Miércoles, 29 de octubre 3 страница

Nick se quedó inmóvil, la miró y se frotó la mandíbula.

–Sigues sin tener pruebas. Todo es circunstancial. ¿Por qué no salió a relucir este caso durante el juicio de Jeffreys?

–No hizo falta. Por lo que he averiguado, un vagabundo cargó con las culpas.

–O puede que lo hiciera él –detestaba el rumbo que estaba tomando aquello–. ¿Cómo se te ha ocurrido buscar esto?

–Simple corazonada. Al hablar esta mañana con el padre Francis, me dijo que el padre Keller había creado un campamento de verano similar en su anterior parroquia de Wood River, en Maine.

–Así que buscaste a niños asesinados en la zona en la época en que él estuvo allí.

–No tuve que buscar mucho. Este asesinato encaja hasta en el último detalle. Circunstancial o no, hay que considerar al padre Keller sospechoso de los asesinatos –cerró el programa y apagó el ordenador–. He quedado con George dentro de una hora –le dijo–; después, voy a reunirme con el padre Francis –empezó a sacar ropa del armario y a colocarla sobre la cama–. Tengo que irme a Richmond esta noche; mi madre está en el hospital –eludió mirarlo mientras sacaba más efectos personales de los cajones.

–Vaya. ¿Se encuentra bien?

–Más o menos... Lo estará. Te dejaré información grabada en un disco. ¿Sabes usar Microsoft Word?

–Sí, claro... Creo que sí –la actitud fría de Maggie lo turbaba. ¿Habría ocurrido algo o estaba preocupada por su madre, nada más?

–Le dejaré a George mis notas de la autopsia de esta tarde. Si averiguo algo hablando con el padre Francis, te llamaré.

–No vas a volver, ¿verdad? –la realidad lo sacudió como otro puñetazo a la mandíbula. También a ella la paralizó. Se volvió hacia él, aunque su mirada oscilaba entre él, la pantalla en blanco del ordenador y el desorden que había sobre la cama. Era la primera vez que le costaba trabajo mirarlo a los ojos.

–Ya he terminado mi trabajo. Tienes un perfil y puede que un sospechoso. Ni siquiera sé si tengo que participar en esta segunda autopsia.

–Entonces, ¿ya está? –se metió las manos en los bolsillos. De pronto, pensar que no volvería a verla le revolvía el estómago.

–Estoy segura de que el FBI enviará a otra persona para que te ayude.

–Pero ¿tú no? ¿Tiene esto algo que ver con lo que pasó esta mañana?

–Esta mañana no ha pasado nada –le espetó Maggie–. Siento haberte dado la impresión equivocada –añadió mientras seguía doblando, ordenando y guardando prendas en la maleta.

Por supuesto que no le había dado la impresión equivocada; la imaginación había sido toda de él. Pero ¿y el calor, y la atracción? Eso no lo había imaginado.

–Voy a echarte de menos –las palabras lo sorprendieron; no había sido su intención pronunciarlas en voz alta.

Ella se interrumpió, se irguió y lo miró despacio. Aquellos ojos castaños le dejaban las rodillas de goma, como si fuera un colegial que acababa de declararse a su primera novia. Dios, ¿qué le estaba pasando?

–Has sido un incordio, O'Dell, pero echaré de menos que me des la lata –ya estaba, había corregido su desliz.

Ella sonrió, y se recogió el pelo detrás de las orejas. Al menos, no era del todo dueña de sí misma.

–¿Necesitas que te lleve al aeropuerto?

–No, tengo que devolver un coche alquilado.

–Bueno, que tengas un buen viaje –sonaba frío y patético cuando lo que en verdad quería hacer era estrecharla entre sus brazos y convencerla de que se quedara. Salvó la distancia que lo separaba de la puerta en tres grandes zancadas, confiando en que las rodillas lo sostuvieran.

–Nick.

El se detuvo en la puerta, con la mano en el pomo, y volvió la cabeza. Ella guardó silencio, y en aquel instante la vio cambiar de idea sobre lo que le iba a decir.

–Buena suerte.

Nick asintió y se marchó, sintiendo plomo en los zapatos y un dolor en el pecho que le impedía respirar con normalidad.

 

 

Maggie vio cómo se cerraba la puerta mientras estrangulaba y retorcía una blusa de seda entre las manos.

