Miércoles, 29 de octubre 14 страница

–Tenemos un vuelo a Miami que enlaza con un vuelo internacional a Caracas.

–¡Estupendo! ¿Cuál es la puerta de embarque?

–La once, pero el vuelo salió a las dos y cuarto.

–¿Está segura?

–Segurísima. El tiempo es inmejorable y todos los vuelos están saliendo a su hora –miró detrás de él a un hombre bajito de pelo gris que estaba ansioso por entregarle su billete.

–¿Puede comprobar si había un féretro en ese vuelo? –preguntó Nick, negándose a ceder a pesar del codo que le hundían en la espalda.

–¿Cómo dice?

–Un féretro, con un cadáver –notaba las miradas que se clavaban en él, repentinamente interesadas–. Lo habrán facturado como equipaje. Estoy seguro de que no voy a violar sus derechos –probó a sonreír. A su espalda, alguien profirió una risita.

A la vendedora no le hizo gracia. Apretó aún más sus delgados labios.

–Sigo sin poder divulgar esa información. Ahora, si hace el favor de echarse a un lado...

–Sabe que puedo pedir una orden judicial y volver esta misma tarde –insistió Nick, dejando atrás la amabilidad. Empezaba a perder la paciencia y se le agotaba el tiempo.

–Buena idea. El siguiente, por favor –dijo la vendedora, y se movió cuando Nick se negó a hacerlo, para poder atender al anciano que estaba detrás de él en la cola. El hombre se abrió paso hasta el mostrador lanzando una mirada de enojo e impaciencia a Nick.

Nick se acercó al mostrador en el que Maggie hablaba con otra vendedora.

–Gracias de todas formas –le dijo a la joven de United Airlines, y lo siguió a un rincón lejos del tránsito de viajeros.

–La TWA tiene un vuelo a Miami que enlaza con otro que va a Caracas –le dijo Nick, esperando ver su reacción.

–Vamos allá. ¿Por qué puerta de embarque? –pero no se movió. Estaba recostada en la pared, como si quisiera recuperar el aliento.

–Salió hace veinte minutos.

–¿Lo hemos perdido? ¿Estaba Keller a bordo?

–No han querido decírmelo. Puede que necesitemos una orden judicial para averiguarlo. ¿Qué hacemos ahora? ¿Merece la pena ir a Miami, intentar atraparlo antes de que salga el vuelo que va a Caracas? Si consigue huir a Sudamérica, quizá nunca volvamos a encontrarlo. ¿Maggie?

¿Lo estaba escuchando? No era el dolor lo que la distraía. Tenía los ojos clavados en algún punto por encima del hombro de Nick.

–¿Maggie? –insistió.

–Creo que acabo de encontrar a Ray Howard.

Maggie reconoció la confusión en el rostro de Nick, y notó parte de la suya alojada en algún punto entre la garganta y el pecho. Confusión que rayaba en frustración o quizá, frustración que rayaba en pánico.

–Puede que sólo haya venido a traer al padre Keller al aeropuerto –dijo Nick en voz baja, aunque Howard estaba al otro lado del vestíbulo, demasiado lejos para que pudiera oírlos.

–Yo no suelo llevar equipaje cuando dejo a alguien en el aeropuerto –dijo Maggie. La voluminosa bolsa de lona gris y negra parecía pesada y acentuaba la cojera de Howard. Llevaba sus acostumbrados pantalones marrones bien planchados, camisa blanca y corbata. Una chaqueta de color azul marino sustituía a la de punto.

–Dime otra vez por qué no es un sospechoso –preguntó Nick sin apartar la mirada de Howard.

–La cojera. Tuvo que llevar a los niños en brazos por el bosque. Y Timmy estaba seguro de que el tipo no cojeaba.

Vieron a Howard detenerse a examinar el tablón que anunciaba los vuelos y dirigirse a las escaleras mecánicas.

–No sé, Maggie. Esa bolsa de lona parece muy pesada.

