Capítulo ocho

 

 

Poco antes del amanecer, Roland montó de nuevo su bicicleta y pedaleó de vuelta a la casa del faro. Mientras recorría la carretera de la playa, un pálido resplandor ámbar empezaba a teñir una bóveda de nubes bajas. Su mente ardía de inquietud y excitación. Aceleró la marcha hasta el límite de sus fuerzas, con la vana esperanza de que el castigo físico aplacase los miles de interrogantes y temores que le golpeaban interiormente.

 

Una vez cruzada la bahía del puerto y tras dirigirse hacia el camino ascendente que conducía al faro, Roland detuvo la bicicleta y recuperó el aliento. En lo alto de los acantilados, el haz del faro rebanaba las últimas sombras de la noche como una cuchilla de fuego a través de la niebla. Sabía que su abuelo permanecía todavía allí, expectante y silencioso, y que no dejaría su puesto hasta que la oscuridad se hubiera desvanecido completamente a la luz del alba. Durante años, Roland había convivido con aquella malsana obsesión del anciano sin cuestionarse ni la razón ni la lógica de su conducta. Era sencillamente algo que había asimilado de niño, una faceta más de su vida diaria a la que había aprendido a no dar importancia.

 

Sin embargo, con el tiempo Roland había ido cobrando conciencia de que la historia del anciano hacía aguas. Pero nunca hasta hoy había comprendido tan claramente que su abuelo le había mentido o, al menos, no le había contado toda la verdad. No dudaba ni por un instante de la honestidad del viejo. De hecho, con el paso de los años su abuelo le había ido desvelando pedazo a pedazo las piezas de aquel extraño rompecabezas cuyo centro parecía ahora tan claro: el jardín de estatuas. Unas veces con palabras pronunciadas en sueños; otras, las más, con respuestas incompletas a las preguntas que Roland le formulaba.

 

De alguna manera intuía que si su abuelo le había mantenido al margen de su secreto, era para protegerle. Aquel estado de gracia, sin embargo, parecía tocar a su fin y la hora de enfrentarse a la verdad se adivinaba cada vez más próxima.

 

Emprendió de nuevo la marcha mientras trataba de apartar por el momento aquel tema de su pensamiento. Llevaba despierto demasiadas horas y su cuerpo empezaba a acusar la fatiga. Una vez llegó a la casa del faro, dejó la bicicleta apoyada sobre la cerca y entró en la casa sin molestarse en encender la luz. Ascendió las escaleras hasta su habitación y se desplomó sobre la cama como un peso muerto.

 

Desde la ventana de la habitación podía avistar el faro, que se alzaba a unos treinta metros de la casa, y, recortándose tras las vidrieras de su atalaya, la silueta inmóvil de su abuelo. Cerró los ojos y trató de conciliar el sueño.

 

Los acontecimientos de aquella jornada desfilaron por su mente, desde la bajada submarina al Orpheus al accidente de la pequeña hermana de Alicia y Max. Roland pensó que era extraño y reconfortante a la vez comprobar cómo tan sólo unas horas juntos los habían unido tanto. Al pensar ahora en la soledad de su habitación, en los dos hermanos, sentía como si ellos fuesen desde aquel día sus dos amigos más íntimos, los dos compañeros con los que compartiría todos sus secretos y sus inquietudes. Comprobó que sólo el hecho de pensar en ellos le transmitía una sensación de seguridad y compañía y que, en correspondencia, él sentía una profunda lealtad y gratitud por aquel pacto invisible que parecía haberles unido aquella noche en la playa.

 

Cuando finalmente el cansancio pudo más que la excitación acumulada a lo largo de todo el día, los últimos pensamientos de Roland mientras descendía a un sueño profundo y reparador no fueron para la misteriosa incertidumbre que se cernía sobre ellos ni para la sombría posibilidad de ser llamado a filas durante el otoño. Aquella noche, Roland se durmió plácidamente en los brazos de una visión que le habría de acompañar durante el resto de su vida: Alicia, apenas envuelta en la claridad de la Luna, sumergía su piel blanca en un mar de luz de plata.

 

 

El día amaneció bajo un manto de nubes oscuras y amenazantes que se extendían desde más allá del horizonte y filtraban una luz mortecina y neblinosa que hacía pensar en un frío día de invierno. Apoyado en la baranda metálica del faro, Víctor Kray contempló la bahía a sus pies y pensó que los años en el faro le habían enseñado a reconocer la extraña y misteriosa belleza marchita de aquellos días plomizos y vestidos de tormenta que presagiaban la eclosión del verano en la costa.