¿Por qué no le hablaba a Nick de la nota, de Albert Stucky? Había comprendido que tuviera pesadillas; también comprendería que no podía permitir que otro chiflado la atormentara psicológicamente. Todavía no. Todavía se sentía vulnerable, endiabladamente frágil, como si fuera a estallar en mil pedazos en cualquier momento.

Embutió sus trajes en la funda de ropa, aplastándolos y arrugándolos. El director Cunningham tenía razón; necesitaba tomarse un descanso. Se iría de viaje con Greg a algún lugar cálido y soleado donde no oscureciera a las seis de la tarde.

Sonó el teléfono, y se sobresaltó como si fuera un disparo. Ya había hablado con la doctora Avery; su madre había sobrevivido a setenta y dos horas de vigilancia pos suicidio y se encontraba bastante bien. Pero aquélla era la parte que se le daba mejor a su madre, hacer de paciente modelo y devorar las atenciones.

Descolgó el teléfono.

–¿Sí?

–Maggie, ¿qué haces ahí todavía? Pensaba que ibas a volver a casa.

Se dejó caer en la cama, repentinamente agotada.

–Hola, Greg –esperó a oír un saludo de verdad, oyó ruido de papeles y supo que sólo la estaba escuchando a medias–. Mi avión sale esta noche.

–Estupendo. Entonces, ¿ese memo de anoche llegó a darte mi mensaje?

–¿Qué memo?

–El que contestó a tu móvil. Dijo que se te había caído y que no podías hablar en ese momento.

Maggie sujetó con fuerza el teléfono; se le había acelerado el pulso.

–¿A qué hora fue eso?

–No lo sé... Tarde. A eso de la medianoche. ¿Por qué?

–¿Qué le dijiste?

–Vamos... Ese idiota no te dio el mensaje, ¿verdad?

–Greg, ¿qué le dijiste? –el corazón le aporreaba las costillas.

–¿Con qué pueblerinos incompetentes trabajas, Maggie?

–Greg –intentó mantener la calma, impedir que el grito trepara por su garganta–. Perdí el móvil cuando estaba persiguiendo al asesino. Hay muchas posibilidades de que fuera con él con quien hablaste.

Silencio. Hasta había dejado de remover papeles.

–Por el amor de Dios, Maggie, ¿cómo querías que lo supiera? –dijo en tono sumiso.

–No podías saberlo. No te estoy echando la culpa, Greg. Pero, por favor, intenta recordar lo que le dijiste.

–No mucho... Sólo que me llamaras y que tu madre estaba grave.

Maggie se recostó en la cama, hundió la cabeza en la almohada y cerró los ojos.

–Maggie, cuando vuelvas a casa tenemos que hablar.

Sí, hablarían en una playa soleada, en alguna parte, saboreando combinados de frutas adornados con minúsculas sombrillas de papel. Hablarían de lo que era realmente importante, reavivarían el amor perdido, redescubrirían el mutuo respeto y los valores que los habían unido en un primer momento.

–Quiero que dejes el FBI –dijo Greg, y fue entonces cuando Maggie supo que ya no habría playas soleadas para ellos.

 

 

La nieve estallaba en polvos blancos con cada pisotón que daba para abrirse paso por los ventisqueros. Se le quedaba prendida a las perneras de los pantalones y chorreaba dentro de los zapatos, congelándole los pies. Su cuerpo no era suyo, lo impelía ladera abajo a través de las ramas a una velocidad vertiginosa.

Entonces, los oyó chillando y riendo. Patinó y cayó contra los arbustos y la hierba coronada de nieve. Permaneció allí tumbado, sintiendo cómo la muerte blanca absorbía el calor de su cuerpo. Allí, escondido, trató de controlar los jadeos respirando por la boca y expulsando vaho cada vez que exhalaba.

Deberían haberse ido a sus casas antes de que empezara a sentir las palpitaciones. ¿Por qué no se habían ido? No tardaría en caer la noche. ¿Estarían esperándolos con la mesa puesta o sólo con una nota y una cena precocinada? ¿Estarían allí sus padres para asegurarse de que se quitaban la ropa mojada? ¿Tendrían a alguien que los arrebujara en la cama?

No podía frenar los recuerdos, y ya no lo intentaba. Reclinó el rostro en la nieve con la esperanza de calmar las palpitaciones. Podía verse a los doce años, vestido con una chaqueta verde militar con escaso forro que lo resguardara del frío. Los vaqueros remendados dejaban pasar el aire. No tenía botas. La nevada había dejado una capa de más de veinticinco centímetros de grosor y el pueblo entero se había detenido, dejando a su padrastro sin ningún lugar al que ir salvo al dormitorio de su madre. Le habían dicho que se fuera de casa, que saliera a jugar en la nieve con sus amigos. Sólo que no tenía amigos. Los niños sólo le habían prestado atención para reírse de sus andrajos y de su delgadez.

