Miércoles, 29 de octubre 1 страница

Maggie se había ofrecido a ir a casa de Michelle Tanner con Nick, pero éste había insistido en presentarse solo, de modo que la dejó en el hotel. A pesar de la intimidad o, tal vez, a causa de ello, la aliviaba separarse de él. Había sido un error congeniar tanto. Estaba enfadada y decepcionada consigo misma y, aquella mañana, durante el trayecto a la ciudad, castigó a Nick con su silencio.

Debía mantenerse centrada y, para ello, tenía que mantener las distancias. Como agente del FBI, no le convenía encariñarse, no sólo con una persona, sino con una comunidad. Resultaba fácil perder la agudeza y la objetividad; lo había visto en otros agentes. Y, como mujer, era peligroso implicarse sentimentalmente con Nick Morrelli, un hombre que equipaba su casa con trampas románticas para sus aventuras de una noche. Además, estaba casada... el grado de felicidad no contaba. Se dijo todo aquello para justificar su repentina altivez y para descargar su culpa.

Su ropa húmeda todavía olía a río cenagoso y a sangre seca. Los jirones de la chaqueta y la blusa dejaban al descubierto su hombro herido. Al entrar en el hotel, el recepcionista elevó su rostro salpicado de acné y su expresión pasó de inmediato del mecánico «buenos días» a la sorpresa.

–Caray, agente O'Dell, ¿se encuentra bien?

–Sí. ¿Me han dejado algún mensaje?

Se dio la vuelta con la torpeza de un adolescente larguirucho, y a punto estuvo de derramar su capuccino. El dulce aroma se elevaba con el vapor y, a pesar de ser una imitación de máquina del auténtico, olía de maravilla.

La nieve, una capa de casi quince centímetros, se había adherido a las perneras de sus pantalones y le estaba calando los zapatos. Tenía frío, agujetas y estaba agotada.

El muchacho le pasó media docena de notas de papel rosa y un pequeño sobre cerrado con las palabras AGENTE ESPECIAL O'DELL cuidadosamente escritas con tinta azul.

–¿Qué es esto? –levantó la carta.

–No lo sé. La metieron por el buzón en algún momento durante la noche.

Maggie fingió que no tenía importancia.

–¿Hay alguna tienda en la que pueda comprarme un abrigo y unas botas?

–La verdad es que no. Hay una ferretería especializada en productos agrícolas a kilómetro y medio al norte del pueblo, pero sólo tienen ropa de hombres.

–¿Le importaría hacerme un favor? –extrajo un billete húmedo de cinco dólares del fajo para situaciones de emergencia que guardaba en la funda de la insignia. El chico parecía más interesado en la insignia que en el billete–. ¿Podrías llamar a la tienda y preguntarles si pueden enviarme una chaqueta? No me importa qué aspecto tenga, mientras sea abrigada y de talla pequeña.

–¿Y las botas? –anotaba las instrucciones en un bloc lleno de garabatos.

–Sí. Lo más parecido que tengan a un treinta y ocho. Tampoco me importa el estilo, sólo quiero poder caminar por la nieve.

–Entendido. Seguramente, no abrirán hasta las ocho o las nueve.

–No importa. Pasaré la mañana en mi habitación. Llámame cuando lleguen y pagaré la factura.

–¿Algo más? –de pronto, parecía ansioso por ganarse los cinco dólares.

–¿Hay servicio de habitaciones?

–No, pero puedo pedirle casi cualquier cosa de la cafetería Wanda's. El reparto es gratuito, y podemos añadírselo a la cuenta del hotel.

–Estupendo. Querría un desayuno de verdad: huevos revueltos, chorizo, tostadas, zumo de naranja... Ah, y mira si tienen capuccinos.

–Entendido.

Una vez en su habitación, Maggie se quitó los zapatos llenos de nieve y a duras penas los pantalones. Subió el termostato a veinticinco grados, y se despojó de la blusa y de la chaqueta. Aquella mañana, le dolía todo el cuerpo. Intentó mover el hombro herido, se detuvo, esperó a que el latigazo de dolor pasara, y continuó.

En el baño, abrió el grifo de la ducha y se sentó en el borde de la bañera en ropa interior mientras esperaba a que saliera el agua caliente. Hojeó los mensajes. Uno era del director Cunningham, y no había dejado recado. ¿Por qué no la habría llamado al móvil? Maldición, lo había olvidado. Debía denunciar su desaparición y hacerse con otro.