 

Desde la atalaya del faro el pueblo adquiría la curiosa apariencia de una maqueta cuidadosamente construida por un coleccionista. Más allá, enfilando al norte, se extendía la playa como una línea blanca interminable. En días de sol intenso, desde el mismo lugar donde ahora oteaba Víctor Kray, el casco del Orpheus podía distinguirse claramente bajo el mar, como si se tratase de un enorme fósil mecánico varado en la arena. Aquella mañana, sin embargo, el mar se mecía como un lago oscuro y sin fondo. Mientras escrutaba la superficie impenetrable del océano, Víctor Kray pensó en los últimos veinte años que había pasado en aquel faro que él mismo había construido. Al echar la vista atrás, sentía cada uno de esos años como una pesada losa a sus espaldas.

 

Con el tiempo, la angustia secreta de aquella espera interminable le había hecho pensar que tal vez todo había sido una ilusión y que su obstinada obsesión le había convertido en el centinela de una amenaza que sólo había existido en su propia imaginación. Pero, una vez más, los sueños habían vuelto. Por fin, los fantasmas del pasado habían despertado de un sueño de largos años y volvían a recorrer los pasillos de su mente. Y con ellos, había vuelto el temor de ser ya demasiado viejo y débil para afrontar a su antiguo enemigo.

 

Desde hacía años apenas dormía más dedos o tres horas diarias; el resto de su tiempo lo pasaba prácticamente solo en el faro. Su nieto Roland tenía por costumbre dormir varias noches a la semana en su cabaña de la playa y no era extraño que a veces, durante días, apenas pasaran juntos un par de minutos. Aquel alejamiento de su propio nieto al que Víctor Kray se había condenado voluntariamente le proporcionaba al menos una cierta paz de espíritu, pues tenía la certeza de que el dolor que sentía por no poder compartir aquellos años de la vida del muchacho era el precio que debía pagar por la seguridad y la felicidad futura de Roland.

 

Pese a todo, cada vez que desde la torre del faro veía cómo el muchacho se zambullía en las aguas de la bahía junto al casco del Orpheus, sentía que se le helaba la sangre. Nunca había querido que Roland tuviera constancia de ello y desde su niñez había respondido a sus preguntas sobre el barco y sobre el pasado tratando de no mentir y, a la vez, de no contarle la verdadera naturaleza de los hechos. El día anterior, mientras contemplaba a Roland y a sus dos nuevos amigos en la playa, se había preguntado si tal vez aquél no había sido un grave error.

 

Estos pensamientos le mantuvieron en el faro durante más tiempo del que acostumbraba a pasar cada mañana. Habitualmente, volvía a casa antes de las ocho. Víctor Kray miró su reloj y comprobó que ya pasaban de las diez y media. Descendió la espiral metálica de la torre para encaminarse hacia la casa y aprovechar las escasas horas de sueño que su cuerpo le permitía. Por el camino, vio que la bicicleta de Roland estaba allí y que el muchacho había venido a pasar la noche. Cuando entró en la casa, tratando de no hacer ruido para no alterar el sueño de su nieto, descubrió que Roland le esperaba, sentado en una de las viejas butacas del comedor.

 

- No podía dormir, abuelo - dijo Roland, sonriendo al anciano -. He dormido un par de horas como un tronco y después me he despertado de golpe sin poder volverme a dormir.

 

- Sé lo que es eso - contestó Víctor Kray -, pero conozco un truco infalible.

 

- ¿Cuál es? - inquirió Roland.

 

El anciano exhibió su pícara sonrisa, capaz de arrebatarle sesenta años de encima.

 

- Ponerse a cocinar. ¿Tienes hambre?

 

Roland consideró la pregunta. Lo cierto es que la imagen de tostadas con mantequilla, mermelada y huevos escalfados le producía un cosquilleo en el estómago. Sin darle mas vueltas, asintió.

 

Bien - dijo Víctor Kray -. Tú serás el pinche. Andando.

 

Roland siguió a su abuelo hasta la cocina y se dispuso a seguir las instrucciones del anciano.

 

- Como yo soy el ingeniero - explicó Víctor Kray -, yo freiré los huevos. Tú prepara las tostadas.

