Miércoles, 29 de octubre 2 страница

Maggie vaciló. No quería parecer brusca, pero tampoco revelar su información a una tercera persona.

–Sí, creo que sí. Gracias otra vez por su ayuda.

–Agente O'Dell –parecía preocupado, preso de una angustia repentina–. Quizá pueda procurarle algún dato adicional, aunque no sé si tendrá mucha trascendencia.

–Padre Francis, ahora mismo no puedo hablar. Estoy esperando una llamada importante –lo interrumpió antes de que pudiera contarle lo que sabía–. ¿Podríamos vernos después?

–Sí, claro. Esta mañana tengo confesiones y, por la tarde, rondas en el hospital, así que no estaré libre hasta después de las cuatro.

–Da la casualidad de que yo también voy a estar esta tarde en el hospital. ¿Qué tal si nos vemos en la cafetería a eso de las cuatro y cuarto?

–Estoy impaciente por verla. Adiós, Maggie O'Dell.

Esperó a que colgara; después, oyó el segundo clic. No había error posible; alguien había estado escuchándolos.

 

 

Nick entró echando humo en la oficina del sheriff, dando un portazo tan fuerte que el cristal vibró. Todo el mundo se quedó mudo y paralizado, mirándolo como si se hubiera vuelto loco. Tenía la sensación de que así era.

–¡Oídme bien todos! –gritó, y esperó a que salieran los que estaban en la sala de conferencias con tazas de café y donuts glaseados en la mano–. Si tenemos otra fuga de información en esta oficina, yo mismo moleré a palos al responsable y me encargaré de que nunca más vuelva a trabajar en ningún cuerpo de policía.

La mandíbula le dolía horrores, sobre todo cuando apretaba los dientes. La comisura del labio volvía a sangrarle, y se limpió con la manga de la camisa.

–Lloyd, quiero que reúnas a varios hombres y que registres todas las chozas abandonadas en un radio de quince kilómetros de la carretera de la Vieja Iglesia. Está escondiendo a esos niños en alguna parte, y puede que no sea aquí, en el pueblo. Hal, averigua todo lo que puedas sobre un tal Ray Howard. Es conserje de la parroquia. No sólo de dónde es y detalles sobre su infancia desgraciada; quiero saber qué número calza y si colecciona cromos de béisbol. Eddie, ve a casa de Sophie Krichek.

–Nick, no hablarás en serio. Esa mujer está chiflada.

–Hablo muy en serio.

Eddie se encogió de hombros, y Nick vio una mueca sarcástica bajo el fino bigote que deseó borrar de un puñetazo.

–Hazlo esta mañana, Eddie, y como si tu trabajo dependiera de ello.

Esperó por si oía algún otro gruñido y, después, prosiguió.

–Adam, llama a George Tillie y dile que la agente O'Dell lo ayudará esta tarde con la autopsia de Matthew. Después, llama al agente Weston para que te dé las pruebas que encontró su equipo forense. Quiero fotografías e informes en mi mesa antes de la una de esta tarde. Lucy, averigua todo lo que puedas sobre un campamento de verano que organizan en Santa Margarita. Trabaja con Max para ver si puedes relacionar a Aaron Harper y a Eric Paltrow con ese campamento.

–¿Y a Bobby Wilson? –Lucy alzó la mirada de sus notas.

Nick guardó silencio mientras contemplaba el mar de rostros, preguntándose si podría señalar al Judas... si todavía seguiría formando parte de la oficina. Seis años atrás, alguien se había tomado la molestia de sacar los calzoncillos de Eric Paltrow del depósito de cadáveres y meterlos en el maletero de Jeffreys junto con otras pruebas falsas que relacionaban a Jeffreys con los tres asesinatos. Si el responsable seguía allí, ¿por qué no hacerlo sudar?

–Si leo algo de esto en el periódico de mañana, juro que os echaré a todos a la calle. Puede que Ronald Jeffreys sólo matara a Bobby Wilson. Hay muchas posibilidades de que el tipo que ha matado a Danny y a Matthew también matara a Eric y a Aaron –vio cómo absorbían la revelación, sobre todo, el grupo que había trabajado con su padre y que había celebrado la captura de Jeffreys.

–¿Qué insinúas, Nick? –Lloyd Benjamin había sido uno de ellos, y tenía la frente crispada de furia–. ¿Estás diciendo que nos equivocamos la primera vez?

