Miércoles, 29 de octubre 10 страница

¿Sería posible que Eddie supiera dónde estaba Timmy? Christine recordó que habían llevado a un conserje de la iglesia para interrogarlo. ¿Habría oído algo? Pero si Nick hubiera averiguado algo, cualquier cosa, ¿no se lo habría dicho? No, por supuesto que no. Querría mantenerla lejos del jaleo, darle una tarea manual como fotocopiar imágenes de su hijo.

Eddie le repugnaba pero, más importante aún, le daba miedo. Pero si sabía dónde estaba Timmy... Dios mío, ¿qué precio estaría dispuesta a pagar con tal de recuperar a Timmy sano y salvo? ¿Qué precio pagaría cualquier madre, como Laura Alverez o Michelle Tanner, por recuperar a sus hijos? Christine había estado dispuesta a vender su alma por un buen sueldo. ¿Qué estaba dispuesta a hacer por salvar a su hijo?

Aun así, cuando Eddie se desvió hacia el claro que daba al río, el pánico desató un escalofrío por su espalda.

Eddie apagó el motor y las luces. La oscuridad los envolvió como si estuvieran suspendidos en ella, contemplando las copas de los árboles, el río que centelleaba más abajo. Sólo una luna turca procuraba el patético consuelo de que la oscuridad no podía engullirlo todo.

–Bueno, ya estamos aquí –dijo Eddie, volviéndose hacia ella con expectación, pero permaneciendo detrás del volante. Christine pisó la botella de cerveza para impedir que rodara debajo del asiento. Sin las luces del salpicadero, no podía distinguir el rostro de Eddie. Oyó que estrujaba un envoltorio, después, un golpecito seco. La cerilla chisporroteó, y el olor del sulfuro asaltó su olfato mientras lo veía encender un cigarrillo.

–¿Te importa darme uno?

A la luz del cigarrillo, vio la media sonrisa burlona. Eddie le pasó un pitillo, encendió otra cerilla y esperó a encendérselo. Acabó quemándose las puntas de los dedos.

–Maldita sea –masculló, y sacudió la mano–. Detesto las cerillas. He perdido el mechero en alguna parte.

–No sabía que fumabas –Christine tomó una calada y esperó, confiando en que la nicotina la calmara.

–Intento dejarlo.

–Yo también.

«¿Lo ves?», se dijo. Tenían algo en común. Podría hacerlo. Para entonces, sus ojos ya se habían acostumbrado a la penumbra y podía ver a Eddie. Se preguntó si no sería más fácil en la oscuridad más absoluta. Parecía tan templado y sereno, con el brazo por encima del asiento... Ella también debía conservar la calma. Así, quizá hasta podría impedir que la situación se pusiera violenta.

–¿De verdad sabes dónde está Timmy?

–Puede –contestó con una bocanada de humo–. ¿Qué estás dispuesta a hacer para averiguarlo? –deslizó el brazo por el asiento hasta que le rozó el pelo con sus dedos carnosos; después, le acarició la mejilla y empezó a descender por el cuello.

–¿Cómo sé que no es un truco?

–No lo sabes.

Deslizó los dedos por debajo del cuello de la gabardina, desabrochándola y abriéndola hasta que pudo verle la blusa y la falda. A Christine le erizaba el vello sentir sus caricias; le costaba trabajo disimular su repugnancia. Ni siquiera la nicotina la ayudaba.

–Eso no es justo, Eddie. Tiene que haber algo para mí.

Él fingió sentirse dolido.

–Pensaba que un orgasmo increíble sería suficiente.

Le rozó los senos con las yemas de los dedos. Christine tuvo que contenerse para no apretar el cuerpo contra el costado del coche y apartarse. En cambio, permaneció perfectamente inmóvil. «No pienses», se dijo. «Desconecta». Pero quiso gritar cuando Eddie le acarició el pecho con la mano, estrujó el pezón, lo observó y sonrió al verlo ponerse duro y erecto con sus caricias.

Eddie apagó el cigarrillo y se acercó para poder asaltarle el muslo con la otra mano. Los dedos carnosos ascendieron, y Christine vio cómo desaparecían debajo de la falda. Se negó a abrir las piernas y, en aquella ocasión, Eddie rió, lanzándole su aliento agrio a la cara.

–Vamos, Christine, relájate.

–Es que estoy nerviosa –la voz le tembló, y pareció complacido–. ¿Tienes protección?

