Su antigua vida en Berlín ya parecía un lejano re­cuerdo, y casi no se acordaba del aspecto de Karl, Da­niel y Martin, salvo que uno de ellos era pelirrojo.

La botella de vino

 

Las semanas se sucedían y Bruno iba mentalizándose de que no volvería a Berlín en el futuro inmediato, así que ya podía olvidarse de bajar por la barandilla de su cómoda casa y de ver a Karl, Daniel y Martin, de momento.

Sin embargo, empezaba a acostumbrarse a Auchviz y ya no se sentía tan desgraciado con su nueva vida. Al fin y al cabo, tenía alguien con quien hablar. Todas las tardes, cuando terminaban las clases, Bruno daba un largo paseo por la alambrada, se sentaba y hablaba con su nuevo amigo Shmuel hasta que llegaba la hora de volver a casa, algo que le compensaba por todas las veces que había añorado Berlín.

Una tarde, mientras se estaba llenando los bolsi­llos de pan y queso de la nevera para llevárselos, Ma­ría entró y vio lo que estaba haciendo.

—Hola —dijo Bruno intentando disimular—. Me has asustado. No te he oído llegar.

—Supongo que no estarás picando otra vez... —dijo Maria esbozando una sonrisa—. Ya has comi­do, ¿no? ¿Te has quedado con hambre?

—Un poco —dijo Bruno—. Voy a dar un paseo y he pensado que a lo mejor me entra apetito por el camino.

Maria se encogió de hombros; fue hacia los fogo­nes y puso a calentar un cazo de agua. En la encimera había un montón de patatas y zanahorias esperando a que llegara Pavel y las pelara. Bruno estaba a punto de marcharse cuando se fijó en las hortalizas, y en su mente se formó una pregunta que llevaba tiempo in­trigándolo. Hasta entonces no se le había ocurrido a quién podía formulársela, pero aquél parecía el mo­mento idóneo y Maria la persona más adecuada.

—Maria —dijo—, ¿puedo hacerte una pregunta?

La criada se dio la vuelta y lo miró.

—Claro, señorito Bruno.

—Y si te hago esa pregunta, ¿me prometes que no le contarás a nadie que te la he hecho?

Maria entornó los ojos, recelosa, pero asintió con la cabeza.

—De acuerdo —concedió—. ¿Qué quieres saber?

—Es sobre Pavel —dijo Bruno—. Lo conoces, ¿no? Ese hombre que viene y pela las hortalizas y luego nos sirve la cena.

—Ah, sí. —Maria sonrió. Pareció aliviarla que la pregunta no fuera sobre nada serio—. Sí, conozco a Pavel. Hemos hablado muchas veces. ¿Qué quieres saber de él?

—Verás —dijo Bruno, escogiendo con cuidado sus palabras para no decir nada indebido—, ¿recuer­das que poco después de llegar aquí monté el colum­pio en el roble y me caí y me hice una herida en la rodilla?

—Sí. ¿Qué pasa? ¿Vuelve a dolerte?

—No, no es eso. Pero cuando me caí, Pavel era el único adulto que había en casa y él me trajo aquí, me limpió la herida y me untó un ungüento verde que me escoció, pero supongo que me fue bien, y luego me puso un aposito.

—Eso es lo que haría cualquiera por alguien que se hubiera hecho daño —dijo Maria.

—Sí, ya lo sé. Pero ese día me dijo que en reali­dad él no era camarero.

Maria se quedó callada un momento. Entonces desvió la mirada y se humedeció un poco los labios antes de asentir con la cabeza.

—Ya —dijo—. ¿Y qué te dijo que era?

—Me dijo que era médico. Pero yo no me lo creí. ¿Verdad que no es médico?

—No —dijo Maria sacudiendo la cabeza—. No, no es médico. Es camarero.

—Lo sabía —dijo Bruno, muy orondo—. En­tonces ¿por qué me mintió? Es absurdo.

—Pavel ya no es médico, Bruno —explicó Maria en voz baja—. Pero antes lo era. En otra vida. Antes de venir aquí.

Bruno frunció el entrecejo y reflexionó.

—No lo entiendo —dijo.

—No eres el único.

—Pero si era médico, ¿por qué ya no lo es?

