Miércoles, 29 de octubre 9 страница

–Me alegro de que estés aquí –la miró a los ojos–. Maggie, creo que...

Maggie recuperó la mano, repentinamente incómoda ante aquella inminente revelación. Ya no era un mero coqueteo, veía que estaba experimentando, forcejeando, con sentimientos de los que ella no quería saber nada.

–Pase lo que pase, no será culpa tuya, Nick –cambió de tema aun fingiendo seguir con él–. Estás haciendo todo lo que está en tu mano. Llega un momento en que uno tiene que desvincularse.

Él la miró con aquella mirada profunda que la hacía sentirse como si estuviera desnudándole el alma.

–Tus pesadillas –le dijo en voz baja–. Hay algo de lo que tú no te has desvinculado. ¿De qué, Maggie? ¿De Stucky?

–¿Cómo sabes lo de Stucky? –Maggie se incorporó, tratando de repeler la tensión que le producía la sola mención de aquel hombre.

–Aquella noche, en mi casa, gritaste su nombre varias veces. Pensé que me hablarías de él. Cuando no lo hiciste... En fin, me dije que no era asunto mío. Puede que aún no lo sea.

–A estas alturas, ya es del dominio público.

–¿Del dominio público?

–Albert Stucky es un asesino en serie a cuya captura contribuí hace poco más de un mes. Le pusimos el apodo de El Coleccionista. Secuestraba a dos, tres, a veces, incluso a cuatro mujeres a la vez, y las guardaba, las coleccionaba en algún edificio cerrado o almacén abandonado. Cuando se cansaba de ellas, las mataba descuartizándolas, golpeándoles el cráneo, dándoles mordiscos.

–¡Dios!, y yo que pensaba que el tipo al que estamos persiguiendo estaba como un cencerro.

–Stucky es único en su especie. Fue mi perfil lo que lo identificó. Lo estuvimos siguiendo durante dos años. Cada vez que nos acercábamos, se trasladaba a otra parte del país. En algún momento, Stucky descubrió que yo era la experta en perfiles. Fue entonces cuando comenzó el juego.

La luz de la luna entraba a raudales por la ventana. Maggie lo miró, incómoda ante el escrutinio de aquellos ojos azules penetrantes llenos de tanta preocupación como interés.

–Háblame del juego –le dijo con expresión seria.

–Stucky hurgó en mi pasado. Averiguó que mi padre había muerto, que mi madre era alcohólica. Parecía saberlo todo. Hace cosa de un año, empecé a recibir notas de Stucky. Y empezó a enviar pistas sobre dónde guardaba a las víctimas. Si acertaba, me recompensaba con una nueva pista. Si fallaba, me castigaba con un cadáver. Fallaba bastante; siempre que encontrábamos a una de sus víctimas en un contenedor tenía la sensación de que era culpa mía.

Cerró los ojos, permitiéndose ver los rostros. Todos ellos con la misma mirada de horror. Los recordaba todos, podía enumerar sus nombres, direcciones, características personales. Era como una letanía de santos. Abrió los ojos, rehuyó los de Nick y prosiguió.

–Descansaba un tiempo, pero sólo para mudarse a otra parte del país. Por fin, lo localizamos en Miami. Después de unas cuantas pistas, creí estar segura de que estaba utilizando un almacén abandonado próximo al río. Pero temía volver a equivocarme, no quería sumar otra mujer muerta a mi lista de cargos de conciencia. Así que no se lo dije a nadie. Decidí ir a investigar yo sola. Así, si me equivocaba, nadie moriría. Sólo que acerté, y Stucky me estaba esperando. Ni siquiera lo vi venir.

Respiraba con dificultad, tenía el corazón desbocado, hasta le sudaban las manos. Era agua pasada, ¿por qué la alteraba tanto?

–Me ató a un poste de acero y me hizo mirar. Vi cómo torturaba y mutilaba a dos mujeres. Ni siquiera se inmutaba al oír sus aullidos de dolor.

Dios, le costaba respirar. ¿Cuándo dejaría de ver aquellos ojos suplicantes, de oír aquellos gritos insoportables?

–Lo vi descuartizar a dos mujeres y me sentí tan... tan impotente. Estaba tan cerca... –se frotó los hombros; todavía podía sentirlo–. Estaba tan cerca que la sangre me salpicaba, junto con fragmentos de cerebros o lascas de huesos.

–Pero ¿lo atrapaste?

