Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 14 страница
Convencido de que en el lejano futuro la humanidad habría logrado desarrollarse plenamente a un nivel tanto científico como espiritual, el viajero del tiempo surcaba a lomos de su máquina las estepas del mañana, hasta detenerse en el año 802.701, una fecha escogida al azar, lo suficientemente remota como para poder corroborar in situ sus predicciones. Alumbrado por el tembloroso resplandor de una lámpara de parafina y amedrentado por las amenazas de la casera que la brisa de agosto acarreaba hasta su ventana, Wells relató de corrido y a trompicones la incursión de su inventor en un mundo que parecía todo él un jardín de ensueño. Para completar el hechizo, aquel edén estaba habitado por los elois, unos humanos extremadamente bellos y delicados, el primoroso resultado de una evolución humana que, aparte de enmendar las debilidades de la especie, había aprovechado también para desembarazarse en el camino de la fealdad, la rudeza y demás lastres estéticos. Según pudo comprobar el viajero una vez se mezcló con ellos, los frágiles elois llevaban una vida apacible, en armonía con la naturaleza, sin leyes ni gobiernos, libres también de enfermedades, estrecheces económicas o cualquier otro tipo de complicación que convirtiera la supervivencia en un esfuerzo. Tampoco parecían conocer el concepto de propiedad privada: todo se compartía en aquel vergel, en aquella suerte de paraíso social que encarnaba los mejores vaticinios de la Ilustración sobre el devenir de la civilización. Como un demiurgo benévolo y algo romanticón, Wells incluso hizo que el inventor entablara una amistosa relación con una eloi llamada Weena que, después de que la salvara de morir ahogada en el río, no dejaba de seguirlo a todas partes, embelesada como una niña por el carisma que exudaba el extraño. Frágil y menuda como una muñequita de Dresde, Weena aprovechaba el menor descuido del inventor para enjaezarlo con guirnaldas o abastecerle los bolsillos de flores, gestos que delataban un agradecimiento que no podía expresarle en su lengua, que aunque sonora y dulce al inventor le resultaba descorazonadoramente opaca.
Y una vez pintado tan idílico cuadro, Wells procedió a destrozarlo con una despiadada e irónica lucidez. Un par de horas de convivencia con los elois le bastaron al viajero para comprender que las cosas no eran como parecían: se hallaba ante unos seres indolentes, sin inquietudes culturales ni espíritu de superación, incapaces incluso de generar sentimientos elaborados, un hatajo de holgazanes imbuidos en un hedonismo que rayaba con la simpleza. En aquellos zánganos emocionales, sumidos en una decadente y casi testimonial existencia, había desembocado la raza humana al verse libre de las amenazas que hacían fermentar el coraje en el alma de los hombres, pues la inteligencia no afloraba donde no había cambio ni necesidad de cambio. Por si eso fuera poco, la inesperada desaparición de su máquina del tiempo hizo sospechar al inventor que los elois no eran los únicos habitantes de aquel mundo. Era evidente que debía existir otra presencia, dotada de la fuerza necesaria para arrastrar su máquina del sitio donde la había dejado y esconderla en el interior de una enorme esfinge que adornaba el paisaje. No se equivocaba: bajo la superficie de aquel paraíso de mentira moraban los morlocks, unas criaturas simiescas, temerosas de la luz diurna que, como no tardaría en descubrir con espanto, habían sufrido una regresión a un estado de canibalismo salvaje. Eran los morlocks quienes alimentan a los elois, con el propósito de cebar a sus vecinos de arriba para luego devorarlos en su mundo subterráneo. Pero pese a sus reprobables aficiones culinarias, el viajero tuvo que reconocer que también era en aquella raza feroz donde a duras penas sobrevivía la inteligencia de la humanidad, reducida a una triste zurrapa de raciocinio que el manejo de las máquinas que poblaban sus túneles les ayudaba a conservar.