Maria exhaló un suspiro y miró por la ventana para comprobar que no venía nadie; entonces señaló las sillas y ambos se sentaron.

—Voy a explicarte lo que Pavel me ha contado acerca de su vida —dijo—, pero no debes contárselo a nadie, ¿entendido? Porque entonces todos tendría­mos graves problemas.

—No se lo diré a nadie —aseguró Bruno; le en­cantaba oír secretos y casi nunca los revelaba, salvo cuando era absolutamente necesario y no podía evi­tarlo.

—Muy bien. Esto es lo que sé.

 

 

Bruno llegó tarde al tramo de alambrada donde se encontraba con Shmuel todos los días, pero su nuevo amigo estaba esperando sentado en el suelo con las piernas cruzadas, como siempre.

—Perdona el retraso —dijo, pasándole el pan y el queso por la alambrada (los trozos que no se ha­bía comido por el camino cuando le había entrado un poco de hambre)—. Estaba hablando con Ma­ria.

—¿Quién es Maria? —preguntó Shmuel sin le­vantar la cabeza, mientras se zampaba la comida con avidez.

—Nuestra criada. Es muy simpática, aunque Padre dice que tiene un sueldo excesivo. Me estaba hablando de Pavel, el hombre que nos corta las hor­talizas y nos sirve la cena. Me parece que vive en tu lado de la alambrada.

Shmuel levantó la cabeza un momento y dejó de comer.

—¿En mi lado? —preguntó.

—Sí. ¿Lo conoces? Es muy mayor y tiene una chaqueta blanca que se pone cuando nos sirve la cena. Seguro que lo has visto.

—No —dijo Shmuel negando con la cabeza—. No lo conozco.

—Seguro que sí —insistió Bruno, exasperado, como si creyera que Shmuel le llevaba la contraria a propósito—. Es muy bajito para ser un adulto y tiene el pelo cano y anda un poco encorvado.

—Me parece que no sabes cuánta gente vive en este lado de la alambrada. Hay miles de personas.

—Pero el que te digo se llama Pavel —perseveró Bruno—. Cuando me caí del columpio me limpió la herida para que no se me infectara y me puso un apo­sito en la rodilla. En fin, quería hablarte de él porque también es polaco. Igual que tú.

—La mayoría de los que estamos aquí somos po­lacos —dijo Shmuel—. Aunque también hay algu­nos de otros sitios, como Checoslovaquia y...

—Sí, pero por eso pensé que quizá lo conocías. Bueno, resulta que era médico antes de venir aquí, pero ya no le dejan ser médico y si Padre llega a saber que me limpió la herida cuando me hice daño, Pavel tendría problemas.

—A los soldados no les gusta que la gente se cure —comentó Shmuel mientras tragaba el último trozo de pan—. Normalmente funciona al revés.

Bruno asintió, aunque no entendía muy bien qué quería decir Shmuel, y miró al cielo. Pasados unos momentos volvió a mirar a través de la alambrada e hizo a Shmuel otra pregunta que llevaba tiempo in­trigándole.

—¿Tú sabes qué quieres ser cuando seas mayor? —preguntó.

—Sí —contestó Shmuel—. Quiero trabajar en un zoo.

—¿En un zoo?

—Me gustan los animales —dijo Shmuel en voz baja.

—Yo seré soldado —dijo Bruno con decisión—. Como Padre.

—A mí no me gustaría ser soldado.

—Pero no un soldado como el teniente Kotler —se apresuró a añadir Bruno—. No de esos que ca­minan a grandes zancadas como si fueran los amos del mundo y que se ríen con tu hermana y hablan en susurros con tu madre. Me parece que él no es un buen soldado. Yo quiero ser un soldado como Pa­dre. Un buen soldado.

—Los soldados buenos no existen —dijo Shmuel.

—Claro que sí —lo contradijo Bruno.

—¿A quién conoces que sea un buen soldado?

—Pues a Padre, por ejemplo. Por eso lleva un uni­forme tan bonito y por eso todos lo llaman comandan­te y hacen lo que él les manda. El Furia tiene grandes proyectos para él porque es muy buen soldado.

—Los soldados buenos no existen —repitió Shmuel.