–Sí. Lo atrapamos. Sólo porque un viejo pescador oyó los gritos y llamó a la policía. No lo atrapamos gracias a mí.

–Maggie, no eres responsable de esas mujeres.

–Lo sé –por supuesto que lo sabía, pero eso no lavaba la culpa. Se frotó los ojos y, al notar la humedad en las mejillas, se sintió decepcionada consigo misma. Después, se puso en pie, con demasiada brusquedad pero dando por concluido el tema–. Por cierto –dijo, tratando de recobrar la normalidad–. He recibido otra nota –sacó el sobre arrugado y se lo pasó a Nick. Éste extrajo la tarjeta, la leyó y se recostó en la pared.

–Dios mío, Maggie. ¿Qué crees que significa?

–No lo sé. Puede que nada. Puede que sólo quiera divertirse.

Nick estiró las piernas y se puso en pie sin ayuda de la mesa ni de la pared.

–Entonces, ¿qué hacemos ahora?

–¿Qué tal una redada por el cementerio?

 

 

Timmy contemplaba el movimiento de la llama de la lámpara. Le parecía increíble que una pequeña lengua de fuego pudiera iluminar toda la habitación.Y también despedía calor. No tanto como la estufa de queroseno, pero el ambiente estaba tibio. Volvió a acordarse de las acampadas que había hecho con su padre; hacía siglos de eso.

Su padre no era un campista experto. Les costaba casi dos horas levantar la tienda. Los únicos peces que habían pescado eran ejemplares minúsculos que acababan comiéndose cuando el hambre apretaba y no podían esperar a atrapar piezas más grandes. Y, para colmo, en una de las excursiones, su padre fundió el cazo favorito de su madre dejándolo demasiado tiempo al fuego. Aun así, a Timmy no lo habían preocupado los errores. Era una aventura que había compartido con su padre.

Timmy se quedó mirando la llama e intentó recordar el rostro de su padre. Su madre había escondido todas las fotografías. Había dicho que las había quemado, pero Timmy la había visto hojearlas hacía unas semanas, de madrugada, cuando pensaba que él estaba acostado. Ella seguía levantada, tomando vino, viendo las fotografías de los tres y llorando. Si lo echaba tanto de menos, ¿por qué no le pedía que volviera a casa? A veces, Timmy no comprendía a los adultos.

Acercó las manos al cristal de la lámpara para sentir su calor. La cadena que tenía enganchada al tobillo hizo ruido al rozar el poste metálico de la cama. De pronto, se la quedó mirando, recordando el cazo de metal que su padre había echado a perder. Los eslabones no eran muy gruesos. ¿Cómo de caliente tenía que ponerse el metal para doblarse? No necesitaba abrirlo tanto... seis milímetros a lo sumo.

Se le aceleró el pulso. Agarró la campana de cristal, pero se quemó las manos y las retiró. Quitó la funda a la almohada y se envolvió las manos con ella; después, volvió a intentarlo, quitando suavemente la campana para que no se rompiera. La llama osciló un poco más, creció y, a continuación, se redujo y se mantuvo constante. Volvió a poner la funda a la almohada. Después, dejó la lámpara en el suelo, delante de él, acercó una pierna y sujetó en alto un tramo de cadena próxima al tobillo. Sumergió varios eslabones en la llama, esperó unos minutos y empezó a tirar. No estaba funcionando. Era cuestión de tiempo, nada más; debía ser paciente. Debía pensar en otra cosa. Mantuvo los eslabones dentro de la llama. ¿Qué canción estaba tarareando su madre el otro día en el baño? Era de una película. Ah, sí, de La sirenita.

–Bajo el mar –probó a cantar. Le temblaba un poco la voz por la expectación. Sí, mejor la expectación que el miedo. No pensaría en el miedo–. Bajo el mar...Todo es mejor, todo está mojado... –volvió a tirar de la cadena; seguía sin ceder–. Bajo el mar...

Se movía. El metal estaba cediendo. ¿O era su imaginación? Tiró lo más que pudo. Sí, la rendija del eslabón estaba abriéndose poco a poco. Un poco más, y sería libre.

Las pisadas que oyó al otro lado de la puerta echaron a pique su alegría. No, sólo unos segundos más, por favor. Tiró con todas sus fuerzas mientras los cierres chirriaban y se abrían.

 

 

Christine intentó recordar cuándo había comido por última vez. ¿Cuánto hacía que Timmy había desaparecido? Se levantó del viejo sofá en el que Lucy la había dejado, en un despacho del fondo que usaban para almacenar archivos.