Después de pasar horas sentado en el jardín de atrás, viendo montar en trineo a los demás niños, había vuelto a la casa y había encontrado la puerta cerrada con llave. A través de la delgada madera y frágil cristal, podía oír los chillidos y gemidos de su madre, dolor y placer indivisibles. ¿Por qué tenía que doler el sexo? No se imaginaba llegando a disfrutar de aquel dolor. Y recordó haberse avergonzado del alivio que había sentido. Sabía que, mientras su padrastro pudiera hundirse en su madre, no se hundiría en su pequeño cuerpo.

Fue mientras esperaba en aquel frío amargo y blanco cuando tramó un plan tan sencillo que sólo requeriría un ovillo de cuerda. A la mañana siguiente, cuando su padrastro se refugiara en su taller del sótano, saldría en una camilla. Ni él ni su madre tendrían que sentir vergüenza o miedo nunca más. ¿Cómo iba a imaginar que sería su madre la primera en bajar al sótano aquella mañana? La mañana en que su vida terminó, cuando aquel horrible niño perverso puso fin a la vida de su madre.

De pronto, notó a alguien por encima de él, respirando y olisqueando. Alzó la vista despacio y vio a un perro negro a escasos centímetros de su cara. El perro le enseñó los dientes y emitió un lento gruñido. Sin previo aviso, sus manos salieron disparadas hacia el cuello del animal y el gruñido se redujo a un suave gemido, a un gorgoteo ahogado y, después, silencio. Contempló a los niños que corrían y saltaban abrigados con gruesas parkas. Por fin, recogieron sus trineos y se despidieron. Uno de ellos llamó al perro varias veces, pero no tardó en desistir para alcanzar a sus amigos. Se separaron y se alejaron en direcciones opuestas, tres por un lado, dos por otro, mientras que un tercero atravesaba solo el aparcamiento de la iglesia.

El cielo había pasado del gris tenue al gris pizarra, y las farolas fueron parpadeando una a una hasta encenderse. Un reactor pasó con gran estruendo sobre el pueblo nevado y silencioso. No había ni un solo vehículo ni peatón cuando subió a su coche. Se puso el pasamontañas a pesar del sudor que se condensaba en su frente y en el bigote. En el asiento contiguo, extendió un pañuelo limpio con meticulosidad, como si ya formara parte de la ceremonia. Se sacó una ampolla del bolsillo de la chaqueta, rompió el extremo y empapó el hilo blanco. Después, mantuvo los faros apagados y el motor suave mientras seguía despacio al niño que arrastraba el trineo naranja fosforito.

 

 

La oficina del sheriff sólo contaba con cinco coches patrulla completamente equipados, y había cuatro aparcados delante del edificio del juzgado cuando Nick regresó a la oficina. Al momento, la furia hirvió en su estómago. ¿Qué tenía que hacer para que sus hombres lo escucharan, para que se tomaran en serio sus órdenes? Y, sin embargo, sabía que la culpa era de él.

Había tratado aquel cargo de sheriff con la misma falta de consideración e inconsciencia que habían regido el resto de su vida, limitándose a cumplir las exigencias mínimas y no tomándose nada demasiado a pecho. Eso era antes. Antes de haber caído sobre la sangre de Danny Alverez. Ya no podía evitar preguntarse si un sheriff de verdad habría podido salvar a Matthew Tanner. Pero Platte City tenía a un quarterback universitario faldero, licenciado en Derecho, sin ninguna experiencia y sólo el apellido y la reputación de su padre que lo avalaran.

Lástima que hubiera hecho falta un puñetazo en la mandíbula para meterle un poco de sentido común en la cabeza. Y como Maggie se iba, le tocaba a él asumir todo el control. ¡Ojalá supiera cómo diablos se hacía eso!

Entró en el edificio y, al instante, deseó salir corriendo. En el enorme vestíbulo de mármol resonaba el parloteo de los periodistas, y metros y metros de cables serpenteaban por el suelo. Cegándolo con unas luces brillantes y poniéndole una docena de micrófonos en la cara, lo acosaron a preguntas.