–¿No usas nada? –hundió la mano entre sus muslos.

–No he... –costaba trabajo pensar con aquellas bruscas caricias. Sentía deseos de vomitar–. No he estado con nadie desde que me divorcié.

–¿De verdad? –la hurgaba con los dedos, tirando de la braguita para poder acceder a ella–. Pues yo no uso condones.

Christine no podía respirar.

–Pues no podremos hacerlo si no tienes nada.

Era evidente que Eddie tomaba sus jadeos por excitación.

–No importa –dijo, y deslizó las yemas de los dedos de la otra mano por sus labios para luego meterle el pulgar en la boca–. Podemos hacer otras cosas.

Se le revolvió el estómago. ¿Vomitaría? No podía... No podía permitirse el lujo de enfurecerlo. Eddie bajó la mano, se abrió la bragueta y sacó su pene erecto, largo y grueso. Después, tomó la mano de Christine; ella se la apartó. Sonrió y volvió a agarrársela, le puso los dedos en torno a su miembro hasta que ella sintió la vena hinchada palpitando a lo largo de él. Eddie gimió y se recostó en el asiento.

No, no podía hacerlo. No podía metérselo en la boca.

–¿De verdad sabes dónde está Timmy? –preguntó una vez más, tratando de recordar su misión.

Eddie cerró los ojos y empezó a jadear.

–Nena, chúpamela bien y te diré lo que quieras oír.

Al menos, le había quitado las manos de encima. En aquel momento, Christine recordó que seguía sosteniendo el cigarrillo en la otra mano, con la punta cargada de ceniza. Dio otra calada hasta que el extremo se puso rojo candente. Después, estrujó el pene con la mano y le clavó las uñas.

–¿Qué diablos...?

Eddie abrió los ojos de par en par e intentó agarrarle la mano, pero Christine le hundió el cigarrillo en la cara. Eddie aulló y retrocedió hacia la puerta abanicándose la mejilla quemada. Christine le pasó el brazo por detrás y abrió la puerta. Eddie aprovechó la ocasión para sujetarla por las muñecas, pero la soltó cuando ella le hundió la rodilla en el pene erecto; intentaba respirar. Christine echó mano a la botella de cerveza y, cuando Eddie quiso agarrarla otra vez, la estrelló contra su cabeza. Otro aullido, en aquella ocasión, agudo e inhumano. Christine retrocedió a su lado del asiento y, haciendo fuerza contra la puerta, flexionó las rodillas, le clavó los tacones en el pecho y lo empujó fuera.

Eddie cayó sobre la tierra y la nieve, pero empezaba a levantarse cuando ella cerró la puerta, le echó el seguro y comprobó las demás puertas. Entonces, empezó a aporrear el cristal mientras ella forcejeaba con las llaves. El Chevy arrancó a la primera.

Eddie se encaramó al capó, chillándole, y empezó a dar patadas al parabrisas. Se hizo una pequeña grieta. Christine metió la marcha atrás y pisó a fondo el acelerador. El vehículo retrocedió con violencia y Eddie salió despedido del capó. Se puso en pie justo cuando ella metía la primera y pisaba a fondo el acelerador, patinando y lanzando grava alrededor.

Después, el coche descendió por la carretera serpenteante envuelto en la negrura. Las luces. Christine empezó a tocar todos los mandos, activando los limpiaparabrisas y la radio. Bajó la vista un segundo, encontró el mando e iluminó la carretera a tiempo de ver la curva cerrada. Ni siquiera girando el volante con las dos manos bastaría. Pisó los frenos y el coche chirrió y voló por encima de la zanja llena de nieve y la alambrada hasta estrellarse contra un árbol.

 

 

Nick observó la iglesia en sombras por el espejo retrovisor mientras el Jeep traqueteaba sobre las profundas huellas de neumáticos, lo único que identificaba la carretera desierta.

–¿Seguro que no has visto una luz?

Maggie volvió la cabeza por encima del asiento.

–Quizá fuera un reflejo. Esta noche hay luna.

La iglesia de estructura de madera se erguía oscura y gris, y desapareció del espejo retrovisor cuando Nick viró para entrar en el cementerio. Volvió a contemplar la iglesia, que había quedado a su izquierda. Estaba situada en el centro de un campo cubierto de nieve, con hierba alta y marrón emergiendo entre el blanco. La pintura había desaparecido hacía años, dejando la madera desnuda y pudriéndose. Todas las vidrieras habían sido trasladadas o estaban rotas y condenadas. Hasta el enorme portón delantero se deterioraba tras gruesos tablones claveteados en diagonal.

