Miércoles, 29 de octubre 13 страница

Aquel día el cielo estaba tan azul e inmenso que parecía artificial; no se vislumbraba ni una sola nube. Casi toda la nieve de las aceras y de los jardines se había derretido; muy pronto, desaparecerían los montones de hielo embarrado de las calles. Los árboles que no habían perdido las hojas relucirían con tonos dorados, rojizos y naranjas. Era como si se hubiera roto el hechizo, como si hubiera levantado una maldición, y todo hubiese recuperado la normalidad. Todo salvo el pequeño tirón en el vientre de Maggie, no de los puntos, sino de su propia duda.

–¿Y qué estaba haciendo Christine anoche con Eddie?

–Esta mañana no hemos hablado de eso. Anoche, dijo que Eddie iba a llevarla a casa, pero que le hizo tomar un desvío. Le dijo que si se acostaba con él, le diría dónde estaba Timmy.

–¿Dijo que sabía dónde estaba Timmy?

–Eso afirmó Christine. Claro que podría estar sufriendo alucinaciones. También me dijo que el presidente Nixon la dejó en el borde de la carretera.

–La careta, claro. Sacó a Christine del coche y guardó el disfraz en el maletero.

–Después, fue a perseguir a Timmy por el bosque –añadió Nick–. Claro que debió de ser después de intentar violar a Christine y de atacarte a ti en el subterráneo del cementerio. Un tipo muy ajetreado.

Se miraron a los ojos. Lo obvio quedaba sin decir; provocaba el mismo pánico y la misma decepción que los había llevado a aquel punto.

–¿Intentó algo contigo? –preguntó Nick por fin.

–¿A qué te refieres?

–Ya sabes, ¿intentó...?

–No –lo interrumpió Maggie, para ahorrarle la incomodidad–. No, no hizo nada de eso.

Maggie recordaba cómo el asesino le había rozado el pecho sin querer al sacarle la pistola de la parka y cómo había retirado la mano en lugar de prolongar el contacto. Cuando le había susurrado al oído, en ningún momento le había tocado la piel. No estaba interesado en el sexo, ni con hombres ni, mucho menos, con mujeres. A fin de cuentas, su madre era una santa. Recordó las imágenes de los mártires del dormitorio del padre Keller. El sacerdocio y el voto de celibato habrían sido un escape excelente, un escondite ideal.

–Tenemos que interrogar a Keller por última vez –le dijo a Nick.

–No tienes pruebas contra él, Maggie.

–Compláceme.

–¿Señora O'Dell? –una enfermera asomó la cabeza por la puerta–. Tiene visita.

–Ya era hora –dijo Maggie, esperando ver a la voluntaria rubia y dicharachera.

La enfermera abrió la puerta y sonrió con coquetería al apuesto hombre de pelo rubio vestido con traje de Armani. Llevaba una bolsa de viaje barata y una funda de trajes colgada del brazo.

–Hola, Maggie –dijo. Entró en la habitación como si fuera el dueño, y lanzó una mirada a Nick antes de desplegar para ella su sonrisa de abogado de un millón de dólares.

–¡Greg! ¿Se puede saber qué haces aquí?

 

 

Timmy oyó a la máquina expendedora tragarse sus monedas antes de hacer su elección. Estuvo a punto de escoger un Snickers, pero se acordó y pulsó la tecla de los KitKat.

Intentaba no pensar en el desconocido ni en la pequeña habitación. Debía concentrarse en su madre y ayudarla a ponerse mejor. Lo asustaba verla así, en la enorme cama de hospital, enganchada a todas aquellas máquinas que gorgoteaban, zumbaban y hacían clics. Tenía buen aspecto, hasta parecía alegrarse de ver a Bruce... después de haberle gritado, claro. Pero, en aquella ocasión, su padre no le había devuelto los gritos. No hacía más que decir lo mucho que lo sentía. Cuando Timmy había salido de la habitación, su padre estaba dándole la mano a su madre, y ella se lo estaba consintiendo. Eso debía de ser una buena señal, ¿no?

Timmy estaba sentado en la silla de plástico de la sala de espera. Rasgó el envoltorio de la chocolatina y separó una barrita. El abuelo Morrelli iba a llevarle un bocadillo del Subway en cuanto él y la abuela hubieran inspeccionado el asado de carne de la cafetería. El Subway estaba al otro lado de la calle, pero Timmy no había desayunado. Se metió la barrita en la boca y dejó que se derritiera antes de mascar.