–Cierto –dijo, y echó a andar con paso rápido hacia las escaleras mecánicas, con Nick a su lado.

Howard vaciló en la escalera de bajada hasta poder poner bien el pie antes de montar.

–¡Señor Howard! –lo llamó Maggie. Howard volvió la cabeza, se aferró a la barandilla y abrió los ojos con sorpresa. En aquella ocasión, un relámpago de pánico destelló en sus ojos de lagarto. Saltó a la escalera mecánica y empezó a correr por los peldaños móviles, abriéndose camino con la bolsa de lona, golpeando y apartando a la gente de su camino.

–Yo iré por la escalera –Nick se alejó hacia la escalera de incendios. Maggie siguió a Howard, sacando el revólver de la funda y sosteniéndolo con el extremo hacia arriba.

–¡FBI! –gritó, para despejarse el camino.

La velocidad de Howard la sorprendió. Se abrió paso entre la gente, zigzagueando entre carritos de equipaje y saltando por encima de un transportín de mascota olvidado. Empujaba a los viajeros, derribando a una anciana menuda de pelo azulado e irrumpiendo en un grupo de turistas japoneses. No hacía más que mirar a Maggie con la boca abierta y la frente brillante de sudor.

Maggie se estaba acercando, aunque sus propios jadeos la decepcionaban. Optó por no pensar en el fuego que ardía en su costado y que volvía a quemarle el músculo.

Howard se detuvo de improviso, arrebató un carrito de equipaje a una auxiliar de vuelo atónita y se lo arrojó a Maggie. Las maletas salieron despedidas del carro; una de ellas se abrió, y los cosméticos, zapatos, prendas exteriores e interiores se desperdigaron por el suelo. Maggie patinó sobre unas braguitas de encaje, perdió el equilibrio y se cayó en el desorden, aplastando un frasco de maquillaje líquido con la rodilla.

Howard se dirigía al aparcamiento sonriendo y volviendo la cabeza. Ya casi estaba en la puerta, abrazando la bolsa de lona, entorpecido por fin por la cojera. Empujó la puerta justo cuando Nick lo agarraba del cuello de la chaqueta y le daba la vuelta. Howard cayó de rodillas y se cubrió la cabeza con los brazos como si esperara recibir un golpe. Las manos de Nick, sin embargo, no se separaron ni un momento del cuello de su chaqueta.

Maggie se puso en pie a duras penas mientras la auxiliar de vuelo se agachaba para recuperar sus pertenencias. La mirada de Nick reflejaba preocupación por Maggie, aunque seguía sujetando a Howard por el cuello de la chaqueta, inmovilizándolo.

–Estoy bien –le dijo Maggie antes de que se lo preguntara. Pero cuando enfundó el revólver, notó la humedad pegajosa a través de la blusa. Tenía las yemas de los dedos manchadas de sangre cuando sacó la mano.

–Santo Dios, Maggie –Nick se la vio al momento. Ho–ward también, y sonrió–. ¿Qué haces aquí, Ray? –reaccionó Nick, aumentando la presión y convirtiendo la sonrisa de Howard en una mueca.

–He traído al padre Keller. Tenía que tomar un avión. ¿Por qué me perseguían? No he hecho nada malo.

–Entonces, ¿por qué saliste corriendo?

–Eddie me dijo que tuviera cuidado con ustedes dos.

–¿Eddie?

–¿Qué llevas en esa bolsa? –los interrumpió Maggie.

–No lo sé. El padre Keller me dijo que ya no la necesitaría. Me pidió que la trajera de vuelta.

–¿Te importa si echamos un vistazo? –se la arrancó de las manos. Su oposición justificaba la búsqueda. La bolsa era pesada. La colocó sobre una silla próxima, se detuvo y se apoyó en una cabina hasta que se le pasó el mareo–. ¿Seguro que no es tu bolsa? –dijo Maggie al extraer el familiar cárdigan marrón y varias camisas blancas bien planchadas. El semblante de Howard reflejó sorpresa.