Había tres mensajes de Darcy McManus, del Canal Cinco. El recepcionista, claramente impresionado, había dejada escrita la hora en los tres. Otros dos mensajes eran de la doctora Avery, la terapeuta de su madre, ambos de última hora de la noche, con instrucciones de llamarla cuando fuera posible.

Estaba imaginando que el sobre cerrado era de la persistente McManus. El vapor se elevaba por encima de la cortina de la ducha. Por lo general, el agua de los hoteles no pasaba de ser tibia. Se levantó para ponerla a su gusto y se detuvo al ver su reflejo en el espejo, que se estaba empañando rápidamente. Quitó el vaho con la palma de la mano para poder examinarse el hombro. Las incisiones triangulares aparecían rojas y descarnadas en contraste con su piel blanca. Arrancó el vendaje casero de Nick, dejando al descubierto un tajo de cinco o seis centímetros, fruncido y manchado de sangre. Le dejaría una cicatriz. Magnífico; haría juego con las demás.

Giró el torso y se levantó el sujetador. Por debajo del seno izquierdo empezaba otra cicatriz reciente. Se extendía a lo largo de diez centímetros a través de su abdomen: un regalo de Albert Stucky.

–Tienes suerte de que no te destripe –recordaba haberlo oído decir mientras deslizaba la hoja por su abdomen, con cuidado de cortarle únicamente la piel, para dejar una cicatriz. No había sentido nada; estaba demasiado aturdida y agotada, o ya se había resignado a morir–. Todavía estarás viva –le había prometido–, cuando empiece a comerte los intestinos.

Para entonces, ya nada la sorprendía. Acababa de ver cómo rajaba y descuartizaba a dos mujeres a pesar de los gritos desgarradores. Después, las había destripado y les había aplastado los cráneos. No, nada de lo que pudiera haber hecho la habría sorprendido. Así que, en cambio, le había dejado un recordatorio perpetuo de sí mismo.

Detestaba que su cuerpo se estuviera convirtiendo en un álbum de recortes. Ya era terrible que en su mente hubieran quedado tatuadas las imágenes.

Se frotó la cara con las manos observando su reflejo. La sorprendía lo pequeña y vulnerable que parecía. Sin embargo, nada había cambiado. Seguía siendo la mujer decidida y valiente que había sido al ingresar en el cuerpo ocho años atrás. Quizá un poco fatigada y marcada por la guerra, pero en su mirada se reflejaba la misma determinación. Todavía podía verla a través del vaho, tras los horrores que había presenciado. Albert Stucky era un contratiempo temporal, un obstáculo que debía atravesar o sortear, pero ante el que no debía ceder.

Se desabrochó el sujetador y lo dejó caer al suelo. Empezó a bajarse las braguitas cuando recordó el sobre cerrado que había dejado sobre los demás mensajes en la repisa del lavabo. Lo rasgó y sacó una tarjeta de siete por doce centímetros. Una ojeada a las letras mayúsculas bastó para que el corazón se le desbocara. Se aferró al borde del lavabo para no caerse, desistió y resbaló al suelo húmedo de azulejos. Otra vez, no. No podía permitirlo. Apretó las rodillas contra su pecho, tratando de silenciar el pánico que crecía dentro de ella.

Entonces, volvió a leer la tarjeta.

¿HABRÁ QUE DARLE LA EXTREMAUNCIÓN A TU MADRE DENTRO DE POCO?

 

 

Era demasiado pronto para que hubiera tráfico. Las farolas seguían iluminadas porque las gruesas nubes de nieve no dejaban aparecer el sol. El parabrisas volvió a helarse, y Nick abrió al máximo el aire caliente, aunque estaba sudando. Subió el volumen de la radio y pulsó varios botones antes de encontrar la KRAP... «Noticias cada día, todo el día».

Temía darle la noticia a Michelle Tanner. Quería que aquellas imágenes... No, necesitaba borrar aquellas imágenes de Matthew y de Danny de su cabeza o no le sería de ninguna utilidad a la señora Tanner. Así que se puso a pensar en Maggie. Jamás se había sentido tan agradablemente incómodo en sus numerosas experiencias con las mujeres. Lo había dejado desconcertado, cosa que no había logrado ninguna otra mujer. Lo peor de todo era que Maggie no había pretendido que la situación fuera sensual, y eso lo había excitado aún más. No podía borrar la imagen de la mejilla de ella sobre su pecho, la caricia de su respiración en la piel. No quería borrarlas, así que la reprodujo una y otra vez, para poder recordarlo todo a voluntad: la fragancia de su pelo, el tacto de su piel, los latidos de su corazón. Resultaba irónico que la única mujer capaz de revivirlo fuera la única que no podía tener.