–Creía que eras adicto a los Snickers.

Timmy giró en redondo sobre la silla, sobresaltado. Ni siquiera había oído las pisadas.

–Hola, padre Keller –balbució con la boca llena.

–¿Qué tal estás, Timmy? –el sacerdote le dio una palmadita en el hombro, y prolongó el contacto en su espalda.

–Bien –Timmy se tragó el resto de la chocolatina y se limpió los labios–. A mi madre la han operado esta mañana.

–Eso he oído –el padre Keller dejó una bolsa de lona en el asiento contiguo al de Timmy y se arrodilló delante de él.

A Timmy le agradaba eso del padre Keller, cómo lo hacía sentirse especial. Parecía interesarse sinceramente en él. Timmy podía verlo en aquellos suaves ojos azules que a veces parecían tan tristes. El padre Keller se preocupaba de verdad. Aquellos ojos... Timmy volvió a mirar y, de pronto, se le hizo un nudo en el estómago. Aquel día, notaba algo distinto en los ojos del padre Keller, pero no sabía lo que era. Se movió con incomodidad en el asiento, y el padre Keller pareció preocupado.

–¿Estás bien, Timmy?

–Sí... Sí. Debe de ser tanto azúcar de golpe. No he desayunado. ¿Va a alguna parte? –le preguntó, y señaló la bolsa de lona.

–Voy a llevar al padre Francis a su lugar de sepultura. Por eso he venido aquí, para cerciorarme de que tienen su cuerpo preparado.

–¿Está aquí? –Timmy no había tenido intención de susurrar, pero fue así como le salió.

–Abajo, en el depósito. ¿Quieres acompañarme?

–No sé. Estoy esperando a mi abuelo.

–Sólo serán unos minutos, y te gustará verlo. Parece salido de Expediente X.

–¿En serio? –Timmy recordaba haber visto a la agente especial Scully haciendo autopsias. Se preguntó si los muertos estarían realmente rígidos y grises–. ¿Seguro que no pasa nada si lo acompaño? ¿No se enfadarán los del hospital?

–No, nunca hay nadie por ahí abajo.

El padre Keller se puso en pie y levantó la bolsa de lona. Esperó mientras Timmy se terminaba el KitKat, pero se le cayó el envoltorio sin querer. Cuando el padre Keller se arrodilló para recogerlo, Timmy reparó en sus Nike blancas e impecables, como de costumbre. Sólo que aquel día tenía... tenía un nudo en uno de los cordones. Un nudo para unir las dos partes rotas del cordón. A Timmy se le cerró aún más el estómago.

Se levantó despacio, un poco mareado. Una subida de azúcar, no era más que eso. Alzó la vista al rostro sonriente del padre Keller, y a la mano que el sacerdote le tendía. Una última mirada al zapato. ¿Por qué tenía el padre Keller un nudo en el cordón?

 

 

–¿Cómo has sabido que estaba en el hospital? –preguntó Maggie cuando Greg y ella se quedaron a solas. Extendía los trajes que había guardado con cuidado días atrás, complacida con su aspecto a pesar de los dos viajes por medio país.

–No lo he sabido hasta que no me he presentado en la oficina del sheriff. Una cabeza hueca con minifalda de cuero me ha dicho dónde podía encontrarte.

–No es una cabeza hueca –Maggie no podía creer que estuviera defendiendo a Lucy Burton.

–Esto sólo refuerza mi idea, Maggie.

–¿Tu idea?

–Este trabajo es demasiado peligroso.

Maggie hurgó en la bolsa de viaje que le había llevado, manteniéndose de espaldas a él y tratando de no prestar atención a su creciente enojo. Se concentró en la alegría de haber recuperado su ropa. Quizá fuera ridículo, pero tocar sus prendas interiores le procuraba una sensación de control y seguridad.

–¿Por qué no lo reconoces de una vez? –insistió Greg.

–¿Qué quieres que reconozca?

–Que este trabajo es demasiado peligroso.

–¿Para quién, Greg? ¿Para ti? Porque para mí eso no es ningún problema. Siempre he sabido que correría riesgos.

Mantuvo la calma y volvió la cabeza para mirarlo. Greg estaba dando vueltas con las manos en las caderas, como si estuviera esperando un veredicto.

–Cuando te pedí que fueras a recogerme el equipaje al aeropuerto, no quería decir que tuvieras que traérmelo –intentó sonreír, pero él parecía decidido a no dejarla escapar tan fácilmente.