–Me ha parecido ver una luz –dijo Nick– en una de las ventanas del sótano.

–¿Por qué no vas a echar un vistazo? Yo daré una vuelta por aquí.

–Sólo tengo una linterna –se inclinó hacia la guantera, con cuidado de no tocar a Maggie, y abrió el compartimento.

–No importa, yo tengo esto –le iluminó los ojos con su linterna lápiz.

–Como si fueras a ver mucho con ella...

Maggie sonrió y, de pronto, Nick se percató de lo cerca que tenía la mano de su muslo. Rescató la linterna y se apartó rápidamente.

–Puedo dejar los faros encendidos –sugirió, aunque la luz pasaba por encima de las lápidas sin iluminarlas.

–No, no importa. No me pasará nada.

–No entiendo por qué siempre cavan las sepulturas en las colinas –refunfuñó Nick, y apagó los faros. Los dos permanecieron inmóviles, sin hacer ningún esfuerzo por salir del Jeep. Ella estaba pensando en otra cosa; Nick la había notado ausente desde que habían salido del despacho. ¿Estaría pensando en Albert Stucky? ¿Acaso aquel lugar, aquella oscuridad, le recordaban a él?

–¿Estás bien?

–Sí –contestó Maggie, pero con demasiada brusquedad, sin dejar de mirar al frente–. Estaba esperando a que mis ojos se adaptaran a la oscuridad.

El cementerio estaba vallado con hilos de alambre sostenidos por postes de acero doblados e inclinados. La cancela colgaba de un solo gozne, y se balanceaba aunque no hacía viento. Nick sintió un escalofrío. Había detestado aquel lugar desde que era crío y Jimmy Montgomery lo había desafiado a tocar el ángel negro.

Era imposible no fijarse en el ángel, a pesar de la negrura nocturna. Desde donde estaban, mirando hacia lo alto de la colina, la alta figura de piedra se cernía sobre las demás sepulturas. Sus alas melladas la volvían aún más amenazadora. Su recuerdo se remontaba a un día de Halloween, veinticinco años atrás. De pronto, recordó que al día siguiente sería Halloween y, aunque era una tontería, creyó oír otra vez los gemidos fantasmales. Los lamentos huecos y angustiados que, según aseguraban los rumores, emergían de la tumba del ángel custodio.

–¿Has oído eso? –lanzó miradas por las hileras de tumbas. Encendió los faros; comprendió que estaba haciendo el ridículo y los apagó–. Perdona –balbució, rehuyendo la mirada de Maggie, aunque sabía que lo estaba observando. Otra estupidez como aquélla y se arrepentiría de haberlo invitado a acompañarla. Afortunadamente, ella no dijo nada.

Como si se hubieran leído el pensamiento, echaron mano a sus respectivos tiradores a la vez. Una vez más, la puerta de Maggie se resistió.

–Maldita sea –murmuró Nick–. Tengo que llevar a arre glar eso. Espera –saltó al suelo y rodeó el capó rápidamente para abrirle la puerta. Después, permaneció en silencio a su lado, hechizado por el haz de luna que se reflejaba en el rostro del ángel, que parecía irradiar un resplandor propio.

–Nick, ¿estás bien?

–Sí –¿cómo era posible que ella no lo viera? Arrancó su mirada del ángel–. Iré a... Iré a echar un vistazo a la iglesia.

–Empiezas a asustarme.

–Lo siento. Es... es el ángel –levantó la mano hacia él, bañándolo con la luz de su linterna.

–No vuelve a la vida a medianoche, ¿no?

Estaba burlándose. La miró. Tenía el rostro grave, lo cual sólo acrecentaba el sarcasmo. Nick empezó a alejarse por la carretera hacia la iglesia. Sin volver la cabeza, dijo:

–Recuerda, mañana es Halloween.

–Creía que lo habían suspendido –le gritó Maggie.

No le dejó ver su sonrisa. Siguió caminando, guiándose por el túnel de luz que creaba la linterna. Sin viento, el silencio era insoportable. Oyó ulular a una lechuza a lo lejos, pero no recibió respuesta.

