CAPÍTULO 2 LUCILA, VIUDA DE GARCÍA

 

 

Madrid, 4 de noviembre de 1788

 

 

Queridísimo padre:

En mi anterior carta, la que le envié recién desembarcada en Cádiz, apenas me dio el ánimo para contarle la noticia de mi terrible pérdida. Con el paso de las semanas, me he recuperado lo suficiente como para relatarle con más detalle todo lo acontecido tras ese aciago día del Santiago Apóstol en el que perdí a mi querido esposo, devorado por las aguas frente a las costas de Cabo Verde.

Contarle, pues, que, cuando amainó la tormenta que se llevó a mi Juan, hice lo indecible para que se organizara una expedición de búsqueda. Argüí que cómo era posible que nadie lo hubiera visto precipitarse al mar y que por qué el capitán, al ver el temporal que se avecinaba, no había previsto dejar algunos marineros de guardia en cubierta, o en su defecto, esclavos, por si sucedía una desgracia de esas características y podían así lanzarse éstos al rescate del desventurado. Exigí que interrogaran a los negros que «como son muchos y están en todas partes —dije—, posiblemente alguno haya visto u oído algo que pueda ser de utilidad». ¿Y sabe, padre, lo que me replicaron entonces? El contramaestre tuvo el cuajo de decir que si uno de aquellos negros hubiera visto caer un hombre al agua, nunca lo contaría, por miedo a que se pensara que había aprovechado la cólera del mar para acabar con alguien de nuestra raza. Que, todo lo más, un negro temeroso de Dios habría hecho lo mismo que un buen cristiano. Arrojar al mar uno de los troncos que se apilan en las cubiertas de todas las naves a modo de salva-almas para que el desdichado pudiera aferrarse a él y llegar a tierra. Sonseras, quimeras y buenas palabras, el caso es que nadie hizo nada y así su hija de usted se quedó sin marido.

Pero no acaba aquí mi mala estrella. Varios días más tarde, cuando avistamos al fin las costas de Cádiz, la señorita Camelia Durán, una muy distinguida dama de Camagüey, que junto a su hermana Margarita viajaba con nosotros con el propósito de conocer a su ilustre familia de Córdoba, me dijo que, a ambas, les había llegado un retazo de inteligencia que me concernía. Uno que alcanzó sus oídos a través de la sirvienta que las acompañaba. Esta persona, de humilde condición pero blanca y con cristianas intenciones, había oído, por lo visto, un comentario que se cuchicheaba entre la negrada. Hablaba de una criatura nacida durante la tormenta y, como quiera que ella había visto durante el temporal a una mulata que parecía en dicho trance, no tuvo más que sumar dos con dos.

¡Dios mío, qué difícil es narrar a un padre —y más aún a usted, que tan estricto es con todo lo que tiene que ver con el decoro— lo que, a continuación, no tengo más remedio que desvelar! El caso es que, con los circunloquios y eufemismos a los que obliga una buena cuna, las señoritas Durán me vinieron a decir que una de las negras que viajaba con Juan y conmigo, Trinidad de nombre, usted ya sabe a quién me refiero, la habrá visto en nuestra casa… Sí, esa mulata desfachatada que anda siempre riendo y cantando, como si esta vida no fuera un valle de lágrimas, bueno, pues esa misma, la muy ramera, resulta que dio a luz una cría cuya presencia los esclavos se confabularon para silenciar hasta llegar a puerto. Una niña del color del membrillo atarazado según las señoritas Durán. Y como quiera que a mí eso del membrillo me decía poco y nada, Camelia, la mayor de las damas, bajó la voz hasta convertirla en un suspiro para añadir la expresión «color café con leche», y luego, como hice como que no comprendía, la otra, Margarita, me cuchicheó directamente al oído: «Mulata y muy, pero que muy clarita». Como si supiera. Como si ella y su hermana hubieran adivinado lo que sé desde hace tiempo, pero finjo que no me entero. Porque dígame, padre, ¿qué ha de hacer una esposa decente cuando hace tiempo que se ha madrugado ya de que su marido prefiere las carnes de ébano a las de blanquísimo marfil, las caderas sinuosas a la cintura de avispa, el tosco percal a la más suave muselina? Usted es varón, por lo que no puedo esperar que comprenda lo que se sufre con las humillaciones que soportamos las esposas. Pero se acabó. Para mi mal —o, mejor aún, para mi bien—, ya no soy una esposa. Pertenezco ahora a la única estirpe de mujeres libres que el mundo y la buena sociedad acepta con todos los parabienes. La bendita condición de viuda. Y no le quepa la menor duda, padre, de que voy a hacer uso —¡y cómo!— de todas sus prerrogativas. Sépase por tanto que, desde que llegué a España, he empezado a ejercer como tal haciendo lo que era menester. Y no le digo más. El suelto de periódico que adjunto a estas líneas habla, creo, por sí mismo. Apareció el 7 de los corrientes y fue publicado en el conocido y reputado El Correo de Madrid.

