con la lámpara como escudo.

–Nick –susurró, y se incorporó para zarandearlo–. Nick, despierta –le empujó el hombro, y su cuerpo rodó hacia ella y cayó al suelo. Tenía la mano manchada de sangre. Lo miró. Santo Cielo... Se metió la mano ensangrentada en la boca para no gritar, para contener el terror. Los ojos azules de Nick la miraban fijamente, fríos y vacíos. La sangre le cubría el frente de la camisa. Lo habían degollado, y de la herida abierta seguía manando sangre.

Entonces, volvió a ver el destello de luz. La sombra estaba en la ventana, observándola, sonriendo. Era una cara que reconocía. Era Albert Stucky.

En aquella ocasión, se despertó agitando los brazos, golpeando y sacudiendo todo lo que estaba a su alrededor. Nick la sujetó por las muñecas, impidiéndole que le aporreara el pecho. Maggie intentaba respirar, pero apenas podía tomar aire en los pulmones. Le temblaba todo el cuerpo, fuertes convulsiones que no podía controlar.

–Maggie, no pasa nada –la voz de Nick era suave y tranquilizadora, pero alarmada y apremiante–. Maggie, estás a salvo.

Se quedó quieta de improviso, aunque todavía estaba temblando. Clavó la mirada en los ojos de Nick. Eran tibios círculos azules llenos de preocupación, y estaban vivos. Miró en torno a sí. El fuego ardía con fuerza, lamiendo los troncos gruesos que Nick había arrojado antes. La habitación estaba iluminada por el cálido resplandor amarillo del fuego. Al otro lado de la ventana, la nieve destellaba contra el cristal. No era el parpadeo de una linterna, no era Albert Stucky.

–Maggie, ¿estás bien? –apretaba los puños cerrados de Maggie contra su pecho y le acariciaba las muñecas. Ella volvió a mirarlo a los ojos. De pronto, se sentía exhausta.

–No ha funcionado –susurró–. Me has mentido.

–Lo siento. Has estado durmiendo apaciblemente durante un rato. Puede que no estuviera abrazándote lo bastante fuerte –sonrió.

Maggie relajó los puños sobre su pecho mientras las manos de Nick seguían acariciándole los brazos, ascendiendo por encima de los codos, por dentro de las amplias mangas del albornoz. Alcanzaron los hombros antes de iniciar el lento descenso. Centímetro a centímetro, la hacían entrar en calor. Pero el frío era más hondo, se propagaba por su cuerpo como hielo líquido corriendo por sus venas.

Se recostó sobre él. Nick irradiaba calor. Su mejilla entró en contacto con las cálidas fibras de algodón de la camisa. No bastaba. Maggie se incorporó lo justo para desabrochársela. Eludió mirarlo a los ojos, pero notó cómo él se ponía rígido y dejaba de acariciarla. Quizá, hasta hubiera dejado de respirar. Le abrió la camisa, reprimió el impulso de deslizar las manos sobre los músculos tensos, sobre el vello recio, y reclinó la cara sobre él, escuchando el fragor de su corazón y dejando que le transmitiera su calor. Confiaba en que lo comprendiera. Nick se estremeció, aunque no de frío. Después, por fin, Maggie notó que se relajaba y que empezaba a respirar de nuevo. Le rodeó la cintura con los brazos, pero no se permitió explorarla ni acariciarla. Se limitó a estrecharla contra su cuerpo y, en aquella ocasión, sí que la abrazó con fuerza.

 

 

Christine contuvo el aliento e hizo un doble clic sobre la tecla de Enviar. A los pocos minutos, la impresora de la sala de redacción escupiría su artículo y, poco después, la rotativa lo deslizaría entre sus cilindros... una rotativa que estaba parada, esperándola. Ni en sus fantasías más descabelladas había imaginado nunca hallarse en aquella posición.

A pesar del agotamiento, la adrenalina había mantenido su cerebro al galope y sus dedos volando sobre el teclado. Todavía tenía sudorosas las palmas de las manos. Se las secó en los vaqueros antes de apagar el portátil, cerrarlo y desenchufar el módem de la toma del teléfono. Daba gracias por las modernas tecnologías... aunque no comprendiera cómo funcionaban. Le habían permitido tener a su hijo durmiendo profundamente al final del pasillo mientras ella elaboraba su quinto artículo consecutivo de portada. Se preguntó cuál sería el récord en el Omaha Journal.

Consultó su reloj. El periódico llegaría con una hora de retraso a los quioscos, pero Corby parecía satisfecho. Apuró el cafe, eludiendo el poso de leche y azúcar. No podía creer que hubiera sobrevivido a aquella noche sin un cigarrillo.

Retiró el portátil del escritorio, tirando a su paso un montón de cartas al suelo. Al recogerlas, su euforia se desvaneció. Algunas eran últimos avisos de facturas que no podía pagar. Una, del gobierno estatal de Nebraska, seguía cerrada. Contenía más formularios en triplicado con papel carbón azul entre copia y copia. ¿Cómo podía confiar y creer en un estado que seguía usando papel carbón? ¿Aquél era el sistema que iba a localizar a su ex marido y a obligarlo a pagar la manutención de su hijo? Ya era terrible que Bruce la hubiese dejado destrozada a ella, pero ¿cómo podía olvidarse de su hijo? Detestaba que Timmy no pudiera ver a su padre, que ni siquiera tuviera una manera de ponerse en contacto con él. Y todo porque no quería pagar la manutención de Timmy.

Embutió el montón de sobres detrás de una lámpara del escritorio para no verlos. Su reciente éxito sólo le había proporcionado un pequeño aumento de sueldo, y pasarían semanas, meses, antes de que notara la diferencia.

Nick no lo comprendía, no podía comprenderlo. Su éxito periodístico no tenía como objetivo perjudicarlo a él, sino salvarse a sí misma. Por una vez en la vida, estaba haciendo algo ella sola, no como la hija de Tony Morrelli, la esposa de Bruce Hamilton o la madre de Timmy, sino como Christine Hamilton. Se sentía bien.

Lamentaba los años que había fingido ante su familia y amigos. Había interpretado el papel de esposa abnegada y madre responsable. Durante todos esos años, se había obsesionado con hacer feliz a Bruce. Durante meses, había sabido que tenía una aventura. Costaba pasar por alto los recibos de las tarjetas de crédito con facturas de hoteles en los que ella no había puesto pie y de flores que no había recibido. Si su marido estaba teniendo una aventura, la culpa debía de ser de ella... le faltaba algo que no podía darle.

En aquellos momentos, la avergonzaba recordar los lujosos picardías de Victoria's Secret que había comprado para atraerlo. El sexo, que nunca había sido fantástico entre ellos, se había convertido en obras rápidas y sensuales de un solo acto. Se hundía en ella como si la castigara por sus propios pecados, para después darse la vuelta y dormir. Muchas noches, Christine se había levantado de la cama cuando lo oía roncar, se había quitado los picardías a veces rasgados y manchados y había llorado en la ducha. Ni siquiera las punzadas de agua hirviendo podían recomponer su corazón. Y que el amor hubiera desaparecido de su matrimonio también era culpa de ella.

Christine se acurrucó sobre el sofá y se cubrió el cuerpo trémulo con una colcha de punto. Ya no era la esposa débil y obsesiva. Era una periodista de éxito. Cerró los ojos. Se concentraría en eso... en el éxito. Por fin, después de tantos fracasos.

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Capítulo 6