Temiendo quedar varado en el futuro, sin posibilidad de regresar a su época, el inventor no tenía otro remedio que seguir los pasos de Eneas, Orfeo y Heracles y descender a los infiernos que suponía el reino de los morlocks en busca de su máquina, en la que, una vez recuperada, emprendía una enloquecida huida a través del tiempo, ahondando en el mañana, hasta encallar en una playa tétrica que se extendía bajo un cielo negruzco. Un rápido vistazo a aquel nuevo futuro, inundado por un aire enrarecido que escocía en los pulmones, le informó que la vida se había escindido en dos especies: unas enormes y algo chillonas mariposas blancas, y unos monstruosos cangrejos provistos de amenazantes pinzas de las que prefirió huir. Intrigado no ya por el destino del hombre, cuya existencia parecía haberse borrado sin remisión, sino por la suerte de la propia Tierra, el inventor proseguía su viaje avanzando a zancadas de mil años. En su siguiente parada, a más de treinta millones de años de su época, lo recibía un planeta desolado que casi había dejado de rotar, una peonza cansada apenas iluminada por un sol que expiraba lánguidamente. Una perezosa nevada se afanaba en sepultar bajo su blancuzca mortaja un paraje del que había desertado todo sonido que delatara vida. Eltrino de los pájaros, el balido de las ovejas, el zumbido de los insectos y los ladridos de los perros que trenzaban la partitura del mundo no eran ahora más que un dudoso recuerdo en la memoria del viajero. Reparaba entonces en una extraña criatura provista de tentáculos que chapoteaba en el mar rojizo que tenía delante, y un ligero temor barría su apesadumbrada tristeza, obligándolo a subir de nuevo en su máquina. Sobre el sillón, con el tiempo en sus manos, lo invadió un terrible hastío. No sentía ya curiosidad por ver los lúgubres cuadros que pudiesen aguardarlo más adelante en el futuro, tampoco por retroceder al pasado, ahora que sabía que todos los éxitos que había cosechado el hombre eran un desvelo baldío, y decidió que había llegado el momento de regresar a la época a la que verdaderamente pertenecía. En su viaje de regreso terminó cerrando los ojos, pues fue incapaz de ver cómo el mundo reverdecía a su alrededor, cómo el sol recobraba su sofocado fulgor, cómo se erguían de nuevo las casas y los edificios que testimoniaban los logros y las modas de la arquitectura humana, ahora que la marcha atrás convertía la extinción en un falso renacimiento, y solo volvió a abrirlos una vez lo asediaron los familiares muros de su laboratorio. Entonces giró la palanca y el mundo dejó de ser una vaga nebulosa para adquirir su habitual consistencia.
Una vez de regreso en su época, escuchaba voces y ruido de platos en el comedor, y descubría que había detenido su máquina justo el jueves siguiente a su partida. Tras detenerse, unos minutos a recuperar el aliento, el inventor aparecía ante sus invitados, aunque no lo impulsaba tanto el deseo de compartir con ellos su historia como el fragante olor del asado, que constituía una tentación irresistible tras la dieta de fruta a la que había sido sometido en el futuro. Después de matar su hambre con salvaje apetito para asombro de sus invitados, que contemplaban atónitos su palidez cadavérica, los abundantes cortes de su cara y los extraños manchurrones que engalanaban su chaqueta, el viajero pasaba a relatarles al fin su aventura. Por supuesto, nadie creía su fabulosa aventura, por mucho que les mostrara las extrañas flores blancas que todavía conservaba en los bolsillos o el lamentable estado en que había quedado su máquina. En el epílogo de la novela, Wells dejaba al narrador, uno de los invitados del viajero del tiempo, acariciando las extrañas flores mientras hacía una reflexión esperanzadora: aun cuando la inteligencia y la fuerza hayan desaparecido, la gratitud seguirá latiendo en el corazón del hombre.
Cuando finalmente vio la luz en mayo de 1895, bajo el título de La máquina del tiempo, la novela causó un gran revuelo. En agosto Heinemann ya había producido seis mil copias en rústica y mil quinientas en tapa dura, y todo el mundo hablaba de ella, aunque no por lo que tenía de revulsiva. Wells se había esforzado en ofrecer una visión tan metafórica como demoledora de las consecuencias últimas que acarrearía la rígida sociedad capitalista. ¿Quién no iba a entrever en los morlocks el resultado evolutivo de la clase obrera, embrutecida por las pésimas condiciones laborales y extenuantes jornadas de trabajo de sol a sol, una labor que el mundo iba desplazando discretamente a los lugares subterráneos, reservando la superficie para el pavoneo de las clases acomodadas? Con el propósito de sacudir la conciencia de los lectores Wells incluso había invertido los roles sociales, haciendo que los elois, inútiles y bellos como los reyes carolingios, fuesen el alimento de los morlocks, quienes, pese a su deformidad y barbarie, presidían la cadena alimenticia. Sin embargo, para su sorpresa, todos sus intentos por concienciar a la población palidecieron ante la excitación social que desató la idea del viaje en el tiempo. Pero una cosa estaba clara: fuera por lo que fuese, aquella novela escrita bajo unas condiciones tan desfavorables, y que incluso había tenido que publicarse acompañada de un catálogo publicitario con el que otorgar cierto empaque de libro a una obra de poco más de cuarenta mil palabras, le había abierto las puertas de la gloria o al menos lo había acercado a ellas. Y eso era mucho más de lo que había esperado cuando escribió la primera de aquellas cuarenta mil palabras.
