Miércoles, 29 de octubre 12 страница

 

 

Timmy no tenía adonde huir ni dónde esconderse. Resbaló por la orilla, acercándose al agua. ¿Podría cruzar el río a nado, flotar corriente abajo? Examinó las aguas negras y tempestuosas que corrían veloces junto a él. La corriente era demasiado fuerte, demasiado rápida y demasiado fría.

El desconocido se había detenido para terminarse el cigarrillo, pero no había alterado su rumbo. En el silencio, Timmy lo oía balbucir para sí, pero no podía descifrar lo que decía. De vez en cuando, daba patadas a las piedras para arrojarlas al agua, salpicando a Timmy.

Tendría que probar a refugiarse otra vez en el bosque. Al menos, allí podría esconderse. No sobreviviría si se zambullía; los estremecimientos de frío ya casi eran convulsiones El agua sería aún peor.

Timmy levantó un poco la cabeza. El desconocido estaba encendiendo otro cigarrillo. Aquél era el momento de echar a correr. Se abrió paso por la ribera, arrojando piedras y tierra al agua a su paso, ruidos explosivos que lo delataban. Ni siquiera había alcanzado la carretera cuando el tobillo le falló. Cayó a cuatro patas, se puso en pie a duras penas y, de pronto, se elevó por los aires. Pataleó y arañó el brazo que le rodeaba la cintura. Otro brazo le ciñó el cuello.

–Tranquilízate, mocoso.

Timmy empezó a chillar y a aullar. El brazo se cerró aún más en torno a él, dejándolo sin aire, ahogándolo. Cuando el coche apareció en la carretera serpenteante, el desconocido siguió inmovilizando a Timmy. El coche se detuvo delante de ellos, pero el desconocido no hizo ademán de moverse ni de huir. Los faros cegaban a Timmy, pero reconoció al ayudante Hal. ¿Por qué no lo soltaba el desconocido? El cuello le dolía mucho. Volvió a clavarle las uñas en el brazo. ¿Por qué no salía huyendo?

–¿Qué está pasando aquí? –inquirió el ayudante Hal. El y otro ayudante salieron del coche y se acercaron despacio. Timmy seguía sin comprender por qué no desenfundaban sus pistolas. ¿No se daban cuenta de lo que pasaba? ¿No sabían que el desconocido lo estaba lastimando?

–Encontré al niño escondido en el bosque –les dijo el desconocido, alborozado, orgulloso–. Se podría decir que lo he rescatado.

–Ya lo veo –dijo el ayudante Hal.

No, era mentira. Timmy quería decirles que era mentira, pero no podía respirar, no podía hablar con aquel brazo asfixiándolo. ¿Por qué ponían caras de creer al desconocido? Era el asesino. ¿Por qué no se daban cuenta?

–¿Por qué no subís con nosotros? Vamos, Timmy. Ya estás a salvo.

Muy despacio, el brazo se separó del cuello de Timmy, y pudo apoyar los pies en el suelo. Timmy se desasió y corrió hacia el ayudante Hal, tropezando con el tobillo hinchado. Hal agarró a Timmy por los hombros y lo colocó detrás de él. Después, empuñó su pistola y dijo al desconocido:

–Vamos. Tienes muchas cosas que explicar, Eddie.

Ù

Capítulo 8

Viernes, 31 de octubre

Christine se despertó en una habitación llena de flores. ¿Acaso había muerto? Entre la niebla vio a su madre sentada junto a la cama, y enseguida supo que seguía viva. El equipo de gimnasia rosa y azul que llevaba puesto no sería un atuendo aceptable en el cielo... ni en el infierno.

–¿Cómo te encuentras, Christine? –su madre sonrió y le tomó la mano. Por fin se estaba dejando gris el pelo. Le sentaba bien. Decidió decírselo más tarde, cuando el cumplido pudiera ayudarla a combatir el tercer grado.

–¿Dónde estoy? –era una pregunta estúpida, pero después de tantas horas de alucinaciones y visiones, o lo que fueran, necesitaba saberlo.

–En el hospital, cariño. ¿No te acuerdas? Has salido del quirófano hace un rato.

¿Quirófano? Sólo entonces reparó en los tubos que entraban y salían de su cuerpo. Presa del pánico, retiró las sábanas.

–¡Christine!

Todavía tenía las piernas. Gracias a Dios.

Y podía moverlas. Tenía vendas en un muslo, pero no le importaba mientras pudiera moverlo.