–No, Lloyd, no os equivocasteis. Atrapasteis a Jeffreys, a un asesino. Pero es posible que Jeffreys no matara a los tres niños.

–¿Es eso lo que tú piensas, Nick, o es la agente O'Dell la que te está metiendo esas ideas en la cabeza? –dijo Eddie, otra vez con la mueca burlona.

Nick sintió la ira crecer otra vez en su interior y supo que debía contenerla. No era el momento de defender su relación con Maggie. Ni siquiera sabía si podría hacerlo sin confundirse con lo que sentía. Y, desde luego, no quería revelar detalles sobre Jeffreys cuando empezaba a cuestionar la lealtad de sus hombres.

–Lo que digo es que hay muchas posibilidades de que el asesino todavía ande suelto. Tanto si es cierto como si no, cerciorémonos de que ese cabrón no se salga con la suya, puede que por segunda vez –pasó junto a Eddie, golpeándole el hombro, y se alejó por el pasillo para refugiarse en su despacho.

Estaba agotado y la mañana acababa de empezar. A los pocos segundos de dejarse caer en el sillón, oyó un golpe de nudillos en la puerta. Lucy entró con un paquete de hielo y una taza de café.

–¿Se puede saber qué te ha pasado, Nick?

–Ni lo preguntes.

Tras una leve vacilación inicial, Lucy rodeó el escritorio. Se apoyó en la esquina y la falda se le subió por los muslos. Vio que él se daba cuenta y no hizo ademán de bajársela. En cambio, le levantó la barbilla y le puso el paquete de hielo en la mandíbula hinchada. Él se apartó con una sacudida, refugiándose en el dolor para apartarse de ella.

–Pobrecito Nick... Ya sé que duele –dijo, consolándolo con voz sensual.

Aquella mañana llevaba un jersey rosa tan ceñido al pecho que, a través de la tela de punto, se vislumbraba el sujetador negro que llevaba debajo. Lucy empezó a apartarse de la mesa para acercarse a él, y Nick salió disparado del sillón.

–Oye, no tengo tiempo para paquetes de hielo. Me pondré bien. Gracias por preocuparte.

Parecía decepcionada.

–Lo dejaré en la nevera, por si acaso quieres usarlo más tarde.

Atravesó el despacho hasta el pequeño frigorífico del rincón y dobló la cintura para guardar el hielo en el congelador, permitiéndole ver lo que se estaba perdiendo. En ese momento volvió la cabeza, por si acaso Nick había cambiado de idea, sonrió, y salió por la puerta contoneándose.

–¡Dios! –masculló, y volvió a dejarse caer en la silla. ¿Qué clase de oficina había creado? El ex marido de Michelle Tanner tenía razón. No le extrañaba no haber encontrado al asesino.

 

 

El padre Francis recogió los recortes de periódico y los guardó en su portafolios de cuero. Se detuvo, levantó las manos y contempló las manchas marrones, las abultadas venas azules y el temblor que ya era habitual en él.

Sólo habían transcurrido tres meses desde la ejecución de Ronald Jeffreys, tres meses desde que había escuchado la confesión del verdadero asesino. Ya no podía seguir guardando silencio ni respetando el secreto de confesión de un criminal. Quizá no sirviera de nada, pero debía contar lo que sabía.

Caminó hasta la iglesia arrastrando los pies. Sus pasos eran el único sonido que reverberaba en las majestuosas paredes. No había nadie esperando para recibir confesión; sería una mañana tranquila. Aun así, entró en el pequeño confesionario.

A pesar de no haber visto a ningún feligrés en la iglesia, la puerta de la cabina contigua se abrió a los pocos minutos. El padre Francis se incorporó y apoyó el codo en la repisa para poder acercarse a la ventanilla.

–Perdóneme, padre, porque he vuelto a matar.

«Dios mío». El pánico oprimió el pecho del anciano sacerdote; le costaba trabajo respirar. De pronto, la pequeña caja de madera no contenía más que aire caliente y viciado. Empezaron a palpitarle los oídos. El padre Francis trató de ver más allá de la gruesa rejilla que los separaba, pero lo único que podía ver era una sombra negra encogida.

–He matado a Danny Alverez y a Matthew Tanner. Por estos pecados, estoy sinceramente arrepentido y pido perdón.

La voz sonaba amortiguada y era apenas audible, como si hablara a través de una máscara. ¿Había algo, cualquier cosa, que pudiera reconocer?

