CAPÍTULO 34 UNA NOCHE DE AMOR
–Me voy, Tana.
—¿Cómo dices?
—Ya me has oído, querida, he decidido dejar Madrid, al menos durante una temporada, es lo más sensato. El ambiente de la corte está más enrarecido que nunca después de la conjura tan poco hábil de Malaspina. Nadie se fía de nadie y luego está la actitud del rey para conmigo.
—¿Qué pasa con don Carlos?
—Nada, y precisamente eso es lo extraño. Desde que se descubrió tan torpe conspiración, no me ha vuelto a convocar. Ni para las veladas musicales que organiza en palacio, ni para la última cacería, que era, por cierto, la más importante de la temporada…
—¿Qué sospechas que pueda pasar?
—Nada bueno, me temo. Malaspina ha dado con sus huesos en la cárcel y Jovellanos, al que, como a mí, este hombre había incluido en su malhadada lista de futuros ministrables, prudentemente se ha retirado a Gijón con no sé qué excusa familiar.
—Todo el mundo sabe que tú no has tenido nada que ver con esa conjura.
—Sí, todos menos Godoy, al que los reyes vuelven a apoyar como en sus mejores tiempos.
A Cayetana le gustaría contarle que se ha visto con Manuel y que está segura de que no tomará represalias contra él, pero prefiere no revelarle la entrevista. Además, le preocupa el aspecto de su marido. Se ha dejado una pequeña barba rubia que afila demasiado sus rasgos, y la llegada de los fríos ha vuelto a traer consigo esa tos impenitente que tanto le atormenta, aunque él ha aprendido a disimularla con mucha elegancia. Quizá tenga razón, tal vez sea buena idea que se ausente por un tiempo. Desaparecer de la corte permitirá que los ánimos se enfríen y que una nueva conjura —porque la habrá, de eso no hay duda, son una constante en la vida de favorito— haga que se olvide el último naufragio de Malaspina. «Por supuesto, nos iremos juntos —se dice—. Voy a planearlo todo. ¿Adónde es mejor ir? A cualquier lugar lejos de los rigores del invierno castellano y así de paso acabar con esos enojosos catarros suyos». Podrían instalarse unos meses en Sevilla, en el palacio de las Dueñas o en el de Medina Sidonia en Sanlúcar de Barrameda, que es de la familia de José y al que tiene especial cariño. Cualquiera de los dos será perfecto. Buen tiempo, mejor comida y los dos solos, como antes. O mejor dicho, como nunca antes.
Así se lo dice a José, pero a él no le parece buena idea.
—Nada me gustaría más —se excusa cortés—. Pero no es conveniente. Parecería una huida.
—¡Nadie pensará tal cosa! Es perfectamente normal que un matrimonio se vaya fuera una temporada.
—Nosotros no somos un matrimonio «perfectamente normal», querida.
Lo ha dicho con una sonrisa tan cansada que a Cayetana le duele casi más que el contenido de sus palabras.
Se encuentran en una de las salas más pequeñas de Buenavista, la misma en la que María Luz da su clase de piano. Son las siete y media, la hora en que la niña suele subir a darles las buenas noches, como hace ahora.
—Venga, mami. ¿Te acuerdas de lo que dijimos? Que íbamos a cantarle juntas una canción a papá.
—Es verdad, mi sol, pero ahora mismo no tengo ganas de canciones…
Luz la mira. Está acostumbrada a los cambios de humor de su madre, pero sigue insistiendo. Es como si hubiera heredado de ella esa forma tan particular que tiene de salirse siempre con la suya.
—Me lo prometiste y he estado ensayando toda la tarde para no equivocarme, sólo una vez, por favor…
Al final, es José el que intercede.
—¿Qué canción era esa que has estado preparando?
—Una que me ha enseñado mademoiselle Renard. Es una sorpresa. ¿Puedo entonces?
Luz se sienta al piano. Sus pies no llegan a los pedales, pero aun así suena muy bien el comienzo de la canción que ha preparado para su padre. José se ha puesto de pie a su lado. «Yo te ayudo a pasar las páginas», se ofrece, y Cayetana se dice que aquél también sería un hermoso cuadro para Goya: Luz, con el pelo suelto sobre los hombros tal como lo lleva siempre su madre, en camisón y bata, tocando Au clair de la lune al tiempo que José acompasa cada acorde con un leve y aprobatorio movimiento de cabeza mientras Caramba, que no ha querido perderse la fiesta, ladra al compás.
Luz no es la hija con la que él soñó. Durante mucho tiempo apenas le había prestado atención. Cuántas veces había tenido que pedirle que le diera un beso de buenas noches o que asistiera, al menos unos minutos, a las pequeñas fiestas de cumpleaños que Rafaela y ella preparaban para recordar el día en que el maestro Martínez la trajo a aquella casa. Tuvieron que pasar los años y llegar la música para que ésta los uniera. «La niña tiene un don natural», le había dicho un día cuando por azar entró en aquella misma habitación en la que están ahora cuando Luz hacía sus primeras escalas. Desde entonces, muchas veces había sorprendido a José escuchando a escondidas tras la puerta para comprobar cómo iban sus progresos.
—¿La cantamos esta vez juntos, papá?
—Muy bien, desde el principio entonces.