Lo primero que hizo al encontrarse convertido en un autor de éxito, fue quemar todos los ejemplares que pudo encontrar de Los argonautas del tiempo, aquel desvarío juvenil, como un asesino que limpiara las huellas de su crimen. No quería que se descubriera que la perfección que todos achacaban a La máquina del tiempo era el resultado de un largo tanteo, que no había surgido tal cual de su mente presumiblemente extraordinaria. Luego trató de disfrutar de la fama, aunque no le resultó fácil. Era un autor de éxito, sí, pero era un autor de éxito con una extensa familia que mantener. Y aunque Jane y él se habían casado y mudado a una casa con jardín en Woking —entre las sombrereras de Jane, como un patito entre pollos, había viajado el canasto—, Wells no podía permitirse bajar la guardia. Un alto para descansar era impensable. Tenía que continuar escribiendo, cualquier cosa, lo que fuese, aprovechando que los escaparates estaban rendidos a sus pies.
Aquello no supuso ningún problema para Wells, por supuesto. Le bastó con recurrir al canasto. De su interior, cual prestidigitador hurgando en su chistera, Wells sacó otra novela, titulada La visita maravillosa. En ella narraba cómo una noche de agosto, calurosa y húmeda, un ángel se despeñaba del cielo para ir a caer en los pantanos de un pueblecito llamado Sidderford. Al enterarse de la llegada de aquel ave extraordinaria, el vicario del pueblo, ornitólogo aficionado, salía con su escopeta dispuesto a darle caza, e incluso llegaba a destrozarle de un balazo su hermoso plumaje, antes de compadecerse de él y trasladarlo a su vicaría para curarlo. Aquel trato familiar hacía comprender al vicario que aunque diferente, el ángel era una criatura admirable y dulce de la que tenía mucho que aprender.
Al igual que La isla del doctor Moreau, la novela que escribiría apenas unos meses después, el argumento de esa obra no le pertenecía, pero Wells intentó no verlo como un expolio, sino como su particular homenaje a la memoria de aquel hombre excepcional llamado Joseph Merrick, quien había fallecido, del espantoso modo que auguró Tresves, dos años después de la inolvidable ceremonia de té. Y ciertamente le parecía un homenaje más considerado que el que le había hecho el propio cirujano quien, según había oído, ahora exhibía su torcido esqueleto en un museo que había instalado en el Hospital de Londres. Tal y como le dijo aquella tarde, Merrick había pasado a la Historia.
Y La máquina del tiempo, esa obra de escritura embrollada que tanto le debía, quizás lograra hacer lo mismo con él. Quién podía saberlo. De momento, le había deparado más de una sorpresa, se dijo, recordando la máquina del tiempo, idéntica a la que había descrito en su novela, que tenía oculta en el desván.
El crepúsculo había comenzado a macerar el mundo, envolviéndolo en una luz cobriza que ennoblecía todo cuanto tocaba, incluyendo a Wells, que sentado y quieto en la cocina, parecía una escultura de sí mismo hecha de harina. Sacudió la cabeza para espantar los recuerdos que había desencadenado la virulenta crítica del Speaker y tomó el sobre que esa tarde había aparecido en su buzón. Esperaba que no fuera la carta de otro periódico invitándole a predecir el futuro. Desde la publicación de La máquina del tiempo la prensa parecía haberlo erigido en oráculo oficial, y no cesaban de exhortarlo para que exhibiera entre sus páginas sus presuntas dotes adivinatorias. Pero tras abrir el sobre comprobó que esta vez no le requerían ningún vaticinio. Lo que tenía en las manos era un folleto publicitario de la empresa de Viajes Temporales Murray, acompañado de una tarjeta en la que Gilliam Murray lo invitaba a formar parte de la tercera expedición al año 2000. Wells apretó los dientes para no deshacerse en insultos, arrugó el folleto y lo lanzó lejos de sí, como instantes antes había hecho con la revista.