–¿Cuál es mi penitencia? –quiso saber la voz.

¿Podría hablar si no podía respirar?

–¿Cómo puedo...? –no era fácil, le dolía el pecho–. ¿Cómo puedo absolverte de tus pecados... de esos pecados horribles y abominables, si piensas repetirlos?

–No... No lo entiende. Lo único que hago es darles paz –balbució la voz. Era evidente que no había previsto una confrontación, comprendió el padre Francis con cierta satisfacción. Sólo quería recibir la absolución y cumplir la penitencia.

–No puedo absolverte de tus pecados si piensas cometerlos una y otra vez –la voz fuerte e inflexible lo sorprendió a él mismo.

–Debe... tiene que hacerlo.

–Ya te absolví una vez, y te has burlado del sacramento volviendo a cometer el mismo pecado, no una, sino dos veces.

–Estoy sinceramente arrepentido de mis pecados y pido perdón a Dios –lo intentó de nuevo, repitiendo mecánicamente la frase como un niño que lo memorizara por primera vez.

–Debes dar prueba de ello –dijo el padre Francis, sintiéndose repentinamente poderoso. Quizá pudiera influir en aquella sombra negra, obligarlo a afrontar sus demonios, detenerlo de una vez por todas–. Debes demostrar tu arrepentimiento.

–Sí. Sí, lo haré. Sólo dígame cuál es mi penitencia.

–Ve a demostrar tu arrepentimiento y vuelve dentro de un mes.

Hubo una pausa.

–¿No va a absolverme?

–Si demuestras que eres digno del sacramento no volviendo a matar, te absolveré.

–¿No va a darme la absolución?

–Vuelve dentro de un mes.

Se hizo el silencio, pero la sombra no parecía haberse movido. El padre Francis se acercó aún más a la rejilla, de nuevo esforzándose por escudriñar el compartimento negro como el carbón. Se oyó un suave chasquido, y un chorro de saliva atravesó la rejilla y aterrizó en su cara.

–Nos veremos en el infierno, padre –el tono grave y gutural desató escalofríos por la espalda del padre Francis. Se aferró a la pequeña repisa, estrechando con fuerza la Biblia. Y, aunque la pegajosa saliva resbalaba por la barbilla, ni siquiera pudo moverse para limpiársela. Cuando oyó que la puerta se abría y que la sombra salía, su cuerpo paralizado no hizo intento alguno de seguirlo.

Permaneció sentado durante lo que le parecieron horas. Afortunadamente, no entró nadie más pidiendo confesión. Quizá la nieve hubiera retenido a los demás pecadores en sus casas, pensó distraídamente el padre Francis. Por lo cual, nadie había visto a la figura en sombras entrar o salir del confesionario.

Por fin, su corazón recuperó su ritmo normal; podía respirar. Buscó como pudo un pañuelo para limpiarse el rostro con manos más trémulas de lo habitual. Recogió su portafolios de cuero y su Biblia y echó un vistazo fuera del confesionario. La iglesia estaba vacía y silenciosa. Oyó reír a unos niños. Seguramente, cruzaban el aparcamiento en dirección a Cutty's Hill, para jugar allí al trineo. Al menos, viajaban en grupo.

Avanzó arrastrando los pies hacia la entrada de la iglesia, apoyándose en los bancos. El pánico y el terror lo habían vaciado de energía. Le contaría la visita de aquella mañana a Maggie O'Dell. La decisión de hacerlo lo fortaleció, y la culpa desapareció de su alma. Sí, era lo correcto.

Una vez en la casa parroquial, de camino a su despacho, notó que alguien había dejado abierta la puerta de la bodega. Se detuvo en el umbral y se asomó a los peldaños en sombra. Olía a moho y a humedad, y una corriente de aire lo hizo estremecerse. ¿Había una sombra? En la esquina del fondo, ¿había alguien agazapado en la oscuridad?

Pisó el primer peldaño, aferrándose con mano trémula a la barandilla. ¿Eran imaginaciones suyas, o había alguien acurrucado entre los botelleros y la pared de cemento?

Se inclinó hacia delante sobre las débiles rodillas. No llegó a ver la figura que estaba detrás de él, sólo sintió el empujón violento que lo lanzó escaleras abajo. Su cuerpo frágil chocó contra la pared lateral, y bajó rodando el resto del camino. Todavía estaba consciente cuando oyó crujir los peldaños uno a uno. El sonido del lento descenso provocó terror en su cuerpo maltrecho. Abrió la boca para gritar, pero sólo brotó un gemido. No podía moverse, no podía correr. Le ardía la pierna derecha y la tenía torcida bajo su cuerpo en un ángulo anormal.