Los libros de arte explicaban el peso de la bolsa. Maggie los dejó a un lado, más interesada en la pequeña caja tallada oculta entre varios pares de calzoncillos. Las palabras inscritas eran latín, pero no sabía lo que significaban. El contenido no la sorprendió: un paño de hilo blanco, un pequeño crucifijo, dos velas y un pequeño recipiente de óleo. Alzó la mirada y vio a Nick examinar el contenido con los ojos con frustración. Después, Maggie deslizó la mano por debajo de los recortes de periódicos hasta el fondo de la caja, y extrajo unos calzoncillos de niño enrollados en torno a un reluciente cuchillo filetero.

Ù

Capítulo 9

Domingo, 2 de noviembre

Maggie introdujo otro código en el ordenador y esperó. El módem del portátil iba lentísimo. Dio otro mordisco al bollito de moras casero, un envío especial de Wanda's. Se sentó y paseó la mirada por la habitación de hotel.

Tenía las maletas hechas. Se había duchado y vestido hacía horas, pero su vuelo no salía hasta el mediodía. Se frotó el cuello sin poder creer que hubiera dormido toda la noche en la silla de respaldo recto. Lo que más la sorprendía era que hubiera dormido toda la noche sin imágenes de Albert Stucky revoloteando en su cabeza.

Aburrida, tomó la gruesa edición dominical del Omaha Journal. Los titulares sólo servían para intensificar su frustración. Sin embargo, se alegraba de volver a ver la firma de Christine en la portada. Incluso desde su cama de hospital, seguía elaborando artículos. Al menos, Timmy y ella estaban sanos y salvos.

Maggie volvió a recorrer el artículo con la mirada. Christine había depurado su estilo periodístico; se ceñía a los hechos y dejaba que las citas de los expertos suscitaran las conclusiones sensacionalistas. Encontró su cita y la leyó por tercera vez.

 

La agente especial Maggie O'Dell, una experta en perfiles del FBI a la que le ha sido asignado el caso, dijo que era «improbable que Gillick y Howard fueran socios. Los asesinos en serie», insistió la agente O'Dell, «actúan en solitario». Sin embargo, la oficina del fiscal ha presentado cargos de homicidio contra el ex ayudante del sheriff Eddie Gillick y el conserje de iglesia Raymond Howard, por las muertes de Aaron Harper, Eric Paltrow, Danny Alverez y Matthew Tanner. Otro cargo ha sido el secuestro de Timmy Hamilton.

 

Oyó un golpe de nudillos en la puerta. Maggie dejó el periódico a un lado y consultó su reloj. Era pronto. No tenían que marcharse al aeropuerto hasta dentro de treinta o cuarenta minutos.

En cuanto abrió la puerta, sintió el hormigueo indeseado. Nick estaba sonriéndole en el umbral, con los hoyuelos bien marcados. Tenía algunos mechones caídos sobre la frente. Sus ojos azules centelleaban como si compartiera un secreto especial con ella. Llevaba una camiseta roja y vaqueros azules, ambos lo bastante ceñidos para delinear su cuerpo atlético. Era una tortura para la vista y para los dedos, porque ansiaba tocarlo. ¿Por qué la atraía tanto?, se preguntó mientras se saludaban y él entraba en la habitación. Se sorprendió fijándose en su trasero, movió la cabeza y se regañó en silencio.

–Debe de hacer calor fuera –se oyó decir. «Sí, recurre al tiempo». Era un tema seguro, teniendo en cuenta la corriente eléctrica que Nick acababa de crear en la habitación.

–Cuesta creer que nevó hace unos días. Así es el tiempo en Nebraska –se encogió de hombros–. Toma, esto es para ti –le pasó una caja envuelta en papel de regalo que no había visto al hacerlo pasar–. Una especie de regalo de agradecimiento y despedida.