–El próximo año me harán socio del bufete. Estamos en camino, Maggie.

–¿En camino adonde? –sacó un sujetador y una braguita a juego.

–No deberías perseguir a los asesinos en su terreno. Por el amor de Dios, Maggie, tienes ocho años de antigüedad en el FBI. Ya tienes influencia para ser... no sé, una supervisora, una instructora... algo, cualquier cosa.

–Me gusta lo que hago, Greg –empezó a quitarse su odioso camisón, vaciló y volvió la cabeza. Greg elevó las manos y puso los ojos en blanco.

–¿Qué? ¿Quieres que me vaya? –su voz estaba cargada de sarcasmo y un ápice de enojo–. Sí, quizá deba irme para que puedas hacer pasar a tu cowboy.

–No es mi cowboy –Maggie notó cómo el enfado le teñía las mejillas de rubor.

–¿Por eso no me has devuelto las llamadas? ¿Hay algo entre tú y ese sheriff Mazas?

–No digas tonterías, Greg –se quitó el camisón y se puso las braguitas. Le dolía inclinarse y levantar los brazos. Daba gracias porque la venda le cubriera los antiestéticos puntos.

–Dios mío, Maggie.

Giró en redondo y lo encontró mirándole el hombro herido con una mueca que distorsionaba sus hermosos rasgos. No podía evitar preguntarse si la mueca era de desagrado o de preocupación. Greg le recorrió el resto del cuerpo con la mirada, y por fin la clavó en la cicatriz que tenía debajo del pecho. De pronto, Maggie se sintió vulnerable y avergonzada, lo cual no tenía sentido. A fin de cuentas, se trataba de su marido. Aun así, echó mano al camisón y se cubrió el pecho.

–No todo es de la noche anterior –dijo Greg, y el enojo prevalecía sobre la preocupación–. ¿Por qué no me lo dijiste?

–¿Por qué no te diste cuenta?

–Entonces, ¿la culpa es mía? –una vez más elevó las manos. Era un gesto que Maggie reconocía de cuando practicaba sus alegatos finales. Quizá funcionara con los jurados. Para ella, era un melodrama sin valor, una mera táctica para llamar la atención. ¡Cómo se atrevía a utilizar sus cicatrices para eso!

–No tiene nada que ver contigo.

–Eres mi esposa. Tu trabajo te deja el cuerpo lleno de costurones. ¿Por qué no iba a preocuparme? –su tez pálida se puso púrpura de ira, amplios ronchones que parecían un sarpullido.

–No estás preocupado. Estás furioso porque no te lo he contado.

–Por supuesto que estoy furioso. ¿Por qué no me lo has contado?

Maggie arrojó el camisón sobre la cama para que pudiera ver bien la cicatriz.

–Esto es de hace un mes, Greg –dijo, y deslizó el dedo por el recuerdo que le había dejado Stucky–. Casi todos los maridos se habrían dado cuenta. Pero ya no hacemos el amor, así que ¿cómo ibas a fijarte? Ni siquiera te has percatado de que ya no duermo a tu lado, de que me paso las noches dando vueltas. No te preocupas por mí, Greg.

–Eso es absurdo. ¿Cómo puedes decir que no me preocupo por ti? Por eso precisamente quiero que dejes el FBI.

–Si de verdad te preocuparas, comprenderías lo importante que es mi trabajo para mí. No, te preocupa más la imagen que doy de ti. Por eso no quieres que trabaje fuera de la oficina. Quieres poder decirles a tus amigos y socios que soy un pez gordo del FBI, que tengo un despacho enorme con una secretaria que te hace esperar cuando me llamas. Quieres que me ponga vestiditos sexys en tus selectas fiestas de abogados para así poder presumir de mí, y mis horribles cicatrices no encajan en ese escenario. Pues ésta soy yo, Greg –dijo, con las manos en las caderas, tratando de no prestar atención al escalofrío que sentía en el cuerpo–. Así soy. Puede que ya no encaje en tu estilo de vida de club selecto.

Greg movió la cabeza, como un padre impaciente con su hija descarriada. Ella volvió a tomar el camisón arrugado y se cubrió los senos, sintiéndose vulnerable; había dejado al descubierto algo más que su desnudez.

–Gracias por traerme mis cosas –le dijo en voz baja, con calma–. Ahora quiero que te vayas.

–Bien –se puso la gabardina–. ¿Qué tal si almorzamos juntos cuando te hayas calmado?

–No, quiero que te vayas a casa.