 

 

Decirle también, padre, que, apenas cinco semanas después de aquel malhadado día del Santiago Apóstol, al que ya nunca elevaré mis preces, y tras pasar unas jornadas en Cádiz, ciudad que me ha parecido bella pero terriblemente húmeda, me he instalado aquí, en esta villa de Madrid, de clima serrano. Dicen que el verano es atroz y el invierno cruel, pero ambos son secos, por lo que espero resulte salutífero para mis maltrechos pulmones. Como viuda que soy y por tanto sin tener que dar cuentas a nadie, qué gran placer, empecé por alquilar varias habitaciones en la parte superior de una hermosa casa cerquita de una puerta que aquí llaman del Sol, gracias a la recomendación que me hicieron Camelia y Margarita Durán. Ellas me pusieron en contacto con otra de sus hermanas, de nombre Magnolia, propietaria de ésta. Señorita esta también dignísima (y sospecho que también dignísimamente arruinada, aunque haga lo imposible por no aparentarlo). Decirle por fin que el anuncio de venta que he adjuntado a estas letras obtuvo pronta y más que satisfactoria respuesta. Nada menos que por parte de Manuel Martínez, un director teatral muy conocido en esta villa y corte. Con él cerré ayer mismo la primera de las transacciones que me he propuesto, la de la mocosa bastarda que él se llevará en cuanto podamos destetarla, cinco o seis semanas, calculo yo. Tan rápida y conveniente ha sido su venta que creo que me lo voy a tomar como una señal de que vuelve a sonreírme la suerte. Tenía para mí que iba a costarme Dios y ayuda deshacerme de la currutaca. Al fin y al cabo, ¿quién quiere una negra tan pequeña que ha de alimentar y vestir hasta que pueda serle de utilidad? Sin embargo, Martínez me ha explicado algo que yo ni siquiera podía imaginar. Parece ser que, acá en la metrópoli y entre personas de calidad, tener un criado negro y vestirlo como un duque con su peluca y sus alamares, o un esclavo palafrenero al que disfrazar de Negus de Abisinia, o bien adoptar una niñita negra y llenarla de lazos y de bodoques es muy dernier cri. Expresión esta desconocida para su hija de usted, pero resulta que, en la villa y corte, quien no habla francés es un mindundi, de modo que, desde este mismo momento, forma ya parte de mi vocabulario. Resumiendo y para no aburrirle, querido papá, que ya sé lo mucho que deplora las cartas extensas y de caligrafía apretada, ignoro qué hará Martínez con su nueva adquisición cuando se la lleve. No lo veo yo en el papel de padre putativo de mulatitas, por muy graciosas que sean, pero cosas más raras se han visto. En realidad, qué quiere que le diga, nada de lo mencionado es de mi incumbencia. Bastante me está costando hacerme a los modos y modas de la buena sociedad de acá como para cuestionar sus extravagancias. En cuanto a la esclava adulta, me ha dicho Manolo (en efecto, Martínez y yo de vez en cuando nos llamamos ya por nuestros nombres de pila. Un hombre encantador y todo un caballero, pese a su profesión)… Manolo, pues, dice que le va a pasar el dato a sus amistades, que son muy variadas y heterogéneas. Es posible, opina él, que le interese incluso a alguno de los afamados actores o célebres actrices con los que trabaja. Al parecer, y según me ha platicado, en el mundo del teatro las gentes de color también están muy demandadas. Los varones son fuertes como mano de obra e infatigables como animales