Miércoles, 29 de octubre 11 страница

Sin embargo, alguien había despejado la nieve de la puerta y había intentado ocultarla con la lona. ¿Había algo allí, una pista, algo que pudiera servir para encontrar a Timmy? Volvió a examinar el espacio, y se detuvo cuando la luz iluminó la caja. Vista de cerca, estaba en buen estado, sin indicios de podredumbre ni de descomposición. No había duda de que no había pasado mucho tiempo en aquel oscuro agujero húmedo. Tenía muy poca tierra en la superficie; hasta la tapa estaba unida con clavos relucientes.

Maggie enfundó el revólver. Intentó abrir la tapa, pero sus dedos no eran lo bastante fuertes para aflojar los clavos. Encontró una barra rota de acero en el rincón y empezó a usarla para destapar la caja. Los clavos chirriaron pero aguantaron. La caja despedía un olor rancio que no tardó en llenar el pequeño espacio. Maggie escupió la linterna que tenía sujeta entre los dientes y dio varios pasos atrás para volver a examinar la caja. ¿Sería lo bastante grande para esconder un cadáver? ¿El cadáver de un niño?

Oyó que algo rozaba la tierra y giró en redondo. Vio algo moviéndose en la negrura, algo más grande que una rata. Cayó de rodillas y recuperó la linterna. Se aferró a la barra de acero y la levantó por encima de la cabeza, dispuesta a golpear. Entonces, contuvo el aliento y escuchó. Todos los sonidos, todos los movimientos, se habían interrumpido. Dirigió la delgada luz a la pared opuesta; el estante de madera estaba inclinado hacia delante, separado de la pared. Maggie vio un agujero lo bastante grande para ser la entrada del famoso túnel.

En la silenciosa negrura, algo se movió detrás de ella. Ya no estaba sola. Alguien permanecía de pie a su espalda, bloqueando los peldaños. Notó su presencia, oyó sus suaves inhalaciones como si estuviera respirando por un tubo. El pánico que Stucky había dejado en ella se liberó solo y le inundó las venas, gélido y veloz. Y justo cuando deslizaba los dedos dentro de la chaqueta, notó la hoja de un cuchillo debajo del mentón.

–Agente Maggie O'Dell, qué agradable sorpresa.

Maggie no reconocía la voz amortiguada que resonaba en su oído. La punta afilada del cuchillo se hincaba en su cuello con una presión firme que la obligaba a inclinar la cabeza hacia atrás y a dejar la garganta expuesta y vulnerable. Notó un reguero de sangre corriéndole por debajo del cuello de la chaqueta.

–¿Por qué una sorpresa? Pensé que me estaba esperando. Parece saber muchas cosas sobre mí –con cada sílaba, notaba que el cuchillo se hundía cada vez más en su garganta.

–Suelte la barra –la apretó contra él, rodeándola con el brazo que tenía libre y presionando con más fuerza de la necesaria para dejar patente su fuerza.

Ella soltó la barra mientras él deslizaba los dedos dentro de la chaqueta de Maggie. El asesino tomó con cuidado la pistola por la culata, y retiró la mano rápidamente al rozarle el pecho sin querer. Después, arrojó el arma a un rincón oscuro, donde Maggie la oyó chocar contra la caja. Cómo no, el asesino se sentiría mucho más cómodo usando el cuchillo.

Intentó concentrarse en su voz y en su cuerpo. Era fuerte, entre diez y quince centímetros más alto que ella. Por lo demás, iba disfrazado. El roce de la goma en su oído y el sonido apagado de su voz indicaban que llevaba una careta. Hasta tenía las manos camufladas con guantes negros de cuero barato, de los que se vendían a cientos en las tiendas de ocasión.

–No la estaba esperando. Pensé que estaría a salvo en su chalé, con su marido abogado y su madre enferma. ¿Cómo está su madre, por cierto?

–¿Es que no lo sabe?

Sintió la presión creciente de la hoja. Maggie tomó aire y reprimió el impulso de tragar saliva mientras otro reguero de sangre se deslizaba por su cuello, entre sus senos.

–Eso ha sido una insolencia –la regañó.

–Lo siento –dijo Maggie con cuidado, sin mover la boca ni la barbilla. Podía hacerlo; podía seguirle el juego. Debía mantener la calma, equilibrar aquella lucha–. El mal olor me está mareando. ¿No podríamos hablar de esto fuera?