Se la quedó mirando. Sus ojos grises se enfriaron, y sus labios fruncidos reprimieron las palabras de enojo. Maggie se acorazó contra el próximo ataque, pero Greg giró sobre sus talones y salió de la habitación.

Maggie se dejó caer sobre la cama; el dolor del costado sólo era una pequeña contribución a su agotamiento. Apenas oyó el golpe de nudillos en la puerta, pero se preparó para repeler la furia de Greg. Sin embargo, fue Nick el que entró y, nada más verla, giró en redondo.

–Perdona, no sabía que no estabas vestida.

Maggie bajó la vista, y sólo entonces advirtió que únicamente llevaba puestas unas braguitas y el delgado camisón apretado contra el pecho, que apenas cubría nada. Lo miró para asegurarse de que seguía de espaldas a ella y rescató el sujetador de la bolsa para ponérselo con dificultad. Las punzadas del costado entorpecían sus movimientos.

–En realidad, debería ser yo quien se disculpara –dijo, recurriendo al sarcasmo de Greg–. Al parecer, mi cuerpo lleno de cicatrices repugna a los hombres.

Tomó una blusa del montón y metió los brazos por las mangas. Nick le lanzó una mirada por encima del hombro, pero volvió a su posición inicial.

–Dios, Maggie, a estas alturas ya deberías saber que te equivocas de persona al decir eso. Hace días que intento encontrar algo en ti que no me ponga a cien.

Oyó la sonrisa en la voz de Nick. Dejó de abrocharse los botones, porque el levé temblor, la oleada de calor, le impedían continuar. Contempló la espalda de Nick y se preguntó cómo podía hacerla sentirse tan sensual, tan llena de vida, sin ni siquiera mirarla.

–De todas formas, no pretendía importunarte, pero hay un pequeño problema para interrogar al padre Keller.

–Ya lo sé, no tenemos suficientes pruebas.

–No, no es eso –otra mirada para comprobar si ella estaba visible. Maggie tenía los pantalones a medio muslo, pero volvió a mirar hacia la puerta.

–Si no son las pruebas, ¿cuál es el problema?

–Acabo de telefonear a la casa parroquial y he hablado con la cocinera. El padre Keller se ha ido, y Ray Howard también.

 

 

En cuanto salieron del ascensor, Timmy reparó en el cartel de Zona Restringida, Sólo Personal Autorizado. El padre Keller no pareció reparar en el cartel. Avanzaba por el pasillo sin vacilar, como si hubiera estado allí muchas veces.

Timmy intentaba no quedarse rezagado, aunque todavía le dolía el tobillo. Casi le dolía más desde que el médico se lo había envuelto en esa tela elástica tan prieta; estaba convencido de que le saldrían más cardenales.

El padre Keller lo miró, y sólo entonces reparó en la cojera.

–¿Qué te ha pasado en la pierna?

–Creo que me torcí el tobillo anoche, en el bosque.

Timmy no quería pensar en ello, no quería recordarlo. Cada vez que recordaba, volvía a hacérsele un nudo en el estómago. Y, al poco, empezaba a sentir otra vez los temblores.

–Has vivido una experiencia horrible, ¿eh? –el sacerdote se detuvo, dio una palmadita a Timmy en la cabeza–. ¿Quieres contármelo?

–No, mejor no –dijo Timmy sin alzar la mirada. En cambio, se miró sus Nike recién compradas. Eran unas Air Nike, el modelo más caro. El tío Nick se las había regalado aquella misma mañana.

El padre Keller no insistió, no le hizo más preguntas como el resto de los adultos. Timmy se estaba cansando de las preguntas. El ayudante Hal, los periodistas, el médico, el tío Nick, el abuelo, todos querían que les hablara de la pequeña habitación, del desconocido, de la huida. Él ya no quería pensar en eso.

El padre Keller empujó una puerta y pulsó un interruptor. La enorme habitación se iluminó con los parpadeos sucesivos de los fluorescentes.

–Vaya, sí que parece sacado de Expediente X –dijo Timmy, y empezó a deslizar los dedos por los mostradores impecables de acero inoxidable, como el de la mesa que presidía la habitación. Lanzó miradas a su alrededor, hacia los materiales y las herramientas extrañas colocadas por orden sobre las bandejas. Entonces, se fijó en los cajones de la pared–. ¿Es ahí...? –señaló–. ¿Es ahí donde guardan a los muertos?

–Sí, ahí es –dijo el padre Keller, pero parecía distraído. Dejó con cuidado la bolsa de lona en la mesa de metal.