Nick intentó permanecer centrado, pasar por alto la negrura que lo envolvía y lo engullía a cada paso. A fin de cuentas, aquella noche de su niñez, cruzó el cementerio en sombras y tocó el ángel mientras sus amigos lo miraban, sin que ninguno se atreviera a seguirlo. Había sido imprudente y estúpido incluso por aquella época, más temeroso de lo que los demás pudieran pensar que de las consecuencias de sus actos. Sin embargo, si no recordaba mal, la tierra no se había abierto ni lo había tragado, aunque en aquel momento, se lo pareciera. Había oído un lamento fantasmal, y no había sido el único.

Por aquel costado de la iglesia, el que daba a la vieja cañada, no había huellas, de modo que Adam y Lloyd ni siquiera se habían molestado en salir de su vehículo. Habían pasado por delante, para poder decir con sinceridad que habían ido a mirar. Se preguntó si se habrían detenido siquiera. No culpaba a Adam; era joven, quería causar buena impresión, integrarse en el grupo. Pero Lloyd... Diablos, Lloyd era perezoso.

Nick dio una patada a la nieve y avanzó por los ventisqueros intactos. Se puso en cuclillas junto a una de las ventanas del sótano y lo alumbró a través de las tablillas podridas. Había cajas de embalaje apiladas unas sobre otras. Atisbo algo que se movía en el rincón, y la linterna iluminó a una rata enorme que se refugiaba en un agujero de la pared. Ratas. Dios, odiaba las ratas.

Avanzó hacia la siguiente ventana y, de pronto, oyó el crujido de la madera. Fue como un estallido en el negro silencio. Lanzó el haz de luz hacia las ventanas condenadas que tenía delante, esperando ver algo o a alguien atravesando la madera podrida.

Otro crujido, más madera astillada y el tintineo de un cristal roto. Debía de ser en el otro costado, doblando la esquina. Intentó correr, pero la nieve lo ralentizaba. Apagó la linterna y tiró de la pistola, una, dos, tres veces, hasta que la desenfundó. Los ruidos continuaban. El corazón le estallaba dentro del pecho. No podía oír, no podía ver. Redujo el paso mientras se acercaba a la esquina. ¿Debía gritar? Contuvo el aliento. Después, dobló rápidamente la esquina, apuntando a la negrura con la pistola. Nada. Encendió la linterna. Había madera y cristales desperdigados por la nieve. El boquete era de unos treinta centímetros de alto y otros treinta de ancho.

Entonces oyó crujidos en la nieve. La linterna captó algo que se movía y desaparecía entre las sombras: una pequeña figura oscura y una luminosa mancha naranja.

 

 

Maggie concentró la atención en el suelo y buscó algún claro en la nieve u hoyos recién cavados. Timmy había desaparecido después de la nevada; si estaba allí, habría quedado señal de ello en la nieve. Si de verdad existía un túnel, ¿dónde podría tener la entrada?

Lanzó una mirada al ángel negro que se erguía sobre la sepultura. El tiempo había mellado la superficie, dejando heridas blancas. Tenía las alas extendidas, como si resguardara la sepultura, e irradiaba poder con su sola presencia. Maggie buscó la inscripción con la linterna lápiz. En memoria de nuestro querido hijo, Nathan, 1906-1916. Un niño, claro, de ahí el ángel custodio. Hundió los dedos en el bolsillo de los vaqueros hasta que palpó la cadena y encontró la cruz del extremo. Su propio ángel de la guarda, que ella mantenía escondido. ¿Tendría el mismo poder para los escépticos? Y, de todas formas, ¿cómo era ella de escéptica si todavía la llevaba encima?

Oyó una especie de aleteo a su espalda. Maggie giró en redondo. Algo se estaba moviendo. La minúscula linterna le permitió reconocer una sombra negra echada sobre la tierra al final de las hileras de lápidas. ¿Sería un cuerpo? Se acercó despacio. Deslizó la mano dentro de la chaqueta y la apoyó en la culata del revólver. Reconocía la tela negra alquitranada, era de las que se usaban para cubrir sepulturas recién excavadas. Suspiró, y después recordó que hacía años que no se usaba aquel cementerio. ¿No era eso lo que Adam le había dicho? La adrenalina empezó a correr por sus venas.

La lona se hallaba colina abajo, próxima a la hilera de árboles. Existían muy pocas lápidas en aquella ladera. Desde allí, no podía ver el Jeep ni la carretera, sólo un trozo de tejado de la iglesia.