Entró en la bocacalle de Michelle Tanner justo cuando el locutor explicaba que el alcalde Rutledge había suspendido la celebración de Halloween a causa de la nieve, que seguiría cayendo todo el día.

–El muy cabrón tiene suerte –Nick sonrió y movió la cabeza.

Aparcó delante de la casa, patinando y casi chocando con la parte posterior de una furgoneta. Hasta que no llegó a la puerta principal no reparó en el letrero de Emisora de radio KRAP, medio oculto por la nieve. El pánico le encogió las entrañas; era demasiado pronto para una simple entrevista de «¿Cómo va todo?». Llamó a la puerta mosquitera. Al ver que no salía nadie, la abrió y aporreó la puerta principal.

Se abrió casi de inmediato. Una mujer menuda de pelo gris le indicó que entrara en el salón antes de precederlo y sentarse junto a Michelle Tanner en el sofá. Un hombre alto con calva incipiente y grabadora estaba sentado frente a ellas. En el umbral de la cocina se erguía un hombre corpulento con pelo cortado al cepillo y antebrazos musculosos. Le resultaba familiar y, tras una rápida mirada por la casa, comprendió que se trataba del ex marido, el padre de Matthew. Había varias fotografías enmarcadas de los tres... tomadas en tiempos más felices.

Nick oyó voces y estrépito de cacharros en la cocina. El olor del café recién hecho se mezclaba con el de la cera de rretida. Había una hilera de velas encendidas sobre la repisa de la chimenea, junto a una foto ampliada de Matthew y un pequeño crucifijo.

–¿Es cierto? –Michelle Tanner elevó la mirada a Nick; tenía los ojos enrojecidos y los párpados hinchados–. ¿Encontraron anoche otro cuerpo?

Todos los ojos se clavaron en él, expectantes. Dios, hacía calor en la casa. Se llevó la mano al nudo de la corbata y se lo aflojó.

–¿Dónde lo ha oído?

–¿Y eso qué diablos importa? –quiso saber el padre de Matthew.

–Douglas, por favor –lo regañó la anciana–. El señor Melzer –dijo indicando al hombre de la grabadora–, de la radio, nos ha dicho que ha salido en el Omaha Journal esta mañana.

Melzer levantó el periódico. Otro niño hallado muerto era el titular. Nick no necesitaba ver quién firmaba el artículo, y tampoco tenía tiempo para enfurecerse. El pánico ascendió por su garganta, dejando un sabor ácido en la boca y entorpeciéndole la respiración. Christine había vuelto a metérsela torcida.

–Sí, es cierto –logró decir–. Siento no haber venido antes.

–Siempre va con retraso, ¿no, sherifi?

–Douglas –repitió la anciana.

–¿Es él? –Michelle lo miró a los ojos, suplicando, confiando. Al parecer, necesitaba oír las palabras. Nick detestaba aquello. Hundió las manos en los bolsillos de los vaqueros y se obligó a mirarla a los ojos.

–Sí, es Matthew.

Esperaba el aullido, pero no por ello dejó de afectarlo. Michelle cayó de nuevo en los brazos de la anciana, que empezó a mecerla. Dos mujeres aparecieron en el umbral de la cocina. Al ver a Michelle, rompieron a llorar y se abrazaron. Melzer las observó, miró a Nick y, después, recogió sus cosas y se marchó sin hacer ruido. Nick quería salir detrás de él; no sabía muy bien qué hacer. Douglas Tanner se lo quedó mirando, apoyado en la pared, con la cara colorada de ira y los puños apretados.

Después, de improviso, el hombre arremetió contra él. Nick no vio el gancho izquierdo hasta que no lo sintió en la mandíbula y chocó con la estantería que estaba detrás. Varios libros cayeron sobre y en torno a él. Antes de que hubiera recuperado el equilibrio, Douglas Tanner le asestó otro puñetazo, en aquella ocasión, en el estómago. Nick se tambaleó y cayó de rodillas. La anciana le estaba chillando a Douglas. La conmoción silenció los gritos de dolor, y las mujeres se quedaron atónitas contemplando la escena.