Su primer impulso fue rechazarlo, decir que no era apropiado y dejarlo así. Pero lo aceptó y le quitó el envoltorio despacio, consciente de que Nick la estaba mirando. Sacó una sudadera roja de fútbol con el número diecisiete impreso en blanco en la espalda. No pudo evitar sonreír.

–Es perfecta.

–No espero que sustituya a la de los Packers –dijo con un ápice de vergüenza en la voz–. Pero pensé que también debías tener una de los Cornhuskers de Nebraska.

–Gracias. Me encanta.

–El diecisiete era mi número –añadió Nick.

De pronto, la sencilla prenda de algodón cobraba un significado mucho mayor. Maggie lo miró a los ojos mientras combatía el irritante hormigueo y, sin querer, su sonrisa desapareció. Sin embargo, fue Nick el primero en bajar la mirada, y ella vio un destello de incomodidad en sus ojos. Era en momentos como aquél cuando más la desconcertaba, cuando el donjuán arrogante y seguro de sí dejaba entrever al hombre tímido, sensible e irresistible.

–Ah, y esto es de Timmy.

Aceptó la cinta de vídeo, y en cuanto vio la carátula, volvió a sonreír.

–Expediente X –leyó.

–Dice que es uno de sus episodios favoritos... el de las cucarachas asesinas, por supuesto.

Sin más regalos que ocuparan sus manos, Nick se las guardó en los bolsillos.

–Lo veré y... y le diré a Timmy lo que me parece –dijo, sorprendida pero complacida por el novedoso compromiso de mantenerse en contacto.

Se quedaron mirándose a los ojos. Maggie no quería moverse, no podía hacerlo. Habían pasado la semana juntos casi las veinticuatro horas, compartiendo pizza y coñac, intercambiando opiniones y puntos de vista, forcejeando con chiflados y con mártires, revelando miedos y expectativas y lamentando la pérdida de niños pequeños a los que ninguno de los dos conocía. Había confesado a Nick Morrelli vulnerabilidades que no había compartido con nadie más, ni siquiera consigo misma. Por eso se sentía como si estuviera dejando atrás una parte importante de sí misma. Y, de entre todos los lugares posibles, en un pequeño pueblo de Nebraska del que nunca había oído hablar. ¿Qué había sido de la altiva y fría agente del FBI que mantenía su profesionalidad a toda costa?

–Maggie, yo...

–Perdona –lo interrumpió, porque no estaba preparada para lo que podía ser una confesión de sentimientos–. Casi se me olvida. Estoy intentando acceder a cierta información –huyó a la mesa del rincón. Por fin se había establecido la conexión y pulsó algunas teclas, molesta por el injustificable temblor de sus dedos y la falta de resuello.

–Sigues buscándolo –dijo Nick sin sorpresa ni irritación, acercándose a ella por detrás.

–Desde Caracas, el cuerpo del padre Francis fue trasladado en camión a una pequeña comunidad situada a unos ciento cincuenta kilómetros al sur. El billete de avión de Keller tenía hoy como fecha de regreso. Estoy intentando averiguar si ha tomado el avión de vuelta a Miami o si se ha dirigido a algún otro lugar.

–Me asombra a cuánta información puedes acceder –Maggie notó cómo Nick se inclinaba hacia delante para estudiar la pantalla–. Cuando estuvimos en el aeropuerto –prosiguió–, pensé en lo agradable que sería tener credenciales del FBI en lugar de mi insignificante placa de sheriff. Estaba fuera de mi jurisdicción.

–Espero que ya no sigas preocupado por parecer un incompetente.

–No. No, la verdad es que no –repuso Nick, como si de verdad lo creyera.

Por fin, la lista de pasajeros del vuelo 1692 de laTWA se materializó en la pantalla. Maggie no tardó en encontrar al reverendo Michael Keller, cuyo nombre habían mantenido en la lista incluso después del despegue.

–El que esté en la lista no significa que estuviera en el avión.

–Lo sé –Maggie se levantó de la silla antes de volverse a mirar a Nick.

–¿Y qué pasará si no vuelve?