El último peldaño crujió justo por encima de él. Levantó la cabeza a tiempo de ver el resplandor de una lona blanca aplastándole la cara. Después, sólo hubo oscuridad.

 

 

Christine se premió con una sopa de pollo casera y panecillos de mantequilla de Wanda's. Corby le había dado la mañana libre, pero llevaba consigo su bloc de notas y apuntaba ideas para el artículo del día siguiente. Era temprano, y los clientes del almuerzo llegaban progresivamente, de modo que tenía un reservado para ella sola en la esquina del fondo de la cafetería. Se sentó junto al escaparate y vio a los escasos peatones abriéndose paso entre la nieve.

Timmy había llamado para preguntar si él y sus amigos podían almorzar en la casa parroquial con el padre Keller. El sacerdote había estado montando en trineo con ellos en Cutty's Hill y, para compensarlos por la acampada que había tenido que suspender, había invitado a los niños a perritos calientes asados en la enorme chimenea de la casa parroquial.

–Enhorabuena por tus artículos, Christine –dijo Angie Clark mientras le rellenaba la taza con café humeante. Sorprendida, Christine engulló el bocado de pan caliente.

–Gracias –sonrió y se limpió los labios con la servilleta–. Los panecillos de tu madre siguen siendo los mejores de por aquí.

–No hago más que decirle que deberíamos empaquetar y vender su bollería, pero cree que si la gente se la puede llevar a casa, no se quedarán aquí a comer o a cenar.

Christine sabía que Angie era la mente empresarial del negocio de su madre. Como no podían ampliar el pequeño restaurante, Angie le aconsejó poner en marcha el servicio de reparto. Seis meses después, ya habían contratado a otra cocinera y daban trabajo a dos conductores de furgonetas, sin que por ello hubiera mermado la clientela acostumbrada del desayuno, el almuerzo y la cena.

A veces, Christine se preguntaba por qué Angie se habría quedado en Platte City. Era evidente que tenía cabeza para los negocios y un cuerpo que llamaba mucho la atención. Pero después de dos años en la universidad y rumores sobre una aventura con un senador casado, había regresado a casa, con su madre viuda.

–¿Qué tal está Nick? –preguntó Angie mientras fingía recolocar los cubiertos en una mesa cercana.

–Ahora mismo, debe de estar otra vez furioso conmigo. No le han hecho mucha gracia mis artículos –sabía que no era lo que Angie quería oír, pero hacía tiempo que había aprendido a no entrometerse en la vida amorosa de su hermano.

–La próxima vez que lo veas, salúdalo de mi parte.

Pobre Angie. Seguramente, Nick no la había llamado desde el comienzo del caos. Y, aunque lo negara, Christine sabía que estaba embelesado con la encantadora e inalcanzable Maggie O'Dell. A ver si por fin le rompían el corazón y probaba su propia medicina.

¿Por qué las mujeres perdían la cabeza por Nick? Era algo que Christine nunca había entendido, pero sabía que, después de días, incluso semanas, sin llamar, Angie Clark volvería a acogerlo con los brazos abiertos.

Tomó un sorbo de café humeante y anotó informe del forense. George Tillie era un viejo amigo de la familia; él y su padre habían sido compañeros de caza durante años. Quizá George pudiera proporcionarle algún dato nuevo. Que ella supiera, la investigación estaba en punto muerto.

De pronto, la televisión del rincón se oyó por toda la sala. Alzó la vista justo cuando Wanda Clark le hacía una seña.

–Christine, escucha esto.

Bernard Shaw, de la CNN, acababa de mencionar Platte City, Nebraska. Un gráfico situado a su espalda mostraba su ubicación mientras Shaw hablaba de la extraña sucesión de asesinatos. Mostraron fugazmente el titular del domingo de Christine, Asesino en serie sigue aterrorizando a una pequeña comunidad desde la tumba, mientras Bernard describía los homicidios y el rastro de muertes dejado por Jeffreys seis años atrás.

–Una fuente cercana a la investigación afirma que la oficina del sheriff sigue sin tener pistas, y que el único sospechoso de la lista es un asesino que fue ejecutado hace tres meses.