–No querrás pillar una neumonía –su madre volvió a arroparla.

Christine levantó los brazos, flexionó los dedos y contempló cómo los fluidos goteaban hacia sus venas. Que sintiera el pecho y el estómago como picadillo de hígado no le importaba. Al menos, seguía de una pieza.

–Tu padre y Bruce han salido a tomar café. Se alegrarán mucho cuando te encuentren despierta.

–Dios mío, ¿Bruce está aquí? –entonces, Christine se acordó de Timmy, y el pánico empezó a chupar todo el aire de la habitación.

–Dale una segunda oportunidad, Christine –dijo su madre, sin percatarse de la falta de oxígeno repentina–. Esta odisea lo ha cambiado.

¿Odisea? ¿Era un nuevo término para designar la desaparición de su hijo? En aquel momento, Nick asomó la cabeza por la puerta, y Christine sintió una oleada de alivio. Tenía un nuevo corte en la frente, pero los cardenales y la hinchazón de la mandíbula resultaban casi imperceptibles. Llevaba una camisa azul impecable, corbata oscura, vaqueros azules y chaqueta de sport también oscura. Dios, ¿cuánto tiempo llevaba dormida? Tenía la impresión de que iba vestido para un funeral. Volvió a acordarse de Timmy, y una nueva oleada de pánico y terror le encogió el corazón.

–Hola, cariño –dijo su madre cuando Nick se inclinó para besarle la mejilla. Christine se los quedó mirando, tratando de ver alguna señal. ¿Se atrevía a preguntarlo? ¿Mentirían sólo para protegerla? ¿Creían que era demasiado frágil?

–Quiero la verdad, Nicky –barbotó en una voz tan estridente que no le parecía suya. Los dos se la quedaron mirando, sobresaltados, preocupados. Pero Christine vio en la mirada de Nick que su hermano sabía muy bien a qué se refería.

–Está bien. Si es eso lo que quieres... –regresó a la puerta, y ella quiso gritarle que no se fuera, que le hablara.

–Nicky, por favor –dijo, sin importarle lo patética que pudiera sonar.

Nick abrió la puerta, y Timmy apareció en el umbral, como un espectro. Christine pestañeó. ¿Estaría alucinando otra vez? Timmy se acercó cojeando, y ella vio los arañazos y cardenales, el corte en la mejilla y el labio hinchado y amoratado. A pesar de todo, tenía el rostro y el pelo muy limpios, la ropa recién planchada. Hasta llevaba zapatillas de deporte nuevas. ¿Habría sido una horrible pesadilla?

–Hola, mamá –dijo, como si fuera una mañana cualquiera. Subió a la silla que su abuela le indicó, y se arrodilló sobre el asiento para estar más alto. Christine dio rienda suelta a las lágrimas; no tenía elección. ¿Sería real? Le tocó el hombro, le alisó el remolino y le acarició la mejilla.

–Vamos, mamá. Todo el mundo puede vernos –protestó. Fue entonces cuando ella supo que era real.

 

 

Nick escapó antes de que la escena se pusiera demasiado sentimental, antes de que se le enturbiara la vista. Todavía le costaba trabajo creerlo. Dobló la esquina y estuvo a punto de tropezar con su padre, que retrocedió, como si lo preocupara derramar el café que llevaba.

–Cuidado, hijo. Te vas a perder muchas cosas yendo tan deprisa por la vida.

Miró a su padre a los ojos y enseguida vio en ellos la crítica sarcástica, pero estaba demasiado eufórico para permitir que Antonio Morrelli le aguara la fiesta. Así que sonrió y empezó a pasar de largo.

–No es Eddie, ¿sabes? –le dijo su padre.

–¿Ah, no? –Nick se detuvo y se dio la vuelta–. Pues esta vez será un tribunal quien lo decida, no Antonio Morrelli.

–¿Qué diablos quieres decir con eso?

Nick dio un paso hacia él y sostuvo su mirada.

–¿Ayudaste a aportar pruebas falsas contra Jeffreys?

–Cuidado con lo que dices, chico. Yo no he falsificado nada.

–Entonces, ¿cómo explicas las discrepancias?

–En lo referente a mí, no había discrepancias. Hice lo que fue necesario para condenar a ese hijo de perra.

–Pasaste por alto pruebas.

–Sabía que Jeffreys había matado al pequeño Wilson. Tú no viste a ese niño, no viste lo que le hizo pasar. Jeffreys merecía morir.