–Lo encontraré –se limitó a decir–. ¿Cómo es ese dicho? Podrá huir, pero no podrá esconderse.

–Aunque lo encuentres, no tenemos ninguna prueba que lo incrimine.

–¿De verdad crees que Eddie Gillick o Ray Howard han matado a esos niños?

Nick vaciló, volvió a mirar el ordenador, después la habitación, deteniéndose en el equipaje de Maggie antes de volver a mirarla a ella.

–No sé qué papel ha podido jugar Eddie en los asesinatos, pero sabes que sospechaba de Howard desde el principio. Vamos, Maggie. Lo encontramos en el aeropuerto con lo que podía ser el arma de los homicidios.

Maggie frunció el ceño y movió la cabeza.

–No encaja con el perfil.

–Puede que no, pero ¿sabes qué? Me niego a pasar la última hora contigo hablando de Eddie Gillick, Ray Howard, el padre Keller o de cualquier cosa relacionada con este caso.

Se acercó despacio, con cautela. Ella se retiró el pelo de la cara con nerviosismo, se recogió un mechón rebelde detrás de la oreja. La mirada de Nick volvió a desatar el temblor de sus dedos, y el hormigueo se propagó del estómago a los muslos.

Nick le tocó la cara con suavidad, sosteniendo su mirada con una intensidad que la hacía sentirse como si fuera la única mujer del planeta... al menos, por el momento. Podría haber detenido el beso, había sido ésa su intención cuando lo vio inclinarse hacia delante, pero cuando sus labios entraron en contacto, Maggie necesitó toda su energía para evitar que le fallaran las rodillas. Al ver que no protestaba, Nick atrapó su boca con un beso suave y húmedo lleno de tanta urgencia y emoción que a Maggie empezó a darle vueltas la cabeza. Mantuvo los ojos cerrados incluso después de que él se apartara, tratando de regular la respiración, de detener el mareo.

–Te quiero, Maggie O'Dell.

Ella abrió los ojos de par en par. Nick tenía el rostro muy cerca, la mirada seria. Vio un ápice de recelo infantil y supo lo mucho que le había costado pronunciar aquellas palabras. Se apartó, y sólo entonces advirtió que, aparte de acariciarle la mejilla con los dedos y besarla en la boca, no la había tocado de ninguna otra manera.

–Nick, apenas nos conocemos –todavía le costaba trabajo respirar. ¿Cómo era posible que un simple beso la hubiera dejado sin resuello?

–Nunca había sentido nada parecido, Maggie. Y no es sólo porque no seas libre. Es algo que ni siquiera puedo explicarme a mí mismo.

–Nick...

–Por favor, déjame terminar.

Ella esperó, cruzó los brazos y se apoyó en la cómoda. La misma cómoda a la que se había aferrado la noche en que habían estado tan peligrosamente cerca de hacer el amor.

–Sé que sólo ha sido una semana, pero te aseguro que no soy impulsivo en lo relativo a... Bueno, en lo relativo al sexo, sí, pero no a esto... no al amor. Nunca me había sentido así. Y jamás le había dicho a una mujer que la quería.

Parecía una frase aprendida, pero por su mirada, Maggie supo que era cierto. Abrió la boca para hablar, pero él levantó una mano para detenerla.

–No espero que nada de lo que yo diga comprometa tu matrimonio. Pero no quería que te fueras sin saberlo, por si acaso servía de algo. Y aunque no sirva de nada, todavía quiero que sepas que estoy... loca, profunda e irremediablemente enamorado de ti, Maggie O'Dell.

Era el turno de Nick de esperar. Maggie se había quedado muda. Hundió las uñas en la cómoda para no acercarse a él y abrazarlo.

–No sé qué decir.

–No tienes que decir nada –le aseguró con sinceridad.