El gurruño de papel trazó un vuelo errático hasta estrellarse en el rostro de un hombre que se suponía que no debía estar allí. Wells observó sobresaltado al intruso que había aparecido en su cocina. Era un hombre joven y elegante, que ahora se acariciaba la mejilla donde había hecho blanco la bola de papel y sacudía resignadamente la cabeza, como si reprobase la travesura de un niño. Junto a él, algo retrasado, se encontraba otro individuo, cuyos rasgos eran tan parecidos a los del primero que entre ellos debía existir por fuerza algún parentesco. El escritor contempló al que estaba más adelantado, dudando entre pedirle disculpas por haberle apedreado con el gurruño o preguntarle qué rayos hacían en su cocina. Pero no tuvo tiempo de ninguna de las dos cosas porque el hombre le tomó la delantera.
—El señor Wells, supongo —dijo, al tiempo que levantaba su brazo y le apuntaba con un revólver.
XIV
Un joven con cara de pájaro. Eso se le antojó a Andrew el autor de La máquina del tiempo, la novela que había revolucionado toda Inglaterra mientras él merodeaba como un espectro por los bosques de Hyde Park. Tras encontrar la puerta principal cerrada, en vez de llamar, Charles lo había conducido con pasos furtivos a la parte trasera y, tras cruzar un pequeño jardín algo descuidado, habían irrumpido en la modesta y estrecha cocina en la que se amontonaban ahora.
—¿Quiénes son ustedes y qué hacen en mi casa? —preguntó el escritor sin decidirse a levantarse de la mesa, quizás porque de ese modo su cuerpo quedaba menos expuesto a la pistola que lo apuntaba, que sin duda era la responsable de que hubiese formulado su pregunta en aquel tono incongruentemente educado.
Sin dejar de encañonar al escritor, su primo se volvió a mirarlo, haciéndole una seña con la cabeza. Le había llegado el turno de participar en la función. Andrew contuvo un suspiro de descontento. Le parecía excesivo irrumpir en casa del escritor a punta de pistola, y lamentaba no haber aprovechado el trayecto para trazar el plan que seguirían una vez llegaran a la casa, dejándolo todo en manos de su primo, que llevándose por la improvisación había logrado crear una situación verdaderamente incómoda. Pero ya era tarde para volver atrás, así que Andrew avanzó hacia Wells, decidido también a improvisar. No tenía la menor idea de qué hacer. Lo único que tenía claro era que su actuación debía resultar acorde con la actitud adusta y resuelta que mantenía su primo. Sacó el recorte de su chaqueta y, con el gesto brusco que exigía la situación, lo colocó en la mesa, entre las manos del escritor.
—Quiero impedir que esto ocurra —dijo, imponiendo a sus palabras un tono categórico.
Wells miró el recorte sin interés, luego contempló a los dos intrusos, haciendo oscilar su mirada de uno a otro como un péndulo, y finalmente consintió en leerlo. Estuvo unos instantes sumido en su lectura, sin que su rostro trasluciera ninguna expresión.
—Lamento decirles que este trágico hecho ya ha ocurrido, por lo que forma parte del pasado. Y el pasado, como sabrán, es inmutable —dijo con displicencia, devolviéndole el recorte a Andrew.
Tras un momento de duda, Andrew tomó el amarillento papelito y, un tanto desconcertado, volvió a guardárselo en el bolsillo. Visiblemente incómodos por la íntima proximidad a la que los obligaba la angostura de la cocina, donde no parecía caber ni un alfiler —se equivocaban: cabía un cuerpo más, si era lo bastante delgado, e incluso uno de esos nuevos modelos de bicicleta que empezaban a hacer furor, mucho más ligeros que los anteriores gracias a la incorporación de los radios de aluminio, el cuadro tubular en forma romboidal y los modernos neumáticos—, los tres se limitaron a observarse tontamente, como actores que de repente hubiesen olvidado cómo seguía la escena.
—Se equivoca —dijo Charles, súbitamente iluminado—. El pasado no es inmutable. No, si disponemos de una máquina capaz de viajar en el tiempo.