–No, lo siento. Ése es el problema. Mucho me temo que no va a salir de aquí. ¿Qué le parece su nuevo hogar? –le hizo darse la vuelta para que examinara el agujero con la linterna lápiz mientras el cuchillo le arañaba la piel–. ¿O debería decir su tumba?

El hielo volvió a propagarse por sus venas. Tranquila, necesitaba mantenerse tranquila. Si lograba desechar la imagen de Albert Stucky abriéndole el abdomen... Si lograba hacer que aquel chiflado redujera la presión... Una pequeña sacudida y estaría notando el sabor del metal en la boca.

–Da igual... que se deshaga de mí –dijo despacio–. En la oficina del sheriff saben quién es usted. No tardarán en aparecer.

–Vamos, agente O'Dell, no use faroles conmigo. Sé que le gusta hacer las cosas por su cuenta. Por eso se metió en líos con el señor Stucky, ¿no? Y lo único que tiene de mí es su absurdo perfil psicológico. Imagino lo que dice. Mi madre abusaba de mí cuando era pequeño, ¿verdad? Me convirtió en un marica, así que ahora asesino a niños pequeños –el intento de risa sonó como la carcajada aguda de un maníaco.

–En realidad, no creo que su madre abusara sexualmente de usted –se devanaba los sesos con frenesí para recordar la escueta historia familiar que había encontrado sobre el padre Keller. Sí, su madre lo había criado sola, al igual que las madres de sus víctimas. Pero había muerto cuando Keller era todavía joven... un accidente fatal. ¿Por qué no lograba recordar los detalles? ¿Por qué le costaba tanto trabajo pensar? Era el hedor, la presión del cuchillo, el tacto de su propia sangre–. Creo que lo quería –prosiguió Maggie al ver que él guardaba silencio–.Y que usted la quería a ella. Pero sí que abusaron sexualmente de usted –una contracción nerviosa le indicó que estaba en lo cierto–. Un pariente... quizá un amigo de su madre... No, un padrastro –recordó de repente.

El cuchillo se le escurrió, sólo unos milímetros, pero lo bastante para dejarla respirar. Estaba tranquilo, esperando, escuchando. Maggie tenía su atención. Era su oportunidad.

–No, no es homosexual, pero su padrastro lo hizo dudar de sí mismo, ¿verdad? Le hizo pensar que, tal vez, podía serlo.

El brazo que le rodeaba la cintura se relajó, y Maggie advirtió que empezaba a respirar rápidamente.

–No mata a niños pequeños para divertirse. Intenta sal–varios porque le recuerdan a ese niño asustado y vulnerable de su pasado. Le recuerdan a usted. ¿Cree que, salvándolos a ellos, podría salvarse usted?

El silencio se prolongaba. ¿Habría ido demasiado lejos? Intentó concentrarse en la mano con la que él sostenía el cuchillo. Si le hundía el codo en el pecho, tal vez podría agarrar el cuchillo antes de que la rebanara. Debía mantenerlo distraído. Prosiguió.

–Salva a esos pobres niños del mal, ¿verdad? Infligiendo su propia maldad, los transforma en mártires. Es todo un héroe. Incluso podría decirse que su maldad es perfecta.

El asesino volvió a rodearle con fuerza la cintura y a apretarla contra él. Se había pasado de la raya. El cuchillo ascendió hasta su garganta, en aquella ocasión, a lo largo, de modo que la afilada hoja le presionaba de extremo a extremo la piel. Con un rápido movimiento, podría degollarla.

–Ésa es diarrea mental de psicólogos. No sabe lo que dice –el grave sonido gutural emergía de un lugar profundo de su ser–. Albert Stucky debió destriparla cuando tuvo oportunidad. Ahora, tendré que acabar el trabajo por él. Necesitamos más luz –la arrastró a la entrada del túnel y sacó una lámpara–. Enciéndala –la hizo ponerse de rodillas, manteniendo el cuchillo en su garganta, y le arrojó una caja de cerillas–. Enciéndala para que pueda mirar.

«Quiero que mires», oyó decir Maggie a Albert Stucky, como si estuviera de pie en el rincón en sombras, esperando. «Quiero que veas cómo lo hago».

Maggie tenía la sensación de que sus dedos pertenecían a otra persona. Los tenía insensibles, pero encendió la lámpara al primer intento. El resplandor amarillo llenó el pequeño espacio. Tenía el cuerpo entero entumecido. La sangre había dejado de fluir por sus venas. Su mente estaba paralizada, desconectada del dolor. Reconocía los síntomas; era Albert Stucky por segunda vez. Su cuerpo reaccionaba a aquel terror abrumador dejando de funcionar.