–Es evidente que siento algo por ti –Maggie forcejeó con las palabras. Detestaba la perspectiva de no volverlo a ver. Pero ¿qué sabía ella del amor? ¿No había estado enamorada de Greg hacía años? ¿No había jurado amarlo para siempre?–. Ahora mismo, la situación es un poco complicada –se oyó decir, y quiso pellizcarse. Él le había abierto el corazón, había corrido el riesgo, y ella estaba siendo práctica y racional.

–Lo sé –dijo Nick–. Pero puede que no lo sea siempre.

–Quién sabe, Nick –dijo por fin, haciendo un débil intento de corregir su ambigüedad. Nick parecía aliviado por aquella sencilla revelación, como si fuera más de lo que había esperado oír.

–¿Sabes? –dijo con el semblante más relajado mientras el corazón de Maggie le pedía a gritos que le expresara a Nick sus sentimientos–. Me has ayudado a ver muchas cosas sobre mí mismo, sobre la vida. No he hecho más que seguir los pasos enormes y profundos de mi padre y... y no quiero seguir haciéndolo.

–Eres un buen sheriff, Nick –hizo caso omiso del tirón de su corazón. Quizá fuera mejor así.

–Gracias, pero no es lo que quiero –prosiguió–. Admiro lo mucho que significa tu trabajo para ti. Tu dedicación... tu obstinada dedicación, dicho sea de paso. Nunca antes había comprendido lo mucho que deseo creer en algo.

–Entonces, ¿qué quiere hacer Nick Morrelli cuando sea mayor? –preguntó, sonriéndole cuando en realidad quería tocarlo.

–Cuando estudiaba Derecho, trabajé en la oficina del fiscal del distrito del condado de Suffolk, en Boston. Siempre dijeron que podría volver cuando quisiera. Ha pasado mucho tiempo, pero creo que los llamaré.

Boston. Tan cerca, pensó Maggie.

–Eso es magnífico –dijo, mientras calculaba los kilómetros que separaban Quantico de Boston.

–Voy a echarte de menos –se limitó a decir Nick.

Sus palabras la tomaron por sorpresa, justo cuando pensaba que estaba a salvo. Nick debió de ver el pánico en sus ojos, porque rápidamente consultó su reloj.

–Deberíamos salir ya hacia el aeropuerto.

–Sí –volvieron a mirarse a los ojos. Un último tirón, una última oportunidad de decírselo. ¿O habría muchas oportunidades?

Lo rozó al pasar a su lado, apagó el ordenador, lo desenchufó, cerró la tapa y lo guardó en su maletín. Él levantó su maleta, ella la funda de los trajes. Ya estaban en la puerta cuando sonó el teléfono. Al principio, Maggie pensó en no hacer caso y marcharse. De pronto, regresó corriendo y descolgó.

–¿Sí?

–Maggie, me alegro de haberte encontrado.

Era el director Cunningham. Hacía días que no hablaba con él.

–Estaba saliendo por la puerta.

–Bien. Vuelve aquí lo antes posible. He encargado a Delaney y a Turner que vayan a recogerte al aeropuerto.

–¿Qué pasa? –miró a Nick, que regresaba a la habitación con semblante preocupado–. Cualquiera diría que necesito guardaespaldas –bromeó, y se puso tensa cuando el silencio se prolongó demasiado.

–Quería que lo supieras antes de que lo oyeras en las noticias.

–¿Oír el qué?

–Albert Stucky se ha fugado. Lo estaban trasladando de Miami a una instalación de máxima seguridad de Florida del Norte. Stucky le arrancó la oreja de un mordisco a un guardia y apuñaló al otro con un crucifijo de madera. ¿Te lo puedes creer? Después, les levantó la tapa de los sesos con sus propios revólveres. Al parecer, el día anterior, un sacerdote católico visitó a Stucky en su celda. Tuvo que ser él quien le dio el crucifijo. No quiero que te preocupes, Maggie. Ya hemos atrapado una vez a ese hijo de perra y volveremos a hacerlo.

Pero lo único que Maggie había oído era: «Albert Stucky se ha fugado».

Ù

Epílogo