—Excepto Padre —repitió Bruno. Confiaba en que no volviera a contradecirlo, no quería tener que pelearse con él. Al fin y al cabo, era el único amigo que tenía en Auchviz. Pero Padre era Padre, y Bruno no creía que estuviera bien que alguien hablara mal de él.

Ambos guardaron silencio unos minutos; ningu­no de los dos quería decir nada de lo que después pu­diera arrepentirse.

—Tú no sabes cómo es la vida aquí —dijo Shmuel al final con un hilo de voz, y Bruno apenas oyó sus palabras.

—¿No tienes hermanas? —preguntó rápidamen­te Bruno, fingiendo no haberlo oído para así cambiar de tema.

—No —respondió Shmuel, meneando la cabe­za.

—Qué suerte. Gretel sólo tiene doce años y se cree que lo sabe todo, pero en realidad es tonta de remate. Se pone a mirar por la ventana y cuando ve llegar al teniente Kotler baja corriendo al recibidor y finge que llevaba mucho rato allí. El otro día la pi­llé haciéndolo y cuando él entró ella dio un respingo y dijo «Vaya, teniente Kotler, no sabía que estaba usted aquí», pero yo sé seguro que lo estaba espe­rando.

Bruno no estaba mirando a Shmuel mientras de­cía todo aquello, pero cuando volvió a mirarlo vio que su amigo se había puesto aún más pálido de lo habitual.

—¿Qué pasa? —preguntó—. Pareces a punto de vomitar.

—No me gusta hablar de él —dijo Shmuel. —¿De quién?

—Del teniente Kotler. Me da miedo.

—A mí también me da un poco de miedo —re­conoció Bruno—. Es un chulo. Y huele muy raro. Es porque se pone mucha colonia. —Shmuel empezó a temblar ligeramente y Bruno miró alrededor, como si quisiera ver, y no sentir, si hacía frío o no—. ¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Tanto frío tienes? Deberías haber traído un jersey. Ya empieza a refrescar un poco por las noches.

 

 

Aquel mismo día, Bruno se llevó una desagradable sorpresa al enterarse de que el teniente Kotler iba a cenar en su casa con él, Gretel y sus padres. Pavel lle­vaba su chaqueta blanca, como de costumbre, y les sirvió la cena.

Bruno observaba a Pavel, que iba y venía alrede­dor de la mesa, y se fijó en que parecía triste. Se pre­guntó si la chaqueta blanca que se ponía para hacer de camarero era la misma chaqueta blanca que antes se ponía para hacer de médico. Servía los platos y, mientras ellos comían y hablaban, se retiraba hacia la pared y se quedaba inmóvil, sin mirar al frente ni a ningún otro sitio. Era como si se durmiese de pie y con los ojos abiertos.

Cuando alguien necesitaba algo, Pavel se lo lle­vaba de inmediato, pero cuanto más lo observaba Bruno, más se convencía de que se iba a producir al­guna desgracia. El hombre se encogía semana tras semana, aunque parecía difícil que pudiera encoger­se aún más, y el color había desaparecido casi por completo de sus mejillas. Tenía los ojos llorosos, y el niño sospechaba que si Pavel parpadeaba un poco de­sencadenaría un torrente.

Cuando el camarero entró con más platos, Bru­no se fijó en que le temblaban ligeramente las ma­nos. Y cuando se retiró a su posición habitual, se tambaleó un poco y tuvo que apoyar una mano con­tra la pared para no perder el equilibrio. Madre tuvo que pedirle dos veces que volviera a servirle sopa, porque Pavel no la oyó a la primera, y dejó la botella de vino vacía en la mesa y olvidó abrir otra para lle­narle la copa a Padre.

—Herr Liszt no nos deja leer poesía ni obras de teatro —protestó Bruno durante el segundo plato. Como tenían un invitado, toda la familia se había arre­glado: Padre llevaba su uniforme; Madre, un vestido verde que resaltaba sus ojos; y Gretel y Bruno, la ropa que se ponían para ir a la iglesia cuando vivían en Ber­lín—. Le he pedido que nos deje leer aunque sólo sea un día a la semana, pero me ha dicho que no, al menos mientras él se encargue de nuestra educación.

—Estoy seguro de que tiene sus motivos —dijo Padre mientras atacaba una pata de cordero.