–¿Está el padre Francis en uno de esos cajones? –susurró Timmy, y se sintió estúpido. A fin de cuentas, nadie podía oírlos.

–Sí, a no ser que ya hayan recogido su cuerpo.

–¿Recogido?

–Para llevarlo al aeropuerto.

–¿Al aeropuerto? –Timmy estaba confuso. Nunca había oído hablar de cadáveres que viajaran en aviones.

–Sí, ¿recuerdas que iba a llevar al padre Francis a su lugar de sepultura?

–Ah, ya –Timmy volvió a recorrer las encimeras con la mirada, en aquella ocasión, prestando más atención. Se acercó a mirar mejor, tentado de tocar pero manteniendolas manos a los costados. Algunas herramientas eran afiladas, otras largas, delgadas y serradas. Una de ellas parecía una sierra en miniatura. Nunca había visto unos instrumentos tan extraños. Intentó imaginar para qué servía cada uno.

–He oído que tu padre ha vuelto –dijo el padre Keller, rígido e inmóvil junto a la mesa.

–Sí, y espero que se quede –comentó Timmy sin apenas mirar al sacerdote. Había muchas ampollas, tubos de ensayo interesantes, incluso un microscopio. Quizá pudiera pedir un microscopio para su cumpleaños.

–¿En serio? ¿Te gustaría que tu padre se quedara?

–Sí, creo que sí.

–¿No era malo contigo?

Timmy miró al padre Keller. La pregunta lo sorprendió, y se preguntó qué querría decir el padre Keller, pero el sacerdote abrió la cremallera de la bolsa de lona y se quedó absorto mirando el contenido.

–¿Malo? –preguntó por fin Timmy.

–¿No te hacía daño? –dijo el padre Keller sin alzar la mirada–. ¿No te hacía cosas desagradables?

Timmy no sabía muy bien a qué cosas desagradables se refería. Sabía que tenía el semblante arrugado, como hacía siempre que estaba confuso. Podía oír a su madre diciendo: «No me mires así o te quedarás con la cara hecha una pasa». Intentó relajarse antes de que el padre Keller se diera cuenta, pero el sacerdote estaba ocupado hurgando en la bolsa.

–Mi padre era casi siempre amable conmigo. A veces, me gritaba.

–¿Y los cardenales?

Timmy sabía que se estaba sonrojando de vergüenza pero, afortunadamente, el padre Keller no levantó la mirada.

–Me salen con mucha facilidad. La mayoría son de jugar al fútbol.

Del fútbol y de Chad Calloway.

–Entonces, ¿por qué echó tu madre a tu padre de casa? –la voz del padre Keller sorprendió a Timmy. De pronto, era grave, con un ápice de ira, mientras mantenía la mirada clavada en el interior de la bolsa.

Timmy no quería enfadar al padre Keller. Oyó el tintineo del metal y se preguntó qué clase de herramientas guardaría el padre Keller en la bolsa.

–No sé muy bien por qué lo echó de casa. Creo que tuvo algo que ver con una golfa pechugona que tenía de recepcionista –dijo Timmy, tratando de usar las palabras exactas que le había oído decir a su madre.

En aquella ocasión, el padre Keller sí que lo miró, sólo que sus penetrantes ojos azules le produjeron un escalofrío. Normalmente, los ojos del padre Keller eran amables y cálidos, pero de pronto... No, no podía ser. A Timmy se le revolvió el estómago. Se sintió mareado, notó el amargor que le ascendía por la garganta, y reprimió el impulso de vomitar. Los temblores empezaron en las yemas de sus dedos, por su espalda.

–Timmy, ¿te encuentras bien? –preguntó el padre Keller y, de pronto, la preocupación templó sus ojos fríos–. Siento haberte disgustado.

El pánico se le pasó, descendió por la garganta y cayó como plomo en su estómago. Timmy no dejaba de mirar al padre Keller a los ojos, atónito por el cambio drástico que había visto en ellos. ¿O lo había imaginado?

–Timmy –dijo el padre Keller con suavidad–. ¿Crees que tus padres van a reconciliarse? ¿Crees que podréis ser una familia de verdad otra vez?

Timmy tragó saliva, asegurándose de que el sabor y la sensación amargos desaparecían de una vez por todas. Todavía le dolía la tripa. Quizá fuera de haberse tomado la chocolatina con el estómago vacío.