Christine hizo una mueca al oír el sarcasmo en la voz de Shaw, y por primera vez simpatizó con Nick. El resto de los comensales rompieron en aplausos y le hicieron señas de aprobación. Sólo habían oído que su pueblo había salido en las noticias nacionales. El sarcasmo y las referencias a los pueblerinos incompetentes habían pasado desapercibidos.

Bajaron el volumen, y Christine siguió tomando notas. Al poco, empezó a sonarle el móvil.

–¿Sí?

–¿Christine Hamilton? –la voz esperó a oír la confirmación–. Soy William Ramsey, de KLTV, Canal Cinco. Espero no pillarla en un mal momento. Me han dado este teléfono en su oficina.

–Estoy almorzando, señor Ramsey. ¿En qué puedo ayudarlo?

Durante las últimas noches, la cadena de televisión había dependido de sus artículos para informar sobre los asesinatos. Aparte de unas cuantas tomas de entrevistas a familiares y a vecinos, su noticiario había carecido de la garra que necesitaban para ganar audiencia.

–Quería saber si podríamos vernos mañana para almorzar

–Tengo una agenda muy apretada, señor Ramsey.

–Sí, claro. Lo entiendo. Supongo que tendré que ir al grano.

–Se lo agradecería.

–Querría que viniera a trabajar para Canal Cinco como periodista y copresentadora de fin de semana.

–¿Cómo dice? –estuvo a punto de atragantarse con el panecillo.

–El nervio con el que ha contado esos asesinatos es justo lo que necesitamos aquí, en Canal Cinco.

–Señor Ramsey, soy periodista de prensa, no...

–Su estilo narrativo se adaptaría bien a las noticias televisadas. Estaremos dispuestos a formarla para su puesto de presentadora. Y me han dicho que es muy fotogénica.

Christine no era inmune a los halagos. Había recibido tan pocos en el pasado que, de hecho, ansiaba oírlos. Pero Corby y el Omaha Journal le habían dado una gran oportunidad. No, ni siquiera podía contemplar la idea.

–Me halaga, señor Ramsey, pero no puedo...

–Estoy dispuesto a ofrecerle sesenta mil dólares al año si empieza ahora mismo.

A Christine se le cayó la cuchara de la mano, salió catapultada del cuenco y le salpicó sopa en el regazo. No hizo ademán de limpiarse.

–¿Cómo dice?

Su sorpresa debió de sonar como otra negativa, porque Ramsey se apresuró a añadir:

–Está bien, puedo subir a sesenta y cinco mil. Incluso le daré un suplemento de dos mil dólares si empieza este fin de semana.

Sesenta y cinco mil dólares era más del doble de lo que Christine ganaba con su módico aumento de sueldo. Podría pagar su deudas y no preocuparse por localizar a Bruce para la pensión.

–¿Podría llamarlo cuando lo haya pensado un poco, señor Ramsey?

–Claro, por supuesto que debe pensarlo. ¿Qué tal si lo consulta con la almohada y me llama mañana por la mañana?

–Gracias, lo haré –le dijo, y cerró con fuerza el teléfono. Todavía estaba aturdida cuando Eddie Gillick se sentó en el reservado junto a ella, apretándola contra el escaparate–. ¿Se puede saber qué hace? –inquirió.

–Ya fue terrible que me engañaras para conseguir la cita para tu artículo, pero ahora que tu hermanito me está haciendo encargos de mierda... También le dijiste que yo era tu fuente anónima, ¿verdad?

–Oiga, ayudante Gillick...

–Eh, soy Eddie, ¿recuerdas?

Bebió de su café, añadiendo un montón de azúcar y sorbiéndolo sin quemarse la lengua. El olor de su aftershave resultaba asfixiante.

–No, no se lo dije a Nick. Él...

–Eh, no importa. Ahora me debes una.

Christine notó la mano en su rodilla, y la mirada de desprecio la paralizó. Gillick deslizó la mano por el muslo y por debajo de la falda antes de que ella pudiera quitársela. El extremo del bigote se elevó a modo de sonrisa mientras ella se sonrojaba.

–¿Puedo traerte alguna cosa, Eddie? –Angie Clark se cernía sobre la mesa, consciente de que estaba interrumpiendo, pero decidida a no marcharse hasta no haberlo conseguido.

–No, Angie, cielo –dijo Eddie, todavía sonriéndole a Christine–. Por desgracia, no puedo quedarme. Ya te veré en otro momento, Christine.