—Lo único que le interesa es que estudiemos Geografía e Historia —dijo Bruno—. Y estoy empe­zando a odiar la Historia y la Geografía.

—Por favor, Bruno, no digas «odiar» —lo re­prendió Madre.

—¿Por qué odias la Historia? —preguntó Padre tras dejar un momento el tenedor, mirando a su hijo, que se encogió de hombros, una mala costumbre que tenía.

—Porque es aburrida —contestó al fin.

—¿Aburrida? —dijo Padre—. ¿Cómo se atreve un hijo mío a decir que la Historia es aburrida? Voy a ex­plicarte una cosa, Bruno. —Se inclinó hacia delante y señaló a su hijo con el cuchillo—. Gracias a la Histo­ria hoy estamos aquí. De no ser por la Historia, nin­guno de nosotros estaría ahora sentado alrededor de esta mesa. Estaríamos tan tranquilos sentados alrededor de la mesa de nuestra casa de Berlín. Lo que estamos haciendo aquí es corregir la Historia.

—A mí me parece aburrida —insistió Bruno, sin prestar mucha atención.

—Tendrá que disculpar a mi hermano, teniente Kotler —dijo Gretel, posando brevemente una mano sobre su brazo, lo cual hizo que Madre la mi­rara fijamente y entornara los ojos—. Es un niñito muy ignorante.

—Yo no soy ignorante —le espetó Bruno, que estaba harto de los insultos de su hermana—. Tendrá que disculpar a mi hermana, teniente Kotler —aña­dió con educación—, pero es tonta de remate. No podemos hacer nada por ella. Los médicos dicen que no tiene remedio.

—Cállate —espetó Gretel, ruborizada.

—Cállate tú —replicó Bruno sonriendo abierta­mente.

—Niños, por favor —intervino Madre.

Padre dio unos golpecitos en la mesa con el cu­chillo y todos callaron. Bruno echó una ojeada a su padre. No parecía enfadado exactamente, pero resul­taba obvio que no iba a tolerar más discusiones.

—A mí me gustaba mucho la Historia cuando era pequeño —comentó el teniente Kotler tras unos momentos de silencio—. Y aunque mi padre era profesor de Literatura en la universidad, yo prefería las ciencias sociales a las artes.

—No lo sabía, Kurt —dijo Madre, volviendo la cabeza para mirarlo—. ¿Tu padre sigue dando clases?

—Supongo que sí. La verdad es que no lo sé.

—¿Cómo es eso? —preguntó ella mirándolo con ceño—. ¿No tienes contacto con él?

El joven teniente se puso a masticar un trozo de cordero, lo cual le dio la oportunidad de meditar su respuesta. Miró a Bruno como si le reprochara haber sacado el tema.

—Kurt —repitió Madre—, ¿no sigues en con­tacto con tu padre?

—La verdad es que no —contestó él, encogién­dose de hombros y sin mirarla—. Se marchó de Ale­mania hace unos años, en el treinta y ocho, creo. No he vuelto a verlo desde entonces.

Padre dejó de comer un momento y se quedó mirando al teniente Kotler con la frente un poco arrugada.

—¿Y adonde se fue? —preguntó.

—¿Perdón, herr comandante? —preguntó el te­niente Kotler, pese a que Padre había hablado con voz muy clara.

—Le he preguntado adonde fue —repitió—. Su padre. El profesor de Literatura. ¿Adonde se fue cuando se marchó de Alemania?

El teniente se ruborizó ligeramente y tartamu­deó un poco al contestar:

—Creo... creo que ahora vive en Suiza. Lo últi­mo que supe de él fue que daba clases en la Universi­dad de Berna.

—Ah, Suiza es un país precioso —intervino rá­pidamente Madre—. Nunca he estado allí, lo admi­to, pero según tengo entendido...

—Su padre no puede ser muy mayor —observó Padre, y su voz grave los hizo callar a todos—. Usted sólo tiene... ¿diecisiete, dieciocho años?

—Acabo de cumplir diecinueve, herr coman­dante.

—Entonces su padre debe de tener... cuarenta y tantos, ¿no? —Kotler no dijo nada; siguió comiendo, aunque no parecía estar disfrutando mucho—. Es curioso que decidiera no quedarse en su patria —co­mentó Padre.