–No te atrevas a hacer tus horrores superiores a los míos –replicó Nick, con los puños cerrados pero tranquilos a los costados–. Esta semana he visto suficientes para toda una vida. Puede que Jeffreys mereciera morir pero, al inculparlo de los otros dos asesinatos, dejaste libre a otro asesino. Cerraste la investigación. Hiciste creer a todo el pueblo que estaba otra vez a salvo.

–Hice lo que creí necesario.

–Eso no me lo digas a mí, díselo a Laura Alverez y a Mi– chelle Tanner. Explícales cómo hiciste lo que era necesario.

Nick se alejó con paso ligero. Era un pequeño triunfo poder decirle a Antonio Morrelli que había obrado mal. Caminó un poco más erguido mientras oía resonar sus botas en el silencioso pasillo.

Se detuvo en el puesto de enfermeras y se sorprendió al ver a la secretaria vestida con una capa negra y un gorro puntiagudo de bruja. Tardó un momento en reparar en la calabaza naranja y negra y en los recortes con forma de fantasma. Pues claro, era Halloween. Hasta el sol se había dignado a salir, lo bastante luminoso y tibio para empezar a derretir parte de la nieve.

Esperó con paciencia mientras la secretaria enumeraba los ingredientes de una receta por teléfono. Le indicó a Nick con la mirada que sólo sería un minuto, pero no había prisa en su voz.

–Hola, Nick –Sandy Kennedy se acercó por detrás, pasó junto a la secretaria y levantó una carpeta de pinza.

–Sandy, por fin te han puesto en el turno de día –sonrió a la exuberante morena, mientras pensaba en su estúpido comentario. ¿Por qué no «qué tal estás» o «cuánto tiempo hacía que no te veía»? Entonces, se preguntó si habría algún lugar en aquella ciudad al que pudiera ir sin tropezarse con una antigua amante o aventura de un día.

–Parece que Christine está mejor –dijo Sandy, pasando por alto su estúpido comentario.

Nick intentó recordar por qué nunca había profundizado su relación con ella. Bastaba con verla para recordar lo hermosa y alegre que era. Pero claro, así eran todas las mujeres que escogía. Sin embargo, ninguna podía compararse a Maggie O'Dell.

–Nick, ¿estás bien? ¿Podemos hacer algo por ti?

Tanto Sandy como la secretaria se lo habían quedado mirando.

–¿Podéis decirme qué habitación tiene la agente O'Dell?

–La 372 –dijo la secretaria sin mirarlo–. Al final del pasillo a la derecha. Aunque puede que se haya ido.

–¿Que se ha ido?

–Pidió el alta y estaba esperando a que le llevaran algo de ropa. La tenía bastante sucia anoche cuando ingresó –le explicó, pero Nick ya se alejaba por el pasillo.

Irrumpió en la habitación sin llamar, sobresaltando a Maggie, que se dio la vuelta rápidamente en su puesto junto a la ventana y después, se mantuvo contra la pared, para que él no viera el camisón quirúrgico abierto por la espalda.

–Dios, Morrelli, ¿es que no sabes llamar?

–Lo siento –se le tranquilizó el corazón, que empezaba a recuperar su ritmo normal. Maggie estaba magnífica. Volvía a tener el pelo brillante y suave, y su piel cremosa había recuperado el color. Y los ojos, aquellos ojos castaños... destellaban–. Me habían dicho que podías haberte ido.

–Estoy esperando a que me traigan algo de ropa. Una de esas voluntarias del hospital se ofreció a ir de compras en mi lugar –dio varios pasos, con cuidado de mantener la espalda hacia la pared–. De eso hace un par de horas. Espero que no vuelva con algo rosa.

–Entonces, ¿el médico ya te ha dado el alta? –Nick intentó formular la pregunta con naturalidad, pero ¿reflejaba su voz demasiada preocupación?

–Lo deja en mis manos.

Nick sostuvo la mirada de Maggie. No le importaba si ella veía la preocupación en sus ojos. A decir verdad, quería que la viera.

–¿Qué tal está Christine? –preguntó Maggie por fin.

–La operación ha ido bien.

–¿Y la pierna?

–El médico asegura que no sufrirá una lesión permanente. Acabo de llevarle a Timmy para que lo viera.

La mirada de Maggie se suavizó, aunque parecía distante.

–Es como para creer en los finales felices –dijo.