Wells lo contempló con una mezcla de lástima y cansancio.
—Entiendo —murmuró, como si acababa de comprender con hastiada decepción de qué se trataba todo aquello—. Pero se equivocan si creen que yo dispongo de una. Soy un simple escritor, caballeros —se encogió de hombros, en gesto de disculpa—. No tengo ninguna máquina del tiempo. Solo la imaginé.
—No le creo —replicó Charles.
—Es la verdad —suspiró Wells.
Charles buscó la mirada de Andrew, como si este pudiera decirle cómo continuar con aquel delirio. Pero habían llegado a un callejón sin salida. Andrew estaba a punto de pedirle que bajara el arma cuando en la cocina entró una mujer con una bicicleta. Se trataba de una muchachita delgada y bajita, sorprendentemente hermosa, que parecía haber sido creada con insólito primor por un dios aburrido de modelar especimenes vulgares. Pero lo que realmente llamó la atención de Andrew fue la máquina que la acompañaba, uno de esos instrumentos llamados bicicletas que estaban desbancando a los caballos porque permitían recorrer sin apenas esfuerzo y en apacible silencio las carreteras campestres. Charles, en cambio, no se dejó distraer por el chisme. Identificó de inmediato a la muchachita como la esposa de Wells y, en apenas un segundo, la agarró del brazo y le colocó en la sien izquierda el cañón del revólver. Lo hizo con una rapidez y soltura que sorprendieron a Andrew, como si llevara toda su vida practicando aquellos movimientos.
—Le daré otra oportunidad —dijo Charles, dirigiéndose al escritor, que había palidecido súbitamente.
Se produjo a continuación un diálogo tan intrascendente como idiota, que narraré tal cual, pese a su escasa relevancia, simplemente porque no es mi intención dar un lustre extra a ninguno de los episodios de este relato:
—Jane —dijo Wells, con un hilo de voz casi inaudible.
—Bertie —respondió Jane, desconcertada.
—Charles… —empezó Andrew.
—Andrew —le cortó Charles.
Luego, silencio. La luz del atardecer afilando sus sombras. La cortinita de la ventana retemblando apenas. La brisa arrancando un bisbiseo fantasmal al sacudir las ramas del árbol que se erguía como una pica torcida en el jardín. Un macilento corrillo de espectros sacudiendo la cabeza avergonzados del torpe dramatismo de la escena, en el caso de que esto fuera una novela de Henry James, quien por cierto también se dejará ver por esta historia.
—De acuerdo, caballeros —exclamó al fin Wells en tono amistoso, levantándose resueltamente de la silla—. Creo que podremos solucionar esto de un modo civilizado, sin que nadie salga herido.
Andrew miró implorante a su primo.
—De usted depende, Bertie —sonrió socarronamente Charles.
—Suéltela y les mostraré mi máquina del tiempo.
Andrew contempló atónito al escritor. ¿Eran ciertas las sospechas de Gilliam Murray, entonces? ¿Poseía Wells una máquina del tiempo?
Con una sonrisa complacida, Charles liberó a Jane, que cruzó la escasísima distancia que lo separaba de su querido Bertie para echarse en sus brazos.
—Tranquila, Jane —la calmó el escritor, acariciándole el cabello paternalmente—. Todo se va a arreglar.
—¿Y bien? —se impacientó Charles.
Wells se deshizo suavemente del abrazo de Jane y contempló a Charles con visible antipatía.
—Síganme al desván.
Componiendo una suerte de cortejo fúnebre con Wells a la cabeza, subieron por una crujiente escalera que parecía a punto de desmigarse bajo sus pies. El desván había sido construido aprovechando el hueco entre el tejado y la segunda planta, por lo que, debido al techo bajo e inclinado y a la profusión de cachivaches lujuriosamente entremezclados que lo atestaban, transmitía una molesta sensación de asfixia. En un rincón, junto a la ventana que servía de respiradero, por la que se volcaban los últimos rayos del sol, se hallaba el extraño artilugio que debía de ser la máquina del tiempo, a juzgar por la devoción con que la contempló su primo, al que solo le faltó arrodillarse ante ella. Andrew también se acercó al artefacto, para examinarlo entre la curiosidad y el recelo.