La lona parecía nueva, no tenía ni grietas ni franjas gastadas. Unas piedras y la nieve sujetaban las cuatro esquinas, menos una que ondeaba libremente, con la piedra apartada. Apartada por alguien, no por el viento, ni mucho menos, que aquella noche se reducía a una leve brisa. Advirtió que le sudaban las manos, a pesar del frío. El corazón le palpitaba en los oídos con demasiada fuerza, con demasiada velocidad. Debía esperar a Nick, regresar al Jeep y esperar. En cambio, tiró de la esquina suelta y apartó la lona alquitranada. No necesitaba más luz para ver; debajo había una puerta, larga y estrecha, con la gruesa madera pudriéndose en torno a los goznes y un poco hundida en el centro.

De nuevo, se detuvo y miró colina arriba. Debía esperar. «Acuérdate de Stucky», se regañó. De pronto, recordó la nota. «Sé lo de Stucky». ¿Sería otra trampa? No, era imposible que el asesino supiera que iba a ir allí.

Dio vueltas sin dejar de mirar la puerta. Otra ojeada. El corazón le latía demasiado deprisa para poder pensar. Debía tranquilizarse. Podía hacerlo.

Agarró el borde de la puerta, que no tenía pomo alguno. Tiró y tiró hasta que cedió, pero era pesada, y las astillas amenazaban con lastimarle los dedos. La soltó, la sujetó mejor y volvió a tirar. En aquella ocasión, se abrió. El olor de moho fue como una bofetada. Aquello estaba lleno de podredumbre, tierra mojada y moho.

Escudriñó el agujero negro pero no podía ver más allá del tercer peldaño con la linterna lápiz. Sería absurdo bajar con tan poca luz. El corazón seguía golpeándole las costillas. Sacó el revólver y la irritó ver que le temblaba la mano. Volvió a mirar colina arriba. Silencio. Ni rastro de Nick. Entonces, descendió despacio al estrecho agujero negro.

 

 

Timmy patinó y aterrizó en un arbusto espinoso. Había oído al desconocido detrás de él, había sentido la luz en la espalda, pero no se atrevía a detenerse ni a volver la cabeza. Seguía aferrándose al trineo, por incómodo que fuera. Estaba jadeando. Las ramas lo retenían y las más pequeñas le arañaban la cara. Se tambaleó, hizo un pequeño baile y evitó la caída. Trataba de guardar silencio, pero los crujidos y chasquidos eran auténticas explosiones en el silencio nocturno. No podía verse los pies en la negrura. Hasta la luna había desaparecido.

Se detuvo para recobrar el aliento, se apoyó en un árbol y advirtió que, con las prisas, no se había puesto el abrigo. No podía respirar; le castañeteaban los dientes y el corazón le estallaba dentro del pecho. Se frotó la cara y descubrió más sangre además de lágrimas.

–Deja de llorar –se regañó. Han Solo nunca lloraba.

Entonces, lo oyó. En el negro silencio, oyó ramas rompiéndose, nieve crujiendo. El ruido provenía de atrás, y cada vez estaba más cerca. ¿Podría esconderse, confiar en que el desconocido pasara de largo? No, el desconocido oiría el fragor de sus latidos.

Corrió peligrosamente, tropezando con tocones y chocando contra la espesura. Una ramita le dio un tortazo y le desgarró la oreja. El dolor hizo brotar lágrimas en sus ojos. De pronto, notó que la tierra desaparecía bajo sus pies. Una pronunciada pendiente lo obligó a agarrarse a una rama, a una roca, a cualquier cosa con tal de no resbalar. Más abajo, vio el destello del agua. No llegaría a tiempo. El bosque era demasiado espeso, la pendiente demasiado inclinada. El desconocido cada vez estaba más cerca.

Divisó un claro a su derecha. Trepó por las piedras que bloqueaban su camino, aferrándose a raíces de árboles con una mano mientras agarraba el trineo con la otra. En realidad, no era un claro, sino un viejo camino de herradura, una senda que se adentraba en el bosque, pero que con el tiempo se había cubierto de ramas espinosas, brazos alienígenas de dedos largos y finos que lo saludaban. Por lo que Timmy podía ver, la senda bajaba hasta el río, con unas cuantas curvas cerradas. Parecía sacado de uno de sus video juegos, largo, peligroso y con montículos en abundancia. La nieve impedía trepar sin resbalar. Era perfecto. Claro que también era una temeridad y una locura. Su madre montaría en cólera si se enteraba.