Darcy McManus, una ex reina de la belleza convertida en presentadora de televisión, había levantado una barricada en la escalera con su figura alta y esbelta. Costaba trabajo pasar por alto las piernas largas que exhibía con las minifaldas que hacía pasar como parte del traje. Le ofreció un hueco a su lado delante de la cámara de Canal Cinco. Nick se abrió paso hacia la escalera pero mantuvo las distancias; antes, habría coqueteado con ella y habría sacado provecho de la atención. Quizá, hasta le habría pedido el número de teléfono. En aquellos momentos, lo único que quería hacer era pasar de largo y escapar a su despacho.

–Sheriff, ¿tiene ya a algún sospechoso? –parecía mayor al natural que en la tele. De cerca, veía la capa de maquillaje que escondía las arrugas del contorno de ojos y labios.

–No tengo ningún comentario que hacer por ahora.

–¿Es cierto que Matthew Tanner fue decapitado? –preguntó un hombre con un lujoso traje de chaqueta cruzada.

–Dios, ¿dónde diablos ha oído eso?

–Entonces, ¿es cierto?

–No. Por supuesto que no.

Otros periodistas se acercaron, cerrándole el paso. Nick siguió avanzando a codazos.

–Sheriff, ¿que me dice del rumor de que ha ordenado la exhumación del cadáver de Ronald Jeffreys? ¿Cree que Jef– freys no fue el reo ejecutado?

–¿Abusaron sexualmente del niño?

–¿Ha encontrado ya la camioneta azul?

–Sheriff Morrelli, ¿puede decirnos si este niño fue asesinado del mismo modo? ¿Nos enfrentamos a un asesino en serie?

–¿En qué estado estaba el cuerpo de Matthew?

–¡Basta! –gritó Nick, y elevó las manos para repeler las preguntas. Los buitres dejaron de moverse, de empujar, y aguardaron en silencio. La repentina quietud lo desarmó. Miró a su alrededor y retrocedió hacia el primer peldaño de la escalera. Un reguero de sudor le recorrió la espalda. Se pasó los dedos por el pelo y advirtió que le temblaban las manos. Estaba acostumbrado a recibir muestras de apoyo, no críticas ni escepticismo.

¿Qué diablos debía decirles? La última vez, Maggie lo había sacado del apuro. En su ausencia, se sentía desnudo y vulnerable, y detestaba la sensación. Se aferró a la barandilla para mantener el equilibrio y se irguió junto a McManus. Ella se mostró complacida y empezó a alisarse el pelo y la ropa, preparándose para la cámara. Nick no le hizo caso y miró hacia la masa de periodistas, que tenían sus ojos clavados en él, y los lápices, blocs y magnetófonos preparados. Su instinto le decía que diera media vuelta, subiera las escaleras de tres en tres y se refugiara en su despacho. A fin de cuentas, no les debía una explicación. Nada de aquello lo ayudaría a atrapar al asesino. ¿O sí?

–Saben que no puedo revelar detalles concretos sobre los cuerpos de las víctimas. Pero, por el amor de Dios, y por respeto a la señora Tanner, Matthew no fue, repito, no fue decapitado. Eso no quiere decir que el homicida no sea un retorcido hijo de perra.

–Entonces, ¿se trata de un asesino en serie, sheriff? La gente tiene derecho a saber si deben encerrar a sus hijos.

–Las primeras impresiones indican que Matthew ha muerto a manos de la misma persona que mató a Danny Alverez.

–¿Algún sospechoso?

–¿Es cierto que no tiene ninguna pista?

Nick retrocedió un peldaño más; no tenía nada con que satisfacerles; la masa de periodistas y los focos cegadores lo asfixiaban y mareaban. Se bajó la cremallera de la chaqueta y tiró de la corbata para aflojar la presión asfixiante.

–Tenemos a un par de sospechosos, pero no estoy autorizado a decir sus nombres. Todavía no –se dio la vuelta y una oleada de preguntas lo asaltó por la espalda mientras empezaba a subir los peldaños.

–¿Cuándo podrá decírnoslo?

–¿Son hombres de Platte City?

–¿Será su padre quien dirija ahora la investigación?

–¿Ha encontrado la camioneta azul?

Nick giró en redondo, casi perdiendo el equilibrio.

–¿Qué pasa con mi padre?