Le escocían los ojos y tenía el pelo enmarañado. No recordaba desde cuándo no se peinaba, ni desde cuándo no se lavaba los dientes, aunque estaba segura de haberlo hecho antes de la entrevista televisiva. Dios, hacía siglos de eso.

La puerta se abrió, y su crujido la sobresaltó. Su padre entró con más agua en la mano. Si bebía un vaso más, vomitaría. Sonrió y aceptó el vaso, aunque sólo tomó un sorbo.

–¿Te encuentras mejor?

–Sí, gracias. Creo que hoy no he comido. Por eso me he mareado tanto.

–Sí, ha debido de ser por eso.

Sin el vaso, parecía no saber qué hacer con las manos, y se las metió en los bolsillos, un gesto que Christine reconocía en Nick.

–¿Qué tal si pido que te traigan un poco de sopa? –dijo–. O un sandwich.

–No, gracias. No creo que pueda comer.

–He llamado a tu madre. Va a intentar tomar un vuelo esta noche. Con suerte, estará aquí mañana por la mañana.

–Gracias. Será agradable tenerla aquí –mintió Christine. A su madre le entraba el pánico ante la sola mención de una crisis. ¿Cómo iba a afrontar aquello? Se preguntó qué le habría contado su padre.

–Ahora, no te alteres, pequeña, pero también he llamado a Bruce.

–¿A Bruce?

–Tiene derecho a saberlo. Timmy es su hijo.

–Sí, por supuesto, y Nick y yo hemos estado intentando localizarlo. ¿Sabes dónde está?

–No, pero tengo un número de teléfono para emergencias.

–¿Quieres decir que siempre has sabido cómo ponerte en contacto con él?

Su padre parecía atónito. ¿Cómo se atrevía su hija a dirigir aquella furia estridente contra él?

–Sabías que llevo más de ocho meses intentando localizarlo para que pague la pensión de manutención de Timmy. ¿Y tú tenías su número de teléfono?

–Sólo para emergencias, Christine –le explicó su padre.

–¿Ver que su hijo no tiene comida en la mesa no es una emergencia? ¿Cómo has podido?

–Estás exagerando, Christine. Tu madre y yo jamás consentiríamos que Timmy y tú pasarais apuros económicos. Además, Bruce me dijo que te había dejado ahorros de sobra.

–¿Eso te dijo? –rió, sin preocuparla estar al borde de la histeria–. Nos dejó ciento sesenta y cuatro dólares y veintiún centavos en la cuenta de ahorros, y más de cinco mil dólares en facturas de las tarjetas de crédito.

Sabía que su padre detestaba las confrontaciones. Christine se había pasado la vida rehuyendo al gran Tony Morrelli, dejando que las opiniones de su padre fueran las únicas válidas, sus sentimientos más importantes que los de los demás. Su madre lo llamaba respeto. En aquellos momentos, Christine vio lo que era: estupidez.

Su padre daba vueltas delante de ella, con las manos en los bolsillos, haciendo tintinear la calderilla.

–¡Hijo de perra! Eso no fue lo que me dijo –repuso por fin–. Pero lo echaste de su propia casa, Christine.

–Estaba follando con su recepcionista.

Su padre enrojeció de contrariedad. Una señorita nunca usaba ese lenguaje.

–A veces, los hombres se descarrían, Christine. Cometen pequeñas indiscreciones. No digo que esté bien, pero no es razón para echarlo de su propia casa.

De modo que era eso. Christine había sospechado su desaprobación, pero hasta aquel momento, ni su padre ni su madre la habían expresado en voz alta. Su padre se regía por la doble moralidad. Siempre lo había sabido, lo había aceptado, había guardado silencio al respecto. Pero se trataba de su propia vida.

–Dudo que fueras tan indulgente si hubiese sido yo quien hubiese tenido la aventura.

–¿Qué? No digas tonterías.

–No, quiero saberlo. ¿Habrías considerado una pequeña indiscreción que hubiese follado con el mensajero de UPS?

Volvió a hacer una mueca, y Christine se preguntó si sería el lenguaje o la imagen lo que le repugnaba. A fin de cuentas, la hijita de Tony Morrelli no follaba.

–Mira, estás alterada, Christine. ¿Por qué no le digo a uno de mis hombres que te lleve a casa?

No contestó, la ira que le hervía en las entrañas se lo impedía. Se limitó a asentir, y su padre huyó de la habitación.