Nick estaba enderezándose cuando vio otro puño acercándose a él. Agarró a Tanner del brazo, pero en lugar de contraatacar, se limitó a apartarlo. Seguramente, se merecía aquella paliza.

Entonces, vio el destello de metal. Tanner volvió a abalanzarse sobre él y, en aquella ocasión, le lanzó una puñalada al costado. Nick se apartó de un salto y desenfundó la pistola. Tanner se quedó paralizado, empuñando hábilmente un cuchillo de caza en la mano izquierda y mirándolo con una expresión que indicaba que estaba decidido a usarlo.

La anciana se levantó del sofá y se acercó despacio a Douglas Tanner. Le quitó el cuchillo del puño. Después, los sorprendió a todos dándole un bofetón en la cara.

–Maldita sea, madre. ¿Qué coño haces? –pero Tanner permanecía inmóvil, con el rostro colorado y las manos silenciosas a los costados.

–Ya estoy harta de que vapulees a la gente. Llevo muchos años viéndote hacerlo. No puedes tratar así a la gente, ni a tu familia ni a los desconocidos. Ahora, pídele disculpas al sheriff Morrelli.

–Ni hablar. Si hubiera hecho su trabajo, puede que Matthew aún estuviera vivo.

Nick se frotó los ojos, pero seguía viéndolo todo borroso. Notó que le sangraba el labio, y se lo secó con el dorso de la mano. Enfundó la pistola pero siguió apoyado en la estantería, confiando en que se le pasara el zumbido de los oídos.

–Douglas, pide disculpas. ¿Quieres que te detengan por atacar a un agente de la ley?

–No hace falta que se disculpe –la interrumpió Nick. Esperó a que la habitación dejara de dar vueltas y a que sus pies lo sostuvieran–. Señora Tanner –añadió, y se apartó de la estantería para buscar los ojos de Michelle, alegrándose de ver sólo dos en la nebulosa–. Lamento mucho la muerte de su hijo, y le pido disculpas por haber esperado hasta esta mañana para decírselo. No pretendía faltarle al respeto. Me pareció mejor esperar a que estuviera rodeada por familiares y amigos en lugar de aporrear su puerta en mitad de la noche. Le prometo que encontraremos al hombre que le ha hecho esto a Matthew.

–No lo dudo, sheriff –dijo Douglas Tanner detrás de él–. Pero ¿cuántos niños más morirán asesinados antes de que tenga la menor idea de quién es?

 

 

Nadie tenía que decírselo; Timmy lo sabía. Matthew estaba muerto, lo mismo que Danny Alverez. Por eso el tío Nick y la agente O'Dell se habían ido corriendo la noche anterior. Por eso su madre lo había hecho acostarse temprano. Y por eso se había pasado casi toda la noche levantada escribiendo para el periódico en su portátil.

Se levantó de la cama oyendo por la radio que aquel día no habría clase. Debía de haber al menos quince centímetros de nieve, y seguía cayendo. Sería ideal para patinar, aunque su madre le prohibía que usara cualquier cosa que no fuera su aburrido trineo de plástico. Era de color naranja fosforito y destacaba como si fuera un vehículo de emergencia.

La encontró dormida en el sofá, hecha un ovillo bajo la colcha de punto de la abuela Morrelli. Tenía los puños cerrados por debajo de la barbilla y cara de agotada, así que Timmy entró de puntillas en la cocina para no despertarla.

Sintonizó la emisora de noticias y subió el volumen para poder escucharlas mientras se preparaba el desayuno. En lugar de acercar una silla a la encimera, usó los cajones inferiores para alcanzar un cuenco del armario. Estaba harto de ser bajito; era el más canijo de todos los niños de su clase. El tío Nick le decía que daría un estirón y los pasaría a todos, pero Timmy no lo veía llegar.

Lo sorprendió encontrar una caja sin abrir de cereales endulzados entre los Cheerios y el muesli. O estaban en oferta, o su madre los había comprado por equivocación; nunca le ponía cereales de los buenos. Bajó la caja y la abrió para que no pudiera devolverla, y llenó el cuenco hasta desbordarlo. Masticó el exceso para hacer sitio a la leche. Mientras la vertía, oyó al locutor repetir:

–El colegio y el instituto de Platte City cerrarán hoy a causa de la nieve.