Todo el mundo clavó la mirada en el hombre de la chaqueta cruzada. Nick reparó en el pelo lustroso y bien peinado, en la barba perfectamente cortada con sólo un ápice de gris. Los caros zapatos de cuero delataban su condición de forastero... los zapatos y la manera en que ladeaba la cabeza con la impaciencia de un hombre que tenía mejores cosas que hacer que repetir su pregunta a un sheriff pueblerino. Nick quería agarrarlo del cuello de la camisa con monograma. En cambio, esperó, balanceándose sobre unas botas embadurnadas de nieve que estaban creando charcos y amenazando con lanzarlo escaleras abajo.

–¿Se puede saber por qué iba a dirigir mi padre esta investigación?

–Atrapó a Ronald Jeffreys –dijo Darcy McManus a la cámara de Canal Cinco, y sólo entonces advirtió Nick que habían estado grabando todo aquel desastre. Eludió mirar a la cámara y se quedó contemplando al periodista, a la espera de oír su respuesta.

–Cuando su padre habló antes con nosotros, dio la impresión de...

–¿Es que está aquí? –barbotó Nick, y lo lamentó de inmediato. De nuevo dejaba entrever su incompetencia.

–Sí, y habló como si hubiera vuelto para ayudar en la investigación. Creo que sus palabras exactas fueron –el hombre hojeó sus notas con lentitud deliberada–: «Ya lo he hecho antes. Sé lo que hay que buscar. A este viejo sabueso no se le escapará este tipo». No sé mucho de sabuesos, pero interpreté sus palabras como que había venido en calidad de profesional.

Otros periodistas asintieron, coincidiendo con él. Nick los miró de uno en uno mientras se le retorcían las entrañas. Otro reguero de sudor corrió por su espalda. Todos aguardaban. Sopesarían cada palabra, medirían cada gesto. Imaginó a alguien rebobinando su versión grabada de las noticias de aquella noche sólo para verlo bajar corriendo la escalera hacia atrás. No le importaba. Se dio la vuelta y subió corriendo la escalera, tomando los peldaños de dos en dos, rezando en silencio para no tropezar y acabar otra vez en el vestíbulo.

Arremetió contra las puertas de la oficina del sheriff, haciendo que el cristal chocara con la papelera de metal y la pared. Una hoja se resquebrajó por la parte de abajo, pero nadie pareció darse cuenta. Todas las miradas estaban clavadas en Nick. Habían vuelto la cabeza, olvidándose momentáneamente del hombre alto de pelo gris que estaba en el centro del grupo.

El mismo grupo que gemía o protestaba cuando Nick les pedía que siguieran una pista, rodeaba al profeta maduro de aspecto distinguido que estaba enarcando las cejas con indignación.

–Relájate, hijo. Acabas de romper un cristal que es propiedad del gobierno –declaró Antonio Morrelli, señalando la grieta.

A pesar de la rabia y la frustración, Nick hundió las manos en los bolsillos, dejó caer los hombros hacia delante y se miró las botas. De pronto, se sorprendió preguntándose cuánto costaría reponer el cristal.

 

 

Maggie tomaba pequeños sorbos de whisky en su mesa del rincón, mientras observaba a los clientes de la cafetería del aeropuerto e intentaba decidir quiénes eran hombres de negocios y quiénes turistas. La ventisca había retrasado los vuelos, el suyo incluido, y había atestado de viajeros la pequeña cafetería pobremente iluminada, que consistía en una barra con forma de ele, varias mesas y sillas pequeñas, docenas de maquetas de aviones suspendidas del techo y una vieja máquina de discos.

Su parka John Deere verdinegra estaba extendida sobre la otra silla de su mesa para evitar compañía indeseada. Ya había facturado el equipaje, todo menos el portátil, que estaba a salvo bajo la parka. Se sentía tentada a volver a llamar a la iglesia de Santa Margarita. Empezaba a pensar que había ocurrido una desgracia. Si no, ¿por qué la habría dejado plantada el padre Francis en el hospital? Y ¿por qué no contestaba nadie al teléfono en la casa parroquial?

También quería llamar a Nick; de hecho, había marcado el número pero había colgado. Ya tenía bastantes problemas de los que ocuparse para verificar sus corazonadas. Además, se estaba quedando sin cambio para el teléfono público y se había gastado su último billete de diez dólares en aquel whisky y en dos anteriores. No era una gran cena pero, después de pasarse la tarde rebanando el cuerpo de Matthew Tanner, pesando partes y hurgando en sus minúsculos órganos, creía merecérsela.