Costaba trabajo respirar el aire viciado e impregnado del olor de carne podrida. Hasta sus pulmones se negaban a funcionar. La hoja del cuchillo seguía presionándole la garganta. Al asesino le temblaba un poco la mano. ¿Sería de enojo o de miedo? ¿Acaso importaba?

–¿Por qué no gime ni grita? –era enojo.

Maggie no contestó, no podía contestar. Hasta la voz la había abandonado. Pensó en su padre, en aquellos cálidos ojos castaños que le sonreían mientras le ponían la cadenita con la medalla en torno al cuello.

–Te protegerá por dondequiera que vayas. No te la quites nunca, ¿de acuerdo, Maggie, cariño?

«Pero no te protegió a ti, papá», quiso decirle. «Y tampoco protegió a Danny Alverez».

El desconocido la agarró del pelo y tiró para ponerla en pie, sin por ello separar el cuchillo del cuello. Fluyó más sangre entre sus senos.

–¡Di algo! –le gritó por detrás–. Suplícame. Reza.

–Hazlo de una vez –dijo Maggie por fin, en voz baja y con mucho esfuerzo, teniendo que forzar la voz, los labios, la garganta magullada y herida.

–¿Qué? –parecía sinceramente sorprendido.

–Hazlo de una vez –logró repetir, en aquella ocasión con más fuerza.

–¿Maggie? –la voz de Nick resonó en lo alto de la escalera.

El desconocido giró en redondo, sobresaltado, arrastrando a Maggie con él. Como si contemplara la escena desde un rincón, Maggie se vio cerrando la mano en torno a la muñeca del asesino. Logró desasirse justo cuando él retiraba la mano y le daba un tajo. El metal desapareció en su chaqueta, rasgando tela y carne al salir. La empujó con fuerza, lanzándola contra la pared de tierra con un sonoro golpe seco.

Nick bajó corriendo las escaleras con su chorro de luz justo cuando la sombra negra agarraba la lámpara y desaparecía por el agujero. El estante de madera osciló y cayó al suelo.

–¿Maggie? –la luz la cegaba.

–Por el túnel –lo señaló mientras trataba de ponerse de rodillas. Un latigazo de dolor la hizo sentarse otra vez–. No dejes que se escape.

Nick desapareció por el agujero, dejándola en la oscuridad más absoluta. No necesitaba luz para saber que estaba sangrando. Sus dedos no tardaron en localizar el tajo pegajoso del costado. Se metió la mano en el bolsillo, sacó la cadena con la medalla y frotó la superficie lisa con forma de cruz. En muchos sentidos, el fresco metal le recordaba a la hoja del cuchillo. El bien y el mal... ¿realmente era tan delgada la línea que los separaba? Después, se metió la cadena por la cabeza y en torno al cuello ensangrentado.

 

 

Nick intentaba no pensar. Sobre todo, desde que el túnel había empezado a torcerse y a estrecharse, obligándolo a gatear. Ya no podía ver la sombra enmascarada delante de él; las sacudidas de luz de su linterna sólo mostraban oscuridad. Había raíces rotas brotando de la tierra, a veces colgando delante de él, adhiriéndose a su cara como telarañas. Le costaba trabajo respirar. Cuanto más se adentraba en el túnel, menos aire había. Lo poco que quedaba estaba viciado y rancio, le quemaba los pulmones e intensificaba el dolor del pecho.

Notó el pelaje de un animal en la mano. Lanzó la linterna al suelo, falló el tiro y las pilas salieron despedidas. La repentina oscuridad lo sorprendió; el terror estalló en su pecho. Buscó la linterna con frenesí, llenándose los puños de tierra húmeda. Una pila, dos, tres. «Que funcione, por favor». Ni siquiera sabía si podría dar media vuelta en aquel espacio estrecho y curvo, y no se imaginaba gateando hacia atrás hasta el comienzo del túnel.

Enroscó la linterna. Nada. Le dio un golpe, la enroscó mejor, le dio otro golpe. Luz, gracias a Dios. Pero le faltaba el aire. ¿Acaso la oscuridad había consumido todo el oxígeno? Gateó más deprisa. El túnel se estrechaba aún más, haciéndolo arrastrarse con el vientre pegado al suelo. Se impulsó con los codos y los dedos de los pies, como un nadador al avanzar a contracorriente. Nadaba fatal y, en aquellos momentos, tenía la sensación de estar ahogándose, luchando por recobrar aire y tragando la tierra que se desprendía del techo del túnel.