—Mi padre y yo no estamos muy unidos —se apresuró a aclarar el teniente mirando alrededor como si debiera una explicación a todos—. La verdad es que llevamos años sin hablarnos.

—¿Y qué razón dio, si me permite preguntarlo —continuó Padre—, para marcharse de Alemania en su momento de mayor gloria y de mayor necesidad, cuando nos corresponde a todos contribuir al renacer nacional? ¿Era tísico?

El teniente Kotler se quedó mirando a su co­mandante, desconcertado.

—¿Perdón? —preguntó.

—¿Se marchó a Suiza porque los médicos le recomendaron un cambio de aires? —explicó Pa­dre—. ¿O tenía algún motivo concreto para salir de Alemania? En mil novecientos treinta y ocho —aña­dió tras una pausa.

—Me temo que no lo sé, herr comandante —res­pondió Kotler—. Eso tendría que preguntárselo a él.

—No creo que fuera fácil. Puesto que se encuen­tra tan lejos. Pero quizá sea eso. Quizá estaba enfer­mo. —Padre vaciló un instante; luego asió el tenedor y el cuchillo y siguió comiendo—. O quizá tenía... dis­crepancias.

—¿Discrepancias, herr comandante?

—Con la política del gobierno. De vez en cuan­do se oyen casos parecidos. Tipos extraños, supongo. Trastornados, algunos de ellos. Traidores, otros. Co­bardes, también. Supongo que habrá informado a sus superiores de las opiniones de su padre, ¿verdad, teniente Kotler?

El joven abrió la boca y tragó, pese a que no tenía nada que tragar.

—No importa —dijo Padre—. Quizá no sea un tema de conversación adecuado para la mesa. Ya ha­blaremos de eso en otro momento.

—Herr comandante —dijo el teniente inclinán­dose hacia delante con gesto de preocupación—, puedo asegurarle...

—No, no es un tema de conversación adecuado para la mesa —repitió Padre con aspereza, haciéndo­lo callar de inmediato.

Bruno los miró a uno y otro, divertido y a la vez asustado por la atmósfera que se había creado.

—Me encantaría ir a Suiza —dijo Gretel tras un largo silencio.

—Come, Gretel —dijo Madre.

—¡Pero si sólo digo que...!

—Come —repitió Madre, que iba a decir algo más aunque la interrumpió Padre llamando a Pavel otra vez.

—¿Qué te pasa esta noche? —preguntó mientras el camarero descorchaba otra botella de vino—. Es la cuarta vez que tengo que pedirte más vino.

Bruno miró a Pavel para comprobar que el ancia­no estaba bien, aunque éste consiguió quitar el tapón sin provocar ningún accidente. Pero después de lle­nar la copa de Padre, se dio la vuelta para servir más vino al teniente Kotler; entonces se le resbaló la bo­tella de las manos y derramó parte de su contenido en el regazo del joven soldado.

Lo que ocurrió entonces fue imprevisto y suma­mente desagradable. El teniente Kotler se puso furioso con Pavel y nadie —ni Bruno, ni Gretel, ni Madre, ni siquiera Padre— intervino para impedir que hiciera lo que hizo a continuación, aunque ninguno de ellos tuvo valor para mirar. Sin embargo, a Bruno se le sal­taron las lágrimas y Gretel palideció.

Más tarde, cuando el niño se fue a la cama, pensó en todo lo ocurrido durante la cena. Recordaba lo amable que había sido Pavel con él la tarde que había montado el columpio, y cómo le había parado la he­morragia de la rodilla y el cuidado con que le había aplicado el ungüento verde. Y aunque Bruno se daba cuenta de que normalmente Padre era un hombre muy amable y considerado, no le parecía justo ni co­rrecto que nadie hubiera impedido al teniente Kotler ponerse tan furioso con Pavel. Si en Auchviz eso era normal, más valía no llevarle la contraria a nadie; de hecho, lo mejor que podía hacer era mantener la boca cerrada y no causar ningún problema. Podía haber al­guien a quien no le gustara.

Su antigua vida en Berlín ya parecía un lejano re­cuerdo, y casi no se acordaba del aspecto de Karl, Da­niel y Martin, salvo que uno de ellos era pelirrojo.