Pasados unos minutos, la puerta volvió a abrirse, y Eddie Gillick entró en el despacho.

–Tu padre me ha pedido que te lleve a casa.

 

 

Menudo idiota estaba hecho, pensó Nick mientras cambiaba de marcha el Jeep y aceleraba para dejar atrás Platte City. Lanzó una mirada a Maggie, que estaba tranquilamente sentada a su lado. No debería haberle dejado ver la debilidad, el terror que se había apoderado de sus entrañas. A pesar de su revelación sobre Stucky, permanecía serena y dueña de sí, contemplando el paisaje en sombras por la ventanilla. ¿Cómo lo hacía? ¿Cómo conseguía dejar a un lado a Albert Stucky y los demás horrores? ¿Cómo se contenía para no hundir el puño en la pared y romper puertas de cristal?

No podía pensar, apenas podía concentrarse en la carretera oscura. El repiqueteo proseguía en su pecho, la bomba de relojería seguía contando los segundos y cada uno podía ser el último de Timmy. Y, en pleno ataque de pánico, o quizá por ello, había estado a punto de pasarse de la raya y decirle a Maggie que la amaba. Menudo idiota estaba hecho. Tal vez no fuera sólo su virilidad y su encanto lo que estaba perdiendo, sino también la cordura.

–Deberías ponerme al corriente –dijo, logrando disimular el pánico–. ¿Por qué vamos a un cementerio en mitad de la noche?

–Sé que tus hombres han ido a ver la Vieja Iglesia, pero ¿qué me dices del túnel?

–¿El túnel? Creo que se hundió hace años.

–¿Estás seguro?

–Bueno, no. En realidad, nunca lo he visto. Cuando era pequeño, creíamos que era una invención. Ya sabes, para asustarnos, para evitar que hiciéramos gamberradas por la noche en el cementerio. Había historias sobre cuerpos que se levantaban de sus tumbas y gateaban por el túnel, para regresar a la iglesia y redimir sus almas.

–Parece el lugar perfecto para un asesino que cree en la redención.

–¿Crees que es ahí donde está ocultando a Timmy? ¿En un agujero en el suelo? –pisó el acelerador, haciendo que Maggie lo mirara con preocupación.

–De momento, no es más que una corazonada –dijo, pero por su tono, Nick dedujo que era mucho más–. A estas alturas, no perdemos nada echando un vistazo. Ray Howard mencionó que va allí a cortar leña. Sabe algo. Puede que viera algo.

–No puedo creer que lo hayas dejado marchar.

–No es el asesino, Nick. Pero creo que podría saber quién es.

–Sigues pensando que es Keller, ¿verdad? –le lanzó una mirada, pero en la oscuridad vio que tenía el rostro vuelto hacia la ventanilla, hacia la negrura.

–Keller podría haber dejado mi móvil en la habitación de Howard muy fácilmente. Ha podido usar la camioneta. Y tiene esos extraños cuadros de mártires torturados, mártires con la señal de la cruz cortada en sus pechos.

–Que tenga mal gusto en arte no quiere decir que sea un asesino. Además, cualquiera podría haber visto los cuadros y haber sacado la idea.

–Keller también conocía a los tres niños.

–A los cinco –la interrumpió Nick–. Lucy y Max pudieron rescatar listas y solicitudes. Eric Paltrow y Aaron Harper asistieron al campamento de la iglesia el verano antes de ser asesinados. Pero eso significa que Ray Howard también los conocía.

Maggie estaba sentada, en silencio, meditando en sus palabras. De pronto, sin venir a cuento, dijo:

–¿Sabes que Ray Howard y Eddie Gillick son amigos?

 

 

Christine sabía que era la rabia lo que le había nublado el juicio temporalmente. De lo contrario, ¿por qué había subido al Chevy oxidado de Eddie Gillick? Hasta su disculpa sobre el lamentable estado del vehículo parecía poco sincera. Sin embargo, allí estaba ella, dando patadas a envases vacíos de McDonald's. Tenía un muelle clavado en la espalda, y el relleno sobresalía por la parte central del asiento delantero. Olía a patatas fritas, a cigarrillos y a ese nauseabundo aftershave.

Eddie se sentó detrás del volante, arrojó el sombrero al asiento de atrás y se miró en el espejo retrovisor. Insertó la llave en el contacto, y el tubo de escape roto hizo vibrar el vehículo.