de carga mientras que las hembras tienen fama de ser hábiles peluqueras y muy mañosas con la aguja. Total, que unos y otras sirven lo mismo para un roto que para un descosido, dice Martínez. Ocurre además que el dernier cri se extiende también a la escena, de modo que, siempre según Manolo, en las compañías teatrales de postín como la suya no pocas veces se utilizan negros para entretener al público con sus bailes y primitivos cantos a modo de entremés. Algunos esclavos con especial talento incluso llegan a actuar en ciertos sainetes. O a tener su propio número teatral como lanzadores de cuchillos, acróbatas o nigromantes, llegando a adquirir tal fama que unos pocos logran, con el dinero que van apartando de aquí y de allá, comprar, al cabo de un tiempo, su libertad y hacerse ricos, imagínese qué dislate. En fin, y para concluir, el caso es que tengo vendida a la mocosa pero no aún a la madre, aunque confío hacerlo cuanto antes. Ver la cara de esa negra desagradecida y traidora cuando me sirve el almuerzo o la cena me recuerda demasiado mi terrible pérdida. Menos mal que ahora tengo a Martínez para que me distraiga. Hemos empezado a entablar una amistad cordial. Tanto que ha prometido llevarme a no mucho tardar al teatro para ver, en palco preferente por supuesto, la obra que ahora tienen en cartel y cuyo autor es nada menos que el gran Leandro Fernández de Moratín. La petimetra, así se llama la pieza y el título, desde luego, no puede ser más afín al aspecto físico que quiero alcanzar en breve. Mundana, elegante, refinada, francesa, delicada… así ha comenzado a ser ya su hija de usted, requerida —tan casta como galantemente me apresuro a apostillar para que quede tranquilo al respecto— por el director de moda. Figúrese que Martínez incluso está empeñado en que participe como mecenas en su próxima producción escénica. Celeste, la otra negra, ésta sí fiel y eficaz, que tengo a mi servicio, dice que ella se barrunta que esa palabra, «mecenas» —que por supuesto no ha oído en su vida—, no es más que una linda forma de disimular esta otra: «sablazo». Pero qué sabrá una negra iletrada de las cosas del mundo. Para recibir, a veces no hay más remedio que dar, al menos un poquito y siempre con cuentagotas. ¿No le parece, padre? Y ahora sí, después de contarle lo bien que me va (tanto que se han disipado como por ensalmo todos mis viejos achaques), me despido. Martínez me visita hoy y he de hacerme la toilette como dicen acá. Y en Madrid, ninguna dama de mis posibles tarda menos de cuatro horas en ello, sobre todo, por la dificultad que entrañan los peinados. Ni se imagina padre lo que es, por ejemplo, que le elaboren a una sobre la cabeza un hérisson o pouf de cuatro palmos de altura, todo un prodigo de ondas y bucles en cascada. Una auténtica obra de arte mitad martirio, mitad tortícolis. Por suerte, la creación, una vez elaborada, dura hasta seis semanas con el consiguiente ahorro que eso supone. Según tengo entendido, para mantener convenientemente enhiesto y duro tal monumento capilar, se utiliza zumo de frutas y algo de melaza. Espero que tanta dulzonería no convierta mi pouf dentro de unos días en nido de piojos, chinches, cucarachas y hasta ratones. Pero no, claro que no. Cosas así no pasan en la metrópoli, de ninguna manera.

Le abraza y bendice su hija que lo es,

 

Lucila Manzanedo, viuda de García.