Salió del reservado, se pasó una mano por el pelo engominado y se puso el sombrero. Después, se alejó por el pasillo y salió por la puerta.

–¿Estás bien?

–Por supuesto –contestó Christine. Pero mantuvo sus manos trémulas bajo la mesa, para que Angie no se las viera.

 

 

La puerta se abrió de par en par, y Nick vio a Maggie regresando al otro lado de la habitación.

–¡Entra! –le gritó mientras tecleaba en su portátil. Después, se irguió y se quedó mirando la pantalla–. Estoy accediendo a la base de datos de Quantico. Estoy encontrando información muy interesante.

Él entró despacio en la pequeña habitación de hotel, pasando delante del baño, y enseguida percibió el aroma del champú y el perfume de Maggie. Llevaba puestos unos vaqueros y la misma sudadera sexy de los Packers de la otra noche. Estaba desteñida, y el cuello, cedido y deformado, se le caía, dejando al descubierto un hombro desnudo. Saber que no llevaba nada debajo lo excitó, e intentó dirigir su atención a otra cosa, lo que fuera.

Ella lo miró y se quedó boquiabierta.

–¿Qué le ha pasado a tu cara?

–Christine no esperó. Había un artículo en el periódico de esta mañana.

–¿Y Michelle Tanner lo vio antes de que tú llegaras?

–Más o menos. Alguien le habló de lo ocurrido.

–¿Y te pegó?

–Ella no, sino su ex marido, el padre de Matthew.

–Dios, Morrelli, ¿es que no sabes esquivar los golpes? –la furia debió de reflejarse en sus ojos, porque Maggie se apresuró a enmendarse–. Perdona. Deberías ponerte un poco de hielo.

Al contrario que Lucy, Maggie volvió a concentrarse en la pantalla del ordenador, sin ofrecerse a hacer de enfermera.

–¿Qué tal va tu hombro?

Maggie volvió a mirarlo a los ojos. Fugazmente, los de ella se suavizaron al recordar.

–Bien –lo movió, como para comprobarlo–. Todavía lo tengo bastante dolorido.

El jersey de los Packers se deslizó aún más, dejando al descubierto una piel suave y cremosa que lo distraía fácilmente. Dios, deseaba tanto tocarla que le dolía. Tampoco era ninguna ayuda que la cama estuviera a escasos pasos de distancia.

–Así que eres fan de los Packers –llenó el silencio mientras ella sorteaba la información de la pantalla.

–Mi padre se crió en Green Bay –dijo sin alzar la vista; la pantalla cambió mientras ella leía por encima el contenido–. Mi marido insiste en que tire este harapo, pero es una de las pocas cosas que tengo que me recuerdan a mi padre. Era de él. Solía ponérsela cuando veíamos juntos los partidos.

–¿Solía?

Ella guardó silencio, y Nick supo que no se debía a la información de la pantalla. Vio cómo se recogía el pelo detrás de la oreja y lo reconoció como un gesto nervioso.

–Murió cuando yo tenía doce años.

–Lo siento. ¿También era agente del FBI?

Maggie se detuvo y se irguió; fingió estirarse, pero él sabía que era para ganar tiempo. No costaba trabajo ver que el tema de su padre le traía recuerdos.

–No, era bombero. Murió como un héroe. Supongo que los dos tenemos eso en común –le sonrió–. Sólo que tu padre logró sobrevivir.

–Recuerda, mi padre tuvo mucha ayuda.

Ella lo miró a los ojos con atención, y en aquella ocasión fue él quien bajó la vista para que no viera nada que no estaba en condiciones de revelar.

–No creerás que tuvo algo que ver con las pruebas falsas, ¿no?

Notó que ella lo miraba. Se acercó y se colocó a su lado para impedirle que le viera los ojos.

–Fue el que más ganó con la captura de Jeffreys. No sé qué creer.

–Aquí está –dijo Maggie, y la pantalla se llenó de lo que parecían artículos de periódico.

–¿Qué es esto? –Nick se inclinó hacia delante–. La Wood River Gazette de noviembre de 1989. ¿Dónde está Wood River?

–En Maine –pulsó la tecla de avanzar páginas mientras hojeaba los titulares. Después, se detuvo y señaló uno–. «Niño aparece mutilado cerca del río». Esto me suena familiar –empezó a leer el artículo que ocupaba tres columnas de la primera página–. Adivina quién era ayudante de cura en la iglesia católica de Santa María de Wood River.