Christine lamentaba no haberse cambiado de ropa después de la entrevista. A pesar de la larga gabardina, tenía la sensación de que algo le subía por la pierna. Abrió la gabardina para cerciorarse de que no tenía insectos correteando por los muslos. Al pasarse la mano por una pierna, notó la mirada y la sonrisa de Eddie. Se cerró la gabardina y decidió que los bichos eran mejores que los ojos de Eddie.

Eddie encendió el motor, y Christine fue a ponerse el cinturón y vio que estaba cortado. Un minuto después, cuando Eddie pasó de largo la bocacalle de su casa, el pánico la hizo forcejear con el tirador de la puerta, que se rompió con un chasquido. Eddie la miró con el ceño fruncido.

–Relájate, Christine. Tu padre me dijo que te llevara a comer algo.

–No tengo hambre –balbució enseguida, dejando entrever su pánico–. En serio, estoy cansada, nada más –aquello era mejor; no podía hacer ver que no se fiaba de él.

–Puedo freírte un filete que hará que se te haga la boca agua. Tengo un par en la nevera.

«Dios mío, no. Su casa, no».

–Dejémoslo para otra ocasión, Eddie –repuso con la mayor dulzura posible, a pesar de la repulsión–. Estoy muy cansada. ¿Podrías llevarme directamente a casa?

Lo miró por el rabillo del ojo. Eddie desplegó una media sonrisa y volvió a mirarse en el espejo retrovisor.

–Todavía recuerdo lo insinuante que estabas la otra noche, junto al río –le dijo.

Un tremendo error. ¿Cómo podía ser tan estúpida? Y, sin embargo, otras periodistas lo hacían todos los días, ¿no?

–Mira, lo siento mucho, Eddie –«sé sincera; no le dejes ver que estás asustada»–. Era mi primera noticia. Supongo que estaba nerviosa.

–No importa, Christine. Sé que hace más de un año que se fue tu marido. Conmigo no tienes que hacerte la tímida; sé que las mujeres también os ponéis cachondas.

Cielos, aquello no estaba yendo bien. Volvió a sentir mareo mientras veía pasar las casas. Unas cuantas manzanas más y dejarían atrás las farolas; estaban saliendo de la ciudad. El corazón le latía con fuerza. Ya no quería seguir haciéndose la fuerte. Empujó la puerta con el cuerpo, pero no cedió. Le dolía el hombro. Eddie la miró con el ceño fruncido; después, desplegó otra media sonrisa, como si no le importara si ella le seguía el juego o no.

Tenía los ojos negros, a tono con su pelo engominado. Recordó que era de su misma estatura, pero musculoso. A fin de cuentas, había tumbado a Nick con dos puñetazos. Claro que Nick no los había visto venir. Algo le decía que era así como actuaba Eddie, atacando cuando sus víctimas menos se lo esperaban. Como una araña.

–Eddie, por favor –el orgullo no le impedía recurrir a las súplicas–. Mi hijo ha desaparecido. Me encuentro fatal. Por favor, llévame a casa.

–Sé lo que necesitas, Christine. Desconecta de todo un rato. Relájate.

Christine lanzaba miradas por todo el coche. ¿Habría algo que pudiera usar como arma? Al resplandor de las luces del salpicadero, vio un botellín de cerveza de cuello largo rodar por debajo del asiento, en respuesta a sus oraciones.

Eddie estaba conduciendo terriblemente deprisa. Tendría que esperar a que parara, o a que se precipitaran en una zanja llena de nieve, aislados en medio de ninguna parte. ¿Podría contener el pánico hasta entonces? ¿Podría reprimir el grito que trepaba por su garganta?

–No te vendría mal ser amable conmigo, Christine –dijo Eddie despacio–. Si eres amable, hasta podría decirte dónde está Timmy.

 

 

Timmy escondió los pies debajo de las mantas y retrocedió al rincón mientras el desconocido daba vueltas delante de la cama. Algo iba mal. El desconocido parecía disgustado. No había dicho nada desde que había entrado en la habitación; había arrojado su chaqueta de esquí sobre la cama y se había puesto a dar vueltas.

Timmy guardaba silencio y lo observaba. Bajo la manta, tiraba y tiraba de la cadena. El desconocido se había olvidado de cerrar la puerta al entrar, pero sólo se veía oscuridad. Una ráfaga de aire introdujo un olor de tierra y de moho.

–¿Qué le ha pasado a la lámpara? –quiso saber de repente el desconocido. La campana de cristal seguía sobre la caja.