No fue hasta que Luz se despidió con un beso a cada uno y un «Mañana aprenderé para ti una mucho más difícil, ¿qué te parece, papá?» cuando a Cayetana se le ocurrió la idea. ¿Sí, qué se lo impedía? Sólo necesitaba esperar a que José consumara todos sus rituales nocturnos. Él amaba la rutina. Decía que era la bendición de los inteligentes y la desesperación de los necios. Por eso Cayetana sabía exactamente lo que iba a ocurrir cuando Caramba y su hija se marcharan. Al cabo de unos minutos su marido se pondría en pie estirando ligeramente su levita y luego se dirigiría al viejo reloj de mesa inglés que había cerca del piano. Comprobaría con el suyo de bolsillo que estaba en hora y luego les daría cuerda a los dos despidiéndose hasta mañana con una frase que resumiría lo antes hablado: «Ya discutiremos los pormenores de mi viaje mañana, querida», diría más o menos, al tiempo que le daba su habitual beso en la frente.
Ella le dejó hacer: «Buenas noches, José, que duermas bien», se despidió antes de apagar las velas conservando sólo un candelabro de dos brazos con el que, no bien su marido desapareciera por la puerta, correría a su habitación para prepararse. Ni siquiera pensaba tomarse la molestia de llamar a una de sus doncellas, tampoco a Rafaela, la ceremonia que planeaba a continuación quería vivirla sola.
Como una adolescente, como una novia, empezó a prepararse para él. Buscó en los más olvidados armarios y en las más recónditas gavetas, los camisones de seda de su ajuar de boda llenos de filtirés, jaretas y festones que jamás había usado. Eligió entre todos uno celeste con puntillas blancas que le pareció entonaba bien con su pelo oscuro y mejor aún con el inusitado arrebol de sus mejillas. ¿Un poco de kohl gris azulado en los ojos combinado con un par de gotas de belladona para agrandar sus pupilas tal vez? Aquél era un truco que daba a su mirada una profundidad especial, pero lo reservaba para las ocasiones, como sus veladas de teatro por ejemplo, o sus furtivos encuentros con Godoy y con Pignatelli. Precisamente por eso decidió no usarlo. Hoy todo había de ser inaugural, distinto, al fin y al cabo, iba a ser su primera noche.
Antes de salir se mira en el espejo de su cuarto de vestir. No está nada mal para ser una novia de treinta y tres años. Se retira un poco el pelo de la cara y le complace ver cómo le tiembla el pulso. «Vamos, Tana, ha llegado el momento, ¿dónde está la bata, dónde tus babuchas? Shhh, que nadie te vea ni te oiga. ¿Qué dirían los criados si llegaran a verte?». Y se ríe respondiéndose que lo más probable es que pensaran que corre en busca de cualquier abrazo salvo aquel en el que piensa refugiarse minutos más tarde.
Ya está ante la puerta de las habitaciones de su marido. El tictac de un reloj lejano acompasa los latidos de su corazón mientras, como una intrusa, como una furtiva, atraviesa una primera sala de estar, luego un cuarto de vestir y se detiene antes de abrir la última de las puertas, la que da paso al dormitorio. Qué típico de José, se dice, es dormir con la ventana levemente entornada y las cortinas abiertas para que lo despierte el primer sol de la mañana. Cayetana ni siquiera recuerda cuándo estuvo por última vez allí, por eso agradece la complicidad de la luna que le permite moverse como un ladrón en la noche. Un par de pasos más y estará ante la cama, entonces podrá deslizarse entre sus sábanas. ¿Y si se alarma, y si se enfada?: «¿Pero se puede saber qué haces, me has dado un susto de muerte, qué mosca te ha picado, Tana…».
No ocurre nada de eso. Cayetana separa las cortinas de su cama. Qué serena le parece su cara al relumbre de la luna y qué acompasada su respiración comparada con la suya, que se acelera y agita. Ya está su cuerpo pegado al de su marido, qué bien parecen acoplarse su pecho a la espalda de José, sus piernas a la oquedad que forman las de él dobladas en ángulo como piezas de un viejo puzle que casi se ensamblan solas. Cayetana desliza su mano izquierda sobre el muslo de su marido. A José le gusta dormir desnudo. «Ni siquiera eso sabía», piensa con un punto de amargura, pero enseguida sus dedos se vuelven exploradores. Hay tanto que descubrir. Lentos, muy cautos y hábiles han de ser, para despertar los sentidos pero no a su dueño, encender la piel pero no el recelo. Ahora es su lengua la que se ha aventurado a rozar el vello de su nuca. Leve, húmeda, taimada, vamos, un poquito más arriba mientras sus manos vagan por ahí teniendo ideas propias. Lo que más le preocupa es su loco corazón. Golpea de tal modo contra la espalda de José que Cayetana no comprende cómo no la ha delatado ya.
Dios mío, se ha despertado. El cuerpo de José acaba de darse la vuelta. Ahora están el uno frente al otro, piel contra piel. Cayetana aguarda. ¿Qué le dirá él? ¿Y qué responderá ella? Piensa a toda prisa unas torpes palabras. «Si tienes que irte de Madrid, me iré contigo. Adonde quieras, el tiempo que tú quieras, pero juntos. No es tarde para empezar de nuevo, José, todavía somos muy jóvenes…». Pero los ojos de su marido permanecen cerrados. No los abre en ningún momento. Ni cuando, después de unos segundos de espera, ella se atreve a enredar sus dedos en el pelo de su pecho, ni cuando se deslizan hacia abajo buscando otros enredos. Ni un sonido, ni una palabra, ni un comentario, son sus cuerpos los que hablan y lo hacen con elocuencia. Es bastante más tarde cuando ahítos y jadeantes ríen y se abrazan al ver cómo la luna platea sus cuerpos, cuando su marido habla por primera vez y es sólo para decir:
—Bienvenida, mi amor, hace años que te esperaba.