A primera vista, la máquina capaz de derrumbar los muros que encerraban al hombre en el presente, se le antojó una especie de trineo sofisticado. Sin embargo, la oblonga peana de madera sobre la que había sido atornillada delataba que el fin de aquel cacharro no era desplazarse por el espacio, por el que solo podría hacerlo si se la arrastraba, y por su tamaño no se antojaba precisamente fácil de mover. Estaba cercada por una barra de latón que quedaba a la altura de la cintura, una mínima protección que debía saltarse para acceder al recio sillón que ocupaba su centro. El asiento tenía cierto aire de silla de barbero al que se le habían incorporado unos brazos de madera exquisitamente tallados, y estaba forrado de un terciopelo rojo un tanto chillón. Delante, sostenido por dos barras también de latón, adornadas con graciosas florituras, había un cilindro de mediano tamaño que ejercía de panel de mandos, y que llevaba incorporadas tres pantallas que mostraban, respectivamente, los días, los meses y los años. De una rueda adosada al lado derecho del cilindro, surgía una delicada palanca de cristal. Dado que no parecía haber en la máquina ninguna otra manivela o similar, Andrew dedujo que su funcionamiento dependía exclusivamente de la manipulación de aquella solitaria palanca. Tras el sillón había un complicado engranaje, semejante a un alambique, del cual brotaba un eje que sostenía por el centro el enorme plato que parecía resguardar la máquina, sin duda su pieza más espectacular. Aun mayor que un escudo espartano, estaba profusamente adornado de misteriosos símbolos, y todo parecía indicar que posiblemente girase. Por último, en el panel de control, había atornillada una plaquita en la que podía leerse: «construido por H. G. Wells».
—¿También es usted inventor? —preguntó boquiabierto Andrew.
—Claro que no, no sea ridículo —replicó Wells, fingiendo enojo—. Ya le he dicho que solo soy un simple escritor.
—Entonces, si no la ha construido usted, ¿de dónde ha sacado esta máquina?
Wells suspiró, como si le disgustara tener que dar explicaciones a aquellos desconocidos. Charles apretó aún más el revolver contra la sien de Jane, y dijo:
—Mi primo le ha hecho una pregunta, señor Wells.
El escritor lo contempló lleno de rabia, y luego volvió a suspirar.
—Al poco de publicar mi novela —dijo, comprendiendo que no le quedaba más alternativa que obedecer a los intrusos—, un científico se puso en contacto conmigo. Me dijo que llevaba años trabajando secretamente en una máquina para viajar en el tiempo, de aspecto muy similar a la que yo describía en mi libro. Estaba a punto de terminarla y ansiaba mostrársela a alguien, pero no sabía a quién. Consideraba, no sin razón, que se trataba de un invento peligroso, capaz de despertar la codicia de cualquiera. Mi novela le convenció de que yo era la persona más indicada para confiarle su secreto. Nos citamos un par de veces, con el objeto de conocernos, de ver si efectivamente podíamos confiar el uno en el otro, y enseguida descubrimos que sí, entre otras cosas porque ambos teníamos opiniones muy similares sobre los numerosos peligros que podía acarrear viajar en el tiempo. Acabó de construirla aquí mismo, en este desván. Y esa plaquita fue su entrañable manera de agradecerme mi colaboración. No sé si recuerdan mi libro, pero esta maravilla en nada se parece al horrendo armatoste que ilustra su portada. Tampoco funciona igual, naturalmente. Pero no me pregunten cómo lo hace: yo no soy un hombre de ciencia. Cuando llegó el momento de probarla, decidimos que a él correspondía tal honor; yo supervisaría la operación desde el presente. Como no sabíamos si la máquina resistiría más de un viaje, acordamos viajar a una época remota, pero nos preocupamos de que fuese también tranquila. Escogimos la era anterior a la que llegaron los romanos, en el que en este mismo lugar uno podía encontrarse con brujas y druidas, una época que, a priori, no debía entrañar excesivos peligros, a menos que los druidas quisieran sacrificarnos a alguna deidad. Mi amigo subió a la máquina, ajustó la fecha acordada y bajó la palanca. Lo vi desaparecer ante mis ojos. Dos horas después, la máquina regresó sola. Estaba en perfecto estado, aunque el asiento mostraba unas inquietantes salpicaduras de sangre todavía fresca. Desde entonces no he vuelto a ver a mi amigo.