–Espero que sí –contestó–. Echo de menos a mi padre. Solíamos irnos de acampada los dos solos. Me dejaba ponerle el cebo al anzuelo, y hablábamos de cosas. Era divertido. Sólo que mi padre cocina fatal.

El padre Keller le sonrió mientras cerraba la bolsa de lona, sin llegar a sacar nada.

–Por fin os encuentro –dijo el abuelo Morrelli, abriendo la puerta del depósito de cadáveres y sobresaltando tanto a Timmy como al padre Keller–. La enfermera Richards creyó ver que el ascensor bajaba hasta aquí. ¿Qué andáis tramando?

Su abuelo les sonreía desde el umbral. Tenía las manos llenas de bolsas, todas ellas con el logotipo amarillo de Subway. Timmy olía a embutido, a vinagre y a cebolla a pesar del olor abrumador de limpiador que se respiraba en aquella habitación.

–El padre Keller estaba recogiendo al padre Francis para su viaje –Timmy lanzó una mirada al rostro del cura y se alegró al ver que seguía sonriendo; después, se volvió hacia su abuelo–. ¿A que este sitio parece sacado de Expediente X?

 

 

Nick redujo el paso al ver el semblante tenso y pálido de Maggie. Le dolía la herida y, cómo no, no se quejaba.

Los viajeros de los viernes habían descendido en bandada sobre el aeropuerto de Eppley. Hombres y mujeres de negocios se apresuraban a volver a sus casas. Turistas de otoño y los que iban a pasar el fin de semana fuera se movían más despacio, arrastrando demasiados trozos de su hogar para alejarse realmente de él.

La señora O'Malley, la cocinera de Santa Margarita, le había dicho a Nick que el vuelo del padre Keller salía a las dos cuarenta y cinco y que iba a acompañar al cuerpo del padre Francis a su lugar de descanso final. Cuando Nick pidió hablar con Ray Howard, la cocinera le dijo que también se había ido.

–A ése no lo he visto desde el desayuno –dijo la mujer–. Siempre está haciendo recados. Dice que son para el padre Keller, pero nunca sé cuándo creerlo. Es muy sigiloso –añadió en un susurro.

Nick intentó pasar por alto los comentarios añadidos. Tenía prisa y no estaba interesado en las paranoias de una anciana de setenta y dos años. Intentó mantenerla centrada en los hechos.

–¿Dónde van a enterrar al padre Francis?

–En un pueblo de Venezuela.

–¡En Venezuela! ¡Dios! –la señora O'Malley no debió de oír la exclamación porque, de lo contrario, lo habría regañado por usar el nombre de Dios en vano.

–El padre Francis fue muy feliz allí –le dijo, alegrándose de ser la experta, de tener la atención de Nick–. Fue su primer destino cuando salió del seminario. Una parroquia pequeña de granjeros pobres. No me acuerdo del nombre. Sí, el padre Francis siempre hablaba de aquellos hermosos niños de tez morena, y de cómo algún día confiaba en poder regresar. Lástima que no haya podido ser en otras circunstancias.

–¿Recuerda si estaba cerca de alguna ciudad importante? –la había interrumpido Nick.

–No, no me acuerdo. Todos esos nombres son tan difíciles de recordar... El padre Keller volverá la semana que viene, ¿no puede esperar hasta entonces?

–No, me temo que no. ¿Sabe el número de vuelo o la compañía?

–No sé si me lo dijo. Puede que la TWA... No, United Airlines. Sale a las dos cuarenta y cinco de Eppley –añadió, como si eso fuera lo único que Nick precisaba saber.

Nick consultó su reloj. Ya casi eran las dos y media. Maggie y él se separaron en los mostradores, enseñando insignias y credenciales para abrirse paso entre las colas y acercarse a las vendedoras. La mujer alta de la TWA se negó a dejarse intimidar por la insignia de un sheriff de condado. Nick lamentaba no tener la influencia de Maggie. En cambio, recurrió a su sonrisa y a los halagos. La expresión rígida de la mujer se fue suavizando, aunque costaba ver el cambio.

–Lo siento, sheriff Morrelli. No puedo revelarle la lista de pasajeros ni darle información sobre los viajeros. Por favor, hay gente esperando.

–Está bien, pero ¿qué me dice de los vuelos? ¿Tienen algún avión que salga para Venezuela dentro de... –volvió a consultar su reloj– diez o quince minutos?

La mujer volvió a mirar la pantalla, tomándose su tiempo a pesar de los suspiros y los ruidos de pies de la cola.