–No... No podía encenderla, así que tuve que quitar la campana. Lo siento, se me olvidó volver a ponerla.

El desconocido levantó la campana y volvió a encajarla sin mirar a Timmy. Cuando se inclinó hacia delante, Timmy vio unos cabellos negros rizados saliendo por debajo de la careta. Richard Nixon. Ése era el presidente muerto al que se parecía la careta. Le había costado tres intentos de recitar los presidentes hasta recordarlo. Pero seguía habiendo algo muy familiar en los ojos azules de Richard Nixon, en la manera de mirarlo, sobre todo, aquella noche. Como si se estuvieran disculpando.

De pronto, el desconocido recogió su chaqueta y se la puso.

–Es hora de irse.

–¿Adonde? –Timmy intentó reprimir su entusiasmo. ¿Sería posible que el desconocido quisiera llevarlo a casa? Quizá se hubiera percatado de su error. Timmy bajó de la cama manteniendo la cadena detrás de los pies.

–Quítate toda la ropa menos los calzoncillos.

El entusiasmo de Timmy se desvaneció.

–¿Qué? –se le estaba anudando la voz–. Hace mucho frío fuera.

–No hagas preguntas.

–Pero no entiendo qué...

–Calla y hazlo, pequeño hijo de perra.

La furia inesperada fue como un bofetón en la cara. A Timmy le escocieron los ojos, y la vista se le nubló de lágrimas. No debía llorar, ya no era un bebé. Pero tenía miedo, tanto, que los dedos le temblaban mientras se soltaba los cordones de las zapatillas. Reparó en la suela rota mientras se las quitaba. Se le había colado la nieve al montar en trineo, y los pies se le habían enfriado y mojado, pero no quería ni pensar en el frío que pasaría descalzo.

–No lo entiendo –volvió a balbucir. El nudo de la garganta le impedía respirar bien.

–No tienes que entender nada. Date prisa –el desconocido daba vueltas, con sus enormes botas de goma recubiertas de nieve y de barro.

–No me importa quedarme aquí –volvió a intentarlo.

–Cierra la boca de una maldita vez, y date prisa.

Las lágrimas resbalaban por las mejillas de Timmy, pero no se molestó en secárselas. Los dedos le temblaban mientras se soltaba el cinturón aunque, al acordarse de la cadena, empezó a desabrocharse los botones de la camisa. El desconocido tendría que desencadenarlo. ¿Se fijaría en los eslabones deformados? ¿Se pondría aún más furioso? Timmy ya sentía el viento frío girando en torno a él. Le dolía el estómago y quería vomitar. Hasta le temblaban las rodillas.

De pronto, el desconocido dejó de dar vueltas. Permaneció inmóvil en el centro de la habitación, con la cabeza ladeada. Al principio, Timmy pensó que lo estaba mirando a él, pero lo que hacía era escuchar. Timmy trató de oír más allá de su corazón desbocado. Se sorbió las lágrimas y se secó el rostro con la manga. Entonces, lo oyó, el motor de un coche en la lejanía, acercándose y reduciendo la velocidad.

–¡Mierda! –masculló el desconocido. Tomó la lámpara y se dirigió hacia la puerta.

–¡No, por favor, no se lleve la luz!

–Cierra la boca, llorón de mierda.

Giró en redondo y le dio un revés en toda la cara. Timmy volvió a subir a la cama y huyó al rincón. Se abrazó a la almohada, pero se apartó al ver la mancha de sangre.

–Será mejor que estés listo cuando vuelva –le espetó el desconocido en un susurro–. Y deja de ponerlo todo perdido de sangre.

Acto seguido, salió corriendo por la puerta, la cerró con fuerza y echó los cierres, dejando a Timmy en un agujero de espesa negrura. Se marchó tan deprisa que ni siquiera se fijó en que la cadena de Timmy estaba rota y colgaba del borde de la cama, balanceándose.

 

 

A Christine no le hacía falta preguntarle a Eddie lo que se traía entre manos. Reconocía el camino de tierra serpenteante que ascendía para luego bajar en picado, sorteando los arces y los nogales que bordeaban el río. Era allí donde todos los crios iban a darse el lote, junto a la carretera de la Vieja Iglesia. Daba al río. Estaba desierto, tranquilo y negro. Allí era a donde se habían dirigido Jason Ashford y Amy Stykes la noche que descubrieron el cuerpo de Danny Alverez.