 

En cuestión de minutos, abuelo y nieto consiguieron llenar la cocina de humo e impregnar la casa de aquel aroma irresistible a desayuno recién preparado. Luego, ambos se sentaron frente a frente a la mesa de la cocina y brindaron con sendos vasos rebosantes de leche fresca.

 

- El desayuno de la gente que tiene que crecer - bromeó Víctor Kray, atacando con voracidad fingida su primera tostada.

 

- Ayer estuve en el barco - dijo Roland en voz baja, bajando la vista.

 

- Lo sé - dijo y siguió sonriendo y masticando -. ¿Alguna novedad?

 

Roland dudó un segundo, dejó el vaso de leche y miró al anciano que trataba de mantener su semblante risueño y despreocupado.

 

- Creo que algo malo está ocurriendo, abuelo - dijo finalmente -, algo que tiene que ver con unas estatuas.

 

Víctor Kray sintió que se le formaba un nudo de acero en el estómago. Dejó de masticar y abandonó la tostada a medio comer.

 

- Este amigo mío, Max, ha visto cosas - continuó Roland.

 

- ¿Dónde vive tu amigo? - preguntó el anciano, con voz serena.

 

- En la vieja casa de los Fleischmann, en la playa.

 

Víctor Kray asintió lentamente.

 

- Roland, cuéntame todo lo que tú y tus amigos habéis visto. Por favor.

 

Roland se encogió de hombros y relató las incidencias de los últimos dos días, desde que había conocido a Max hasta la noche que acababa de finalizar.

 

Cuando hubo terminado su relato, miró a su abuelo, tratando de leer sus pensamientos. El anciano, imperturbable, le dedicó una sonrisa tranquilizadora.

 

- Acaba tu desayuno, Roland - indicó.

 

- ¿Pero?... - protestó el muchacho.

 

- Luego, cuando hayas acabado, ve a buscar a tus amigos y tráelos aquí - explicó el anciano -. Tenemos mucho de qué hablar.

 

 

A las 11.34 de aquella mañana, Maximilian Carver telefoneó desde el hospital para comunicar a sus hijos las últimas novedades. La pequeña Irina seguía mejorando lentamente, pero los médicos todavía no se atrevían a asegurar que estuviese fuera de peligro. Alicia comprobó que la voz de su padre reflejaba una cierta calma y que lo peor había pasado ya.

 

Cinco minutos más tarde, el teléfono sonó de nuevo. Esta vez era Roland, que llamaba desde el café del pueblo. Al mediodía, se encontrarían en el faro. Cuando Alicia colgó el teléfono, la mirada hechizada que Roland le dirigió la noche anterior en la playa volvió a su mente. Se sonrió a sí misma y salió al porche, para comunicar a Max las noticias. Distinguió la silueta de su hermano sentado en la arena, mirando el mar. En el horizonte, los primeros destellos de una tormenta eléctrica encendieron una traca de luz en la bóveda del cielo. Alicia caminó hasta la orilla y se sentó junto a su hermano. El aire frío de aquella mañana le mordía la piel y deseó haber traído consigo un buen jersey.

 

- Ha llamado Roland - dijo Alicia -. Su abuelo quiere vernos.

 

Max asintió en silencio, sin apartar la mirada del mar. Un rayo que caía sobre el océano quebró la línea del cielo.

 

- ¿Te gusta Roland, verdad? - preguntó Max, jugueteando con un puñado de arena entre los dedos.

 

Alicia consideró la pregunta de su hermano durante unos segundos.

 

- Sí - contestó -. Y creo que yo también le gusto a él. ¿Por qué, Max?

 

Max se encogió de hombros y lanzó el puñado de arena hasta la línea donde rompía la marea.

 

- No sé - dijo Max -. Pensaba en lo que dijo Roland de la guerra y eso. Que a lo mejor le reclutaban después del verano... Es igual. Supongo que no es asunto mío.

 

Alicia se volvió a su hermano pequeño y buscó la mirada evasiva de Max. Arqueaba las cejas del mismo modo que Maximilian Carver y sus ojos grises reflejaban, como siempre, un mar de nervios sepultados a ras de piel.

 

Alicia rodeó con su brazo los hombros de Max y le besó en la mejilla.

 

- Vamos dentro - dijo, sacudiendo la arena que se le había adherido al vestido -. Aquí hace frío.