–¡Sí! –susurró, conteniendo su entusiasmo para no derramar la leche. Y, como el día siguiente y el viernes los profesores tenían una convención, dispondrían de cinco días libres. Caray, ¡cinco días enteros! Entonces, se acordó de la acampada, y su entusiasmo mermó. ¿Suspendería el padre Keller la acampada por culpa de la nieve? Esperaba que no.

–¿Timmy? –envuelta en la colcha de punto de la abuela, su madre entró descalza en la cocina. Estaba cómica con el pelo enmarañado y la mirada legañosa–. ¿Han suspendido las clases?

–Sí. Cinco días seguidos de vacaciones –se sentó y tomó una cucharada de cereales antes de que ella reparara en ellos–. ¿Crees que podremos ir de acampada? –preguntó con la boca llena, aprovechándose de que estaba demasiado cansada para corregir sus modales.

Su madre empezó a preparar la cafetera, y a punto estuvo de tropezar con los cajones que Timmy había dejado abiertos. Los cerró de un puntapié sin gritarle.

–No lo sé, Timmy. Estamos en octubre; mañana podría hacer veinte grados y la nieve se derretiría. ¿Qué han dicho del tiempo en la radio?

–Hasta ahora, sólo están hablando de los cierres de los colegios. Estaría genial poder acampar en la nieve.

–Sería una estupidez acampar en la nieve.

–Vamos, mamá, ¿no tienes sentido de la aventura?

–No si puedes pillar una neumonía. Ya enfermas y te magullas bastante sin ayuda de nadie.

Quería recordarle que no se había puesto enfermo desde el invierno pasado, pero ella podría mencionarle los cardenales del fútbol.

–¿Te importa si voy a jugar al trineo con mis amigos?

–Tendrás que abrigarte, y sólo puedes usar tu trineo. Nada de neumáticos.

Habían dejado de anunciar los cierres de los colegios y estaban dando las noticias. Su madre subió el volumen justo cuando el locutor decía:

–Según la edición matutina del Omaha Journal, ayer por la noche fue encontrado el cadáver de otro niño a orillas del río Platte. La oficina del sheriff acaba de confirmar que se trata de Matthew Tanner, que ha estado...

Su madre apagó la radio, y la habitación se llenó de silencio. Permaneció de pie, de espaldas a él, fingiendo estar interesada en algo que veía por la ventana. La cafetera inició su gorgoteo ritual. La cuchara de Timmy tintineaba dentro del cuenco.

–Timmy –su madre rodeó la mesa y se sentó frente a él–. El locutor de la radio tiene razón. Anoche encontraron a Matthew Tanner.

–Ya lo sé –dijo Timmy, y siguió comiendo, aunque el cereal no le sabía tan rico de repente.

–¿Que lo sabes? ¿Cómo?

–Porque el tío Nick y la agente O'Dell se marcharon anoche corriendo. Y porque tú has estado toda la noche trabajando.

Ella alargó el brazo por encima de la mesa y le retiró el pelo de la frente.

–Cielos, qué rápido estás creciendo.

Le acarició la mejilla. En público, Timmy le habría apartado la mano, pero en casa no le importaba. Hasta le gustaba.

–¿De dónde has sacado esos cereales?

–Los has comprado. Estaban con los demás –volvió a llenarse el cuenco aunque no estaba del todo vacío, sólo por si acaso ella se los quitaba.

–Los compraría sin darme cuenta.

El café estaba hecho. Se levantó, dejando la colcha de punto en el respaldo de la silla y el cartón de cereales en la mesa.

–Mamá, ¿qué se siente estando muerto?

Ella derramó el café por la encimera y tomó un paño para impedir que se vertiera al suelo.

–Lo siento –dijo Timmy, al comprender que había sido su pregunta la causa de la torpeza de su madre. Los adultos se escandalizaban tanto con ciertas cosas...

–La verdad es que no lo sé, Timmy. Deberías preguntárselo al padre Keller.

 

 

El desayuno de Wanda's permanecía intacto sobre la mesa de la habitación; Maggie se estaba haciendo asidua de la cafetería sin haber puesto el pie en el local. Y aunque los huevos dorados, la tostada untada con mantequilla y la reluciente sarta de chorizo tenían un olor y un aspecto deliciosos, Maggie había perdido el apetito. Lo había dejado en algún rincón del suelo del baño, mientras luchaba por superar el pánico. Lo único que tocó fue el capuccino. Un sorbo y dio gracias a Wanda por tener el sentido común de invertir en una cafetera especial para capuccinos.