Volvió a mirarlo a los ojos, en aquella ocasión, sonriendo débilmente, una tenue elevación de las comisuras de los labios. Dios, qué hermosa estaba cuando sonreía. Quería decírselo. Abrió la boca, de hecho, para hacerlo, pero se lo pensó mejor. ¿Se habría dado cuenta Maggie del susto que se había llevado al pensar que se había ido sin despedirse? ¿Sabría el efecto que producía en él? Al diablo con su marido, con su matrimonio. Debía correr el riesgo, decirle que la amaba. En cambio, dijo:

–Esta mañana hemos detenido a Eddie Gillick –ella se sentó en el borde de la cama y esperó a oír más–. También hemos vuelto a interrogar a Ray Howard. Esta vez ha reconocido que a veces le prestaba a Eddie la vieja camioneta.

–¿El día que Danny desapareció?

–Howard no podía recordarlo. Pero hay más, mucho más. Eddie entró a trabajar en la oficina del sheriff el verano previo a los primeros asesinatos. La policía de Omaha le había dado una carta de recomendación, pero tenía tres amonestaciones en su expediente, todas ellas por uso innecesario de la fuerza en las detenciones. Dos de los casos eran de delincuentes juveniles. Hasta le rompió el brazo a un crío.

–¿Y la extremaunción?

–La madre de Eddie, madre soltera, por cierto, estaba pluriempleada para poder mandarlo a un colegio católico.

–No lo sé, Nick.

No parecía convencida. A Nick no lo sorprendía. Prosiguió.

–Podría haber falsificado las pruebas de Jeffreys fácilmente. También tenía acceso al depósito de cadáveres. De hecho, estuvo allí ayer por la tarde, recogiendo las fotografías de la autopsia. Podría haberse llevado el cadáver de Matthew al percatarse de que las marcas de dentelladas de las fotografías podrían identificarlo. Además, habría sido fácil para él hacer unas cuantas llamadas, utilizar su número de placa para obtener información sobre Albert Stucky.

Vio la contracción nerviosa, la leve mueca a la sola mención de aquel bastardo. Nick se preguntó si sería consciente de ello.

–El depósito de cadáveres nunca está cerrado con llave –replicó Maggie–. Cualquiera podría entrar allí. Y gran parte de lo que ocurrió con Stucky apareció publicado en los periódicos y la prensa amarilla.

–Aún hay más –lo había dejado para el final. La prueba que más lo incriminaba era la más cuestionable–. Encontramos algunas cosas en el maletero de su coche –dejó que Maggie viera su escepticismo. ¿Sería «Ronald Jeffreys segunda parte»? Ambos estaban pensando lo mismo.

–¿Qué cosas? –preguntó con interés.

–La careta de Halloween, un par de guantes negros y un trozo de cuerda.

–¿Por qué iba a llevar todo eso en el maletero de su vehículo abandonado si sabía que le seguíamos la pista? Sobre todo, si era responsable de haber inculpado a Jeffreys de la misma manera. Además, ¿cómo pudo tener tiempo para hacer todo lo que hizo?

Era eso exactamente lo que Nick se había preguntado, pero ansiaba desesperadamente que aquella pesadilla terminara.

–Mi padre acaba de reconocer que sabía que alguien podía haber amañado las pruebas.

–¿Lo ha reconocido?

–Digamos que ha reconocido no percatarse de las incoherencias.

–¿Cree tu padre que Eddie puede ser el asesino?

–Ha dicho que estaba seguro de que no lo era.

–¿Y eso te convence aún más de que lo es?

Dios, qué bien lo conocía.

–Timmy tiene un mechero del secuestrador con el emblema de la oficina del sheriff. Era como un obsequio que hacía mi padre a sus hombres. No dio muchos. Eddie era uno entre cinco.

–Los mecheros se pierden –dijo Maggie. Se puso en pie y avanzó hacia la ventana.

En aquella ocasión, sus pensamientos estaban muy lejos de allí. Hasta se olvidó de la abertura del camisón quirúrgico. Aunque desde donde estaba, Nick sólo podía ver una rendija de su espalda y parte de un hombro, el camisón la hacía parecer pequeña y vulnerable. Se imaginó estrechándola entre sus brazos, envolviéndola con todo su cuerpo, pasando las horas tumbado con ella, tocándola, deslizando las manos por su piel sedosa, los dedos por su pelo.

Dios, ¿de dónde salía todo aquello? Se llevó el dedo pulgar y el índice a los párpados, fingiendo agotamiento, cuando en realidad era esa imagen lo que necesitaba desechar.