El crujido que oyó a su espalda lo hizo saltar. Se agazapó en la nieve y en la hierba. Incluso en la oscuridad vio la sombra descolgándose, aferrándose a las piedras, de espaldas a Timmy. Parecía un insecto gigante, con los tentáculos estirados, agarrándose a raíces y a salientes rocosos.

Timmy colocó su trineo naranja en la nieve. Se tumbó con cuidado; la pendiente era muy pronunciada, mucho. Se permitió lanzar una última mirada frenética por encima del hombro. La sombra se acercó un poco más. El desconocido no tardaría en alcanzar las rocas. Timmy colocó el trineo apuntando a la senda y se agazapó hasta quedarse casi tumbado. No tenía elección. Se dio impulso y el trineo se precipitó hacia abajo.

 

 

Nick estaba en el borde del bosque, con los nervios alerta. Era imposible ver sólo con una linterna. Las ramas se balanceaban en la brisa fresca; las aves nocturnas se llamaban las unas a las otras. La figura negra había desaparecido. O estaba escondida.

Se acordó del camino de herradura que serpenteaba a través del bosquecillo, no muy lejos de allí, y bajaba hasta el río. Tendría más posibilidades con el Jeep. Regresó corriendo a la iglesia. Cuando enfundó la pistola, reparó en el otro bulto que tenía en la chaqueta: el móvil de Christine. Perfecto, pensó, y lo sacó. Prescindiendo de la radio del Jeep, evitaría que los medios de comunicación se abalanzaran allí como buitres.

Lucy contestó al segundo timbrazo.

–Lucy, soy Nick.

–Nick, ¿se puede saber dónde estás? Me tenías preocupada.

–No tengo tiempo para explicártelo. Voy a necesitar varios hombres y linternas. Creo que acabo de perseguir al asesino hasta el bosque, detrás de la vieja iglesia. Seguramente, ha vuelto a refugiarse en el río.

–¿Dónde quieres que se reúnan contigo los chicos?

–Junto a la orilla. Hay un viejo camino de grava que se adentra en el bosque. Sale de la carretera de la Vieja Iglesia, pasado el letrero del parque estatal, no muy lejos de donde encontramos a Matthew. ¿Sabes cuál te digo?

–¿El que da al Claro del Lote?

–¿El Claro del Lote?

–Bueno, así lo llaman los adolescentes. Hay un claro que da al río, y las parejitas van allí a darse el lote.

–Sí, estoy seguro de que es ahí. Lucy, díselo a Hal. Que decida él quién debe venir, ¿de acuerdo?

–De acuerdo.

Cerró el teléfono. ¿Y si no había visto más que a un vagabundo que había usado la iglesia para resguardarse del frío? Volvería a quedar como un idiota. Al cuerno con cómo quedaba; no le importaba con tal de encontrar a Timmy.

Se detuvo junto a la ventana, apartó con el pie la madera y los cristales y se agazapó para iluminar el agujero. Sí, había una cama, pósters en la pared, una caja con comida. Alguien había estado alojándose allí. La luz hizo destellar una cadena. O alguien había estado encerrado allí. Vio los tebeos, los cromos de béisbol desperdigados y el pequeño abrigo de niño. El abrigo de Timmy. El tictac empezó de nuevo, como una errática danza de guerra, resonando en sus costillas. Sabía que era allí. Allí era donde habían estado secuestrados los niños. Maggie tenía razón.

Entonces, vio la almohada ensangrentada.

 

 

Maggie oía pequeñas criaturas correteando por el techo, encima de ella. Le caía tierra en el pelo, pero no se atrevía aalzar la vista. Apartó las telarañas. Algo corrió por su pie; no necesitaba luz para saber que era una rata; podía oírlas en las esquinas, detrás de las paredes de tierra, escapando por sus propios túneles.

El espacio era lo bastante reducido para abarcarlo con unos cuantos movimientos de linterna. Había contado once peldaños, y se encontraba bajo tierra, donde el aire húmedo se hacía más denso a cada paso. El agujero parecía un antiguo refugio contra las tormentas, una extraña comparación considerando que los inquilinos del cementerio ya no necesitaban protegerse de ninguna tormenta. Aparte de una gruesa estantería de madera y la caja de embalaje del rincón, el espacio estaba vacío. Hasta los estantes estaban vacíos, cubiertos de telarañas y heces de ratas. Aunque resultara decepcionante, no había rastro de Timmy ni de ningún túnel. ¿Cómo podía estar tan equivocada? ¿Acaso Stucky también le había desvirtuado el instinto?