¿Cuántos metros había recorrido? ¿Cuántos metros faltaban por recorrer?. Aparte del ruido de las ratas al corretear, reinaba el silencio. ¿Se estaría enterrando vivo?

¿Cómo podía haber desaparecido la sombra tan deprisa? Y, si aquél era el asesino, ¿a quién había visto Nick perderse entre los árboles?

Aquello era una locura. No sobreviviría, no podía respirar. Tenía la boca seca con el sabor de muerte y podredumbre, y sentía deseos de vomitar. Las paredes se estrechaban aún más, rozándole el cuerpo. Se le desgarraba la ropa, a veces la piel, al rozar salientes de roca o árbol, tal vez incluso huesos.

¿Cuánto faltaría para llegar? ¿Sería una trampa? ¿Se habría saltado un desvío al principio, cuando el túnel parecía enorme y había podido caminar de pie, aunque encorvado? ¿Se le habría pasado por alto otro pasadizo secreto? Eso explicaría que no pudiera ver ni oír al desconocido. ¿Y si aquel túnel no tenía salida y acababa en una pared de tierra?

Cuando ya estaba convencido de que no podría seguir avanzando, la linterna captó una franja blanca por encima de su cabeza. Nieve... taponando el túnel. Con una última oleada de pánico, Nick se abrió paso con las uñas hasta la superficie. De pronto, vio el cielo negro tachonado de estrellas y, a pesar de los kilómetros que creía haber recorrido, se dio cuenta de que ni siquiera había salido del cementerio. Al contrario, se elevaba del suelo como un cadáver entre las tumbas. A menos de un metro de distancia, el ángel negro se cernía por encima de él con un resplandor fantasmal semejante a una sonrisa.

 

 

A Christine le dolía el cuello, como siempre que se quedaba dormida en el sofá. Veía ramas atravesando cristal. ¿Acaso la tormenta había lanzado ramas a través de la ventana del salón? Había oído un ruido de algo que se rompía, y había un agujero en el techo. Sí, hasta podía ver estrellas, miles de ellas, suspendidas por encima de su casa.

¿Dónde estaba la colcha de punto de la abuela Morrelli? Necesitaba algo con lo que repeler la corriente de aire y el frío. «Timmy, sube la calefacción, por favor». Chocolate a la taza, prepararía unos tazones de chocolate humeante para los dos. Pero antes, tendría que quitarse el mueble del pecho. ¿Y dónde estaban sus brazos cuando los necesitaba? Tenía uno al lado, ¿por qué no podía moverlo? ¿Se había quedado dormido, como el resto de su cuerpo?

El resplandor de los faros resultaba molesto; si pudiera encontrar el enchufe, los apagaría. De todas formas, le costaba mucho trabajo mantener los ojos abiertos. Podría volver a conciliar el sueño si dejaba de oír aquel sonido ronco. Emergía del interior de su abrigo, del interior de su pecho. Fuera lo que fuera, resultaba molesto y... y doloroso. Sí, muy doloroso.

¿Qué estaba haciendo el presidente Nixon en las luces? La saludó con la mano. Christine intentó devolverle el saludo, pero todavía tenía el brazo dormido. Nixon entró en su salón y le quitó los muebles del pecho. Después, la trasladó a un lugar donde pudo dormir otra vez.

 

 

Timmy veía su trineo alejarse corriente abajo. El naranja brillante parecía fosforito a la luz de la luna. Se agazapó en la nieve, entre las espadañas de la ribera. Las prácticas de salto en Cutty's Hill habían valido la pena, aunque su madre lo mataría si se enterara.

Se sentía bastante seguro de sí. Entonces, se percató de que había perdido un zapato en el salto. Le dolía el tobillo. Lo tenía hinchado, el doble de grande que el otro. Entonces, vio la sombra negra descolgándose de la loma, aferrándose a raíces y a plantas trepadoras. Se movía deprisa.

Timmy volvió a mirar el trineo, lamentando no haberse quedado en él. El desconocido se acercó a la orilla del río. Él también observaba el trineo. A aquella distancia, no podía ver el interior, así que quizá creyera que Timmy se había quedado dentro. Desde luego, ya no parecía tener prisa. De hecho, se quedó de pie, contemplando el río. Quizá estuviera pensando si lanzarse tras el trineo.