–¿Todavía crees que es Keller? –preguntó, pero ya conocía la respuesta.

–No lo sé. Puede que me cueste aceptar que estoy perdiendo facultades.

Nick se identificaba con ella.

–¿Eddie no coincide con tu perfil?

–El hombre de ese subterráneo no era una persona impulsiva que perdía los estribos y descuartizaba a niños pequeños. Era una misión para él, una misión bien planeada y ejecutada. Cree estar salvando a esos niños –siguió mirando por la ventana, rehuyendo los ojos de Nick.

Nick no había llegado a preguntarle qué había ocurrido en el subterráneo antes de su llegada. Las notas, el juego, las referencias a Albert Stucky, le parecían demasiado personales. Quizá ya no pudiera esperar que Maggie fuera objetiva.

–¿Qué dice Timmy? –por fin, se volvió hacia él–. ¿Puede identificar a Eddie?

–Anoche parecía seguro, pero eso fue después de que Eddie lo persiguiera y lo atrapara. Eddie afirma que lo vio en el bosque y que fue tras él para rescatarlo. Esta mañana, Timmy ha reconocido que no llegó a ver la cara del hombre. Pero no puede ser una mera coincidencia, ¿no?

–No, todo apunta a que tienes un caso –Maggie se encogió de hombros.

–La cuestión es ¿tengo un asesino?

 

 

Embutió sus escasas pertenencias en la vieja maleta. Deslizó los dedos por la tela de la bolsa, un vinilo barato que se agrietaba fácilmente. Hacía años que había perdido la combinación, así que evitaba usar el candado. Hasta el asa era una masa de cinta adhesiva negra, pegajosa en verano, dura y áspera en invierno. Sin embargo, era lo único que conservaba de su madre.

La había robado de debajo de la cama de su padre la noche que huyó de su hogar. Hogar... ¡qué disparate! Nunca se lo había parecido, y menos aún cuando su madre murió. Sin ella, la casa de ladrillo de dos plantas se había convertido en una cárcel y había aceptado su castigo noche tras noche durante casi tres semanas antes de irse.

Incluso la noche de su fuga, esperó a que su padrastro terminara y se quedara dormido, exhausto. Robó la maleta de su madre y guardó sus pertenencias mientras la sangre todavía chorreaba por su entrepierna. Al contrario que su madre, se había negado a acostumbrarse a las embestidas profundas y violentas de su padrastro, y los desgarrones nuevos y viejos no se cerraban. Aquella noche, apenas podía caminar, pero logró recorrer los diez kilómetros que lo separaban de la iglesia católica de Nuestra Señora de Lourdes, donde el padre Daniel le ofreció cobijo.

Pagó un precio similar por el alojamiento y la comida pero, al menos, el padre Daniel fue amable, suave y pequeño. No hubo más lágrimas ni desgarrones, sólo humillación, que aceptó como parte de su castigo. A fin de cuentas, era un asesino. Aquella mirada horrible todavía lo acosaba en sueños. La mirada de estupefacción que reflejaban los ojos muertos de su madre mientras yacía en el suelo del sótano, con el cuerpo retorcido y roto.

Cerró la maleta con fuerza, como si así pudiera cerrar la imagen.

Su segundo asesinato había sido mucho más fácil, un gato vagabundo que el padre Daniel había acogido. Al contrario que él, el gato había recibido comida y alojamiento gratis. Quizá eso hubiera sido razón suficiente para matarlo. Recordaba la tibieza de su sangre al degollarlo.

A partir de ahí, cada asesinato se había convertido en una revelación espiritual, en una inmolación. Hasta que no estuvo en su segundo año en el seminario, no mató a su primer niño, un incauto repartidor con ojos tristes y pecas. El niño le había recordado a él. Así que, por supuesto, había tenido que matarlo, para sacarlo de su desgracia, para salvarlo, para salvarse a sí mismo.

Consultó su reloj y supo que tenía tiempo de sobra. Colocó la maleta con cuidado junto a la puerta, junto a la bolsa de lona gris y negra que había preparado antes. Después, lanzó una mirada al periódico que estaba plegado limpiamente sobre la cama, y el titular le arrancó otra sonrisa. Ayudante del sheriff sospechoso de asesinar a los dos niños.

Había sido deliciosamente fácil. El día que encontró el encendedor de Eddie Gillick en el suelo de la furgoneta azul, supo que aquel matón astuto y arrogante sería su chivo expiatorio perfecto. Casi tan perfecto como Jeffreys.