Su portátil ocupaba el otro lado de la mesa, cerca de la pared donde una entrada de teléfono permitía al hotel pu– blicitarse a hombres de negocios. Daba vueltas mientras su ordenador conectaba a baja velocidad con la base de datos general de Quantico. No podía acceder a la información clasificada. El FBI se mantenía escéptico sobre la confidencialidad de los módems, y con razón. Eran un blanco constante de los piratas informáticos.

Después de la ducha se había puesto unos vaqueros y su sudadera de los Packers. El agotamiento era abrumador. Había tenido que hacer acopio de fuerzas para recobrarse y eso la asustaba. ¿Cómo era posible que una simple nota provocara tanto terror? Ya había recibido notas de asesinos otras veces, y eran inofensivas. Formaban parte de su nauseabundo juego de maldad. Si estaba dispuesta a escarbar en la psique de un asesino, debía estar preparada para que escarbaran en la suya.

Salvo que las notas de Albert Stucky no habían sido inofensivas. Dios, debía superar lo de Stucky. Ya estaba entre rejas y allí permanecería hasta que lo ejecutaran. No tenía nada que temer. Además, ya había empaquetado la nota del asesino de Danny y Matthew y la había enviado por correo urgente a un laboratorio de Quantico. Quizá el muy idiota le hubiera enviado su propia orden de arresto dejando sus huellas o su saliva en el sello del sobre.

Antes de que anocheciera, estaría en un avión de regreso a su casa, y aquel bastardo no podría seguir jugando con ella. Ya había hecho su trabajo, más de lo que se esperaba de ella. Entonces, ¿por qué tenía la sensación de estar huyendo? Porque era eso exactamente lo que hacía. Necesitaba abandonar Platte City, Nebraska, antes de que aquel asesino pudiera seguir deshilando su psique ya de por sí raída.

Sí, tenía que irse, y lo antes posible, mientras todavía fuera dueña de sí. Ataría unos cuantos cabos y saldría de allí como alma que lleva el diablo, aprovechando que todavía seguía de una pieza. Se iría antes de que empezaran a deshacérsele las costuras.

Decidió hacer una rápida llamada de teléfono mientras esperaba a que su ordenador conectara por la otra línea. Encontró el número en el delgado listín telefónico y lo marcó. Después de varios timbrazos, oyó una voz grave y masculina:

–Casa parroquial de Santa Margarita.

–Con el padre Francis, por favor.

–¿De parte de quién?

Maggie no sabía si era la voz de Howard.

–Soy la agente especial Maggie O'Dell. ¿Es usted el señor Howard?

Se produjo un breve silencio. En lugar de contestar a su pregunta, el hombre dijo:

–Un momento, por favor.

Transcurrieron varios segundos. Maggie se volvió para mirar la pantalla del ordenador. Por fin se había completado la conexión. El logotipo azul cobalto de Quantico parpadeaba en la pantalla.

–Maggie O'Dell, es un placer volver a hablar con usted –con su voz aguda, el padre Francis hablaba casi en un soniquete.

–Padre Francis, quería saber si podría hacerle algunas preguntas.

–Pues claro –se oyó un leve clic.

–¿Padre Francis?

–La escucho.

Al igual que otra persona. Haría sus preguntas, de todas formas; haría sudar al intruso.

–¿Qué me puede contar sobre el campamento que organiza la iglesia en verano?

–¿El campamento? Ese proyecto es del padre Keller. Quizá quiera hablar con él al respecto.

–Sí, claro. Lo haré. ¿Fue él quien dio forma al proyecto o es algo que ha estado haciendo Santa Margarita durante años?

–El padre Keller lo organizó a su llegada. Creo que fue en el verano de 1990. Fue un éxito inmediato. Claro que ya tenía experiencia. Había estado organizándolas en su antigua parroquia.

–¿Ah, sí? ¿Dónde era eso?

–En Maine. A ver... Suelo tener buena memoria. Ya me acuerdo, estaba en un pueblo llamado Wood River. Fuimos muy afortunados cuando lo trasladaron aquí.

–Sí, estoy segura. Tengo ganas de hablar con él. Gracias por su ayuda, padre.

–Agente O'Dell –la interrumpió–. ¿Era eso lo único que necesitaba preguntarme?

–Sí, pero ha sido una gran ayuda.

–Me preguntaba si había encontrado las respuestas a sus otras preguntas. A sus dudas sobre Ronald Jeffreys.