Allí, a la intemperie, el desconocido parecía menos alto y, aunque estaba demasiado oscuro para ver su rostro, Timmy podía ver que ya no llevaba la careta del presidente muerto.

Timmy se hundió aún más en la nieve. La brisa del río estaba cargada de humedad. Empezaron a castañetearle los dientes, y sintió escalofríos. Acercó las rodillas al pecho mientras observaba y esperaba. En cuanto el desconocido se fuera, seguiría la carretera. Parecía muy inclinada, pero sería mejor que volver a atravesar el bosque. Además, debía de conducir a alguna parte.

Por fin, el desconocido dio la impresión de desistir. Hurgó en sus bolsillos, encontró lo que buscaba y encendió un cigarrillo. Después, se volvió y echó a andar en línea recta hacia Timmy.

 

 

Maggie subía los peldaños a cuatro patas, molesta por que las rodillas no la sostuvieran. Sentía fuego en el costado, y las llamas se propagaban hacia dentro, prendiendo su estómago y sus pulmones. Era como si el metal del cuchillo se hubiese roto y estuviera atravesándole las entrañas. Nadie nacía sabiendo pero, Señor, ella ya debería estar acostumbrada. Sin embargo, cuando emergió de la tierra, se mareó al ver su propia sangre a la luz de la luna. Le cubría el costado y le empapaba la ropa, y tenía el cuello alto del jersey lleno de tierra y sangre ennegrecidas.

Se apartó el pelo de la cara, de la frente sudorosa, y se dio cuenta de que tenía la mano ensangrentada. Se quitó la chaqueta y rasgó el forro hasta que obtuvo un trozo de tela lo bastante grande para taponarse el costado. Envolvió puñados de nieve con la tela y se la aplicó a la herida. De pronto, las estrellas del cielo se multiplicaron. Cerró los ojos con fuerza para combatir el dolor. Cuando los abrió, vio acercarse una sombra negra que se tambaleaba entre las lápidas como un borracho. Echó mano a su arma, y los dedos permanecieron posados en la funda vacía. Claro, su pistola yacía en un rincón oscuro del túnel.

–¿Maggie? –la llamó el borracho, y reconoció la voz de Nick. La oleada de alivio fue tan poderosa que se olvidó por completo del dolor durante un segundo o dos.

Estaba rebozado de barro y tierra, y cuando se arrodilló junto a ella, su hedor le produjo náuseas. De todas formas, se recostó en él, y acogió la presión de su brazo.

–¡Santo Dios! Maggie, ¿estás bien?

–Creo que no ha pasado del músculo. ¿Lo has visto? ¿Lo has atrapado?

Vio la respuesta en sus ojos, pero no era sólo decepción. Había algo más.

–Debe de haber un laberinto de túneles ahí abajo –repuso, casi sin aliento–. Y yo escogí el equivocado.

–Hay que detenerlo. Debe de estar en la iglesia. Quizá sea allí donde tiene a Timmy.

–Tenía.

–¿Qué?

–He encontrado la habitación donde lo tenía. Vi el abrigo de Timmy.

–Entonces, hay que encontrarlo –intentó ponerse en pie, pero volvió a caer en los brazos de Nick.

–Creo que hemos llegado demasiado tarde, Maggie –lo oyó decir con la voz anudada–. También he visto... Había una almohada ensangrentada.

Maggie apoyó la cabeza en el pecho de Nick y escuchó los latidos, la respiración entrecortada.

–Dios mío, Maggie, estás desangrándote. Hay que llevarte al hospital. No pienso perder a dos seres queridos en una misma noche.

La incorporó mientras él se ponía en pie a duras penas, todavía tambaleándose un poco. Maggie se aferró a él mientras trataba de ponerse de rodillas. Sentía feroces puñaladas de dolor, abrasadoras y desgarradoras, como agujas de cristal candente. Mientras se apoyaba en el brazo de Nick, se preguntó si habría oído mal. ¿Realmente acababa de decir que la quería?

–No, Maggie. Déjame que te lleve en brazos al Jeep.

–He visto cómo caminabas, Morrelli. Prefiero arriesgarme yendo por mi propio pie –se enderezó y apretó los dientes para soportar el dolor.

–Apóyate en mí.

Ya casi estaban en el Jeep cuando Maggie se acordó de la caja.

–Nick, espera. Tenemos que volver.