Todas aquellas tardes charlando de trivialidades, jugando a las cartas con aquel ególatra, habían dado fruto. Había fingido mostrarse interesado en la última conquista sexual de Gillick, sólo para ofrecerle perdón y absolución cuando al ayudante se le pasaba la borrachera. Había fingido ser su amigo cuando, en realidad, el presumido sabelotodo le revolvía el estómago. Gracias a su deseo de presumir, había averiguado que tenía mal genio y que lo volcaba en «gamberros» y en «furcias calientabraguetas» que, según Gillick, «se lo estaban buscando». En muchos sentidos, Eddie Gillick le recordaba a su padrastro, por lo que su condena sería aún más dulce.

¿Y por qué no iban a condenarlo, con su comportamiento autodestructivo y esas pruebas condenatorias introducidas limpiamente en el maletero de su Chevy accidentado? ¡Qué fortuna habérselo encontrado en el bosque así y haber podido introducir las pruebas fatales! Igual que con Jeffreys.

Ronald Jeffreys había acudido a él para confesarle el asesinato de Bobby Wilson. Cuando le pidió la absolución, no detectó ni rastro de arrepentimiento en su voz. Jeffreys se merecía morir. Y también había sido sencillo: una llamada anónima a la oficina del sheriff y unas cuantas pruebas que lo incriminaban.

Sí, Ronald Jeffreys había sido el chivo expiatorio perfecto, al igual que Daryl Clemmons. El joven seminarista había compartido con él sus temores homosexuales, sin saber que se estaba ofreciendo para pagar por el asesinato de aquel pobre e indefenso chico de los periódicos. Ese pobre niño cuyo cuerpo encontraron cerca del río que pasaba junto al seminario. Después, estaba Randy Maiser, un desafortunado vagabundo que se había presentado en la iglesia católica de Santa María buscando refugio. El pueblo de Wood River no había tardado en condenar al andrajoso desconocido cuando uno de sus pequeños apareció muerto.

Ronald Jeffreys, Daryl Clemmons y Randy Maiser... todos ellos cabezas de turco perfectos. Y, por último, Eddie Gillick.

Volvió a mirar el periódico, y sus ojos se posaron en la fotografía de Timmy. La decepción echó a perder su buen humor. Aunque la huida de Timmy le había procurado un alivio sorprendente, era aquella huida lo que lo obligaba a realizar un éxodo repentino. ¿Cómo podría seguir viviendo día a día sabiendo que había fallado al pequeño? Y, con el tiempo, Timmy reconocería sus ojos, su manera de andar, su culpabilidad. Culpabilidad por no haber podido salvar a Timmy Hamilton. A no ser...

Levantó el periódico y buscó el reportaje sobre la huida de Timmy y el accidente de su madre, Christine. Lo recorrió con la mirada, guiándose con el dedo índice hasta que reparó en la uña serrada y mordida. Entonces, encontró el párrafo, casi al final. Sí, el padre divorciado de Timmy, Bruce, había regresado a Platte City.

Volvió a consultar su reloj. El pobre Timmy, con todos aquellos cardenales... Se merecía una segunda oportunidad de ser salvado. Sí, podía hacer tiempo para algo tan importante.

 

 

Maggie quería decirle a Nick que todo había acabado, que ya no volverían a desaparecer más niños pequeños. Pero ni siquiera mientras repasaban el caso contra Eddie Gillick podía desechar la comezón de la duda. ¿Se estaría obcecando al negarse a creer que podía estar equivocada?

Ojalá la voluntaria del hospital fuera tan puntual como dicharachera. ¿Cómo se podía mantener una conversación seria con aquellos camisones tan finos? ¿Y tanta molestia sería proporcionarle una bata, un cinturón, cualquier cosa que le cubriera el trasero?

Podía ver a Nick ejerciendo una prudencia extrema con la mirada, pero unos despistes momentáneos bastaban para hacerle recordar que estaba completamente desnuda bajo aquella prenda abierta. Y lo peor era el maldito hormigueo que le recorría la piel cada vez que él la miraba, hormigueo que se concentraba entre sus muslos. Todo su cuerpo perdía el control en presencia de Nick.

–Está bien, da la impresión de que Eddie Gillick podría ser culpable –reconoció Maggie, tratando de no pensar en las reacciones. Cruzó los brazos sobre el pecho y regresó a la ventana, con cuidado de mantener la espalda hacia la pared.