La marca de la cara interna del muslo de Matthew era, efectivamente, un mordisco humano. El pobre George Tillie había intentado idear otras teorías antes de aceptar que el asesino había mordido a Matthew una y otra vez en el mismo punto, dejando sus huellas dentales irreconocibles. Lo que agravaba el asunto y lo volvía más extraño era que los mordiscos habían sido ocasionados horas después de la muerte de Matthew. El asesino no regresaba al lugar del crimen sólo para observar a la policía, prolongaba su absurda fascinación con el cuerpo de la víctima. Pero se estaba saliendo de su ritual cuidadosamente planeado. Algo lo estaba haciendo degenerar, perder el control. En su irreflexión, podría dejar alguna prueba sólida con la que poder inculparlo.

–Disculpe, señora –el joven camarero se cernía sobre la mesa–. El caballero del final de la barra la invita a otro whisky –dejó el vaso delante de ella–. Y me ha pedido que le diera esto.

Maggie reconoció el sobre y la letra angulosa antes de que se lo entregara. Se le encogió el estómago, y se puso en pie con tanto ímpetu, que la silla se balanceó.

–¿Qué caballero? –se estiró para ver por encima del gentío. El camarero hizo lo mismo; después, se encogió de hombros.

–Debe de haberse ido.

–¿Qué aspecto tenía? –se dio una palmada en el costado de la chaqueta, y se tranquilizó al sentir la culata de la pistola presionándola justo debajo del pecho.

–No lo sé... Alto, pelo moreno, de unos veintiocho o treinta años. Oiga, no he prestado mucha atención. ¿Tiene algún problema con...?

Lo apartó y se abrió camino entre los clientes del bar para salir corriendo al luminoso pasillo central del aeropuerto. Frenética, observó a los pasajeros que iban y venían. El corazón le golpeaba con fuerza las costillas. Le palpitaba la cabeza, y tenía la vista un poco borrosa a causa del whisky.

El largo pasillo se extendía en línea recta a izquierda y derecha. Vio a una familia con tres niños, varios hombres de negocios con portátiles y maletines, un empleado de aeropuerto empujando un carrito, dos mujeres de pelo gris y un grupo de hombres y mujeres de color con vistosas túnicas y tocados. Pero no había ningún hombre alto y moreno sin equipaje.

No podía estar muy lejos. Corrió hacia el ascensor del fondo, empujando a los pasajeros y esquivando un carro deequipaje vacío. Pulsó la tecla de subida y se inclinó por encima de la barandilla para mirar hacia abajo. Una vez más, no distinguió a ningún hombre alto y moreno entre los grupos de viajeros. Se había ido. Se le había vuelto a escapar.

Regresó a la cafetería y sólo entonces advirtió que se había olvidado la chaqueta y el portátil. Aunque la cafetería estaba atestada de clientes, nadie había intentado ocupar su mesa. Hasta el sobre seguía apoyado en la bebida, donde el camarero lo había dejado.

Se sentó en la silla y clavó la mirada en el pequeño sobre. Apuró el whisky de su vaso, lo apartó, y empezó a beber del otro a pesar del torbellino que giraba en su cabeza. Quería entumecerse.

Levantó el sobre con cuidado por una esquina. Se despegó fácilmente, y dejó caer la tarjeta en la mesa sin tocarla. Ni siquiera el whisky pudo frenar las náuseas ni la puñalada de terror que le infligieron las palabras. Con la misma letra angulosa, la nota decía:

SIENTO QUE TE VAYAS TAN PRONTO. QUIZÁ PUEDA PASARME POR TU CHALÉ LA PRÓXIMA VEZ QUE ME PASE POR CREST RIDGE. SALUDA A GREG DE MI PARTE.

 

 

Desde el pasillo central, podía ver a Maggie O'Dell subiendo al ascensor. Tenía que reconocer que se movía con gracia... no había duda de que era deportista. Aquellas piernas fuertes y atléticas debían de tener buen aspecto en pantalones cortos, aunque la imagen no le interesaba mucho.

Dejó el carro a un lado y se quitó la gorra y la chaqueta que había tomado prestadas al empleado dormido del aeropuerto. Hizo un ovillo con las prendas y las metió en la papelera.

Había dejado el Lexus con la radio a todo volumen en la zona de carga y descarga. Con la radio y los aviones que sobrevolaban la zona, nadie oiría a Timmy si se despertaba antes de lo previsto. Además, el maletero era estanco, casi insonorizado.