 

 

Christine contemplaba las estrellas. No tardó en encontrar la Osa Mayor. Era lo único que sabía reconocer en el cielo nocturno. Sobre el suave lecho de nieve y bajo la cálida aunque áspera manta de lana, apenas se percataba de que yacía en el borde de la carretera. Si conseguía dejar de escupir sangre, tal vez podría dormir.

La realidad volvió a ella con fogonazos de dolor y de recuerdos. Eddie acariciándole el pecho. Metal aplastándose contra sus piernas, aplastándole el pecho. Y Timmy, Señor, Timmy. Notó el sabor dulce de las lágrimas y se mordió el labio para contenerlas. Intentó incorporarse, pero su cuerpo se negaba a escuchar, no lograba comprender las órdenes. Le costaba trabajo respirar. ¿Por qué no podía dejar de respirar, al menos, durante unos minutos?

Las luces surgieron de la nada, doblaron la curva y sé abalanzaron sobre ella. Oyó el chirrido de los frenos. La grava acribilló el metal, los neumáticos patinaron. La luz la cegaba. Cuando dos sombras alargadas salieron del vehículo y se acercaron a ella, imaginó a alienígenas con cabezas abultadas y ojos saltones. Después, comprendió que eran los sombreros lo que les agrandaba la cabeza.

–Christine. Cielos, es Christine.

Sonrió y cerró los ojos. Nunca había oído aquella clase de miedo y pánico en la voz de su padre. ¡Qué tonta era por sentirse tan complacida!

Y cuando su padre y Lloyd Benjamín se arrodillaron junto a ella, lo único que se le ocurrió decir fue:

–Eddie sabe dónde está Timmy.

 

 

Nick intentó convencer a Maggie para que se quedara en el Jeep. Ya habían cortado la hemorragia, pero había perdido mucha sangre y apenas podía mantenerse en pie ella sola. Quizá, hasta estaba delirando.

–No lo entiendes, Nick –siguió protestando. Él se sentía tentado a levantarla en brazos y arrojarla al interior del Jeep. Ya era terrible que no le dejara llevarla al hospital.

–Iré a mirar lo que hay en esa estúpida caja –dijo por fin–. Tú espera aquí.

–Nick, no –le hundió los dedos en el brazo con una mueca de dolor–. Podría ser Timmy.

–¿Qué?

–En la caja.

Aquella posibilidad tuvo el impacto de un puñetazo. Se apoyó en el capó del Jeep, víctima de una repentina debilidad.

–¿Por qué haría una cosa así? –logró decir, aunque se le cerraba la garganta. No quería imaginar a Timmy embutido en una caja–. No es su estilo.

–Lo que está en la caja podría estar ahí para mí.

–No te entiendo.

–¿Te acuerdas de su última nota? Si sabe lo de Stucky, podría estar copiando sus hábitos. Nick, Timmy podría estar dentro de esa caja y, en ese caso, no deberías verlo.

Se la quedó mirando. Tenía la cara manchada de sangre y tierra, y el pelo lleno de telarañas. Apretaba sus hermosos labios a fin de contener el dolor, y encogía los hombros suaves y lisos en su intento de mantenerse en pie. Y, aun así, quería protegerlo.

Nick giró sobre los talones y empezó a subir la loma.

–Nick, espera.

No le hizo caso. Ella no lo seguiría, no podría hacerlo sin su ayuda.

Vaciló en la entrada de la cueva. Después, se obligó a bajar los peldaños. El hedor impregnaba toda la oquedad. Encontró una barra de acero y el revólver de Maggie, y se guardó éste en el bolsillo de la chaqueta. Después, con la barra y la linterna bajo el brazo, levantó la caja y subió despacio los peldaños. Los músculos se negaban a obedecerlo, pero aguantó hasta que salió del agujero infernal y pudo respirar otra vez aire fresco.

Maggie estaba allí, esperando, apoyada en una lápida. Estaba aún más pálida que antes.

–Déjame –insistió, alargando el brazo hacia la barra.

–Puedo hacerlo, Maggie –Nick introdujo la barra debajo de la tapa y empezó a usarla como palanca. Los clavos chirriaron y resonaron en la negrura silenciosa. A pesar de la brisa y del frío, el hedor de la muerte dominaba los sentidos. En cuanto la tapa cedió, volvió a vacilar. Maggie se acercó, alargó el brazo y abrió la caja.

Los dos dieron un paso atrás, pero no fue por el hedor. Cuidadosamente guardado y envuelto en una tela blanca se encontraba el delicado cuerpo de Matthew Tanner.