Sábado, 25 de octubre 7 страница

En lo que sí habían coincidido era en que Maggie no debía subirse al primer avión que saliera para Richmond. Su madre estaba pidiendo atención a gritos, y el que Maggie lo dejara todo para ir a verla sólo serviría para reforzar su comportamiento. Como había ocurrido en las cinco últimas ocasiones. Cielos, pensó Maggie, su madre acabaría acertando, aunque sólo fuera por casualidad. Y aunque estaba de acuerdo con Greg en que las cuchillas eran un serio progreso, los cortes, según el doctor Niño Prodigio, eran paralelos, no transversales.

Maggie reclinó la cabeza en el suave cuero del sillón y cerró los ojos. Había estado cuidando de su madre desde que tenía doce años. ¿Y qué sabía de cuidados una niña de doce años, que acababa de perder a su padre? A veces, tenía la sensación de haber fallado a su madre, hasta que recordaba que era ella la que la había abandonado con sus borracheras.

Oyó un golpe suave de nudillos en el cristal esmerilado de la puerta, y Morrelli asomó la cabeza.

–O'Dell, ¿estás bien?

Se había quedado paralizada en el sillón. De pronto, los brazos, las piernas, todo el cuerpo, le pesaban demasiado.

–Estoy bien –alcanzó a decir, aunque no sonó muy convincente. Vio que Morrelli fruncía el ceño y que sus suaves ojos azules reflejaban preocupación. Vaciló; después, entró en el despacho despacio, con cautela, y le puso una lata de Pepsi Light sobre la mesa, delante de ella.

–Gracias –le dijo, pero seguía sin hacer ademán de moverse.

–Estás hecha unos zorros –le espetó por fin.

–Eres muy amable, Morrelli –repuso Maggie, pero sonrió.

–Oye, ¿podrías hacerme un favor? Llámame Nick. Siempre que me llamas Morrelli o sheriff Morrelli, empiezo a buscar a mi padre con la mirada.

–Está bien, lo intentaré –hasta sentía pesados los párpados. ¿Podría conciliar el sueño si los cerraba?

–Lucy está encargando el almuerzo en Wanda's. ¿Qué te apetece? Los lunes, el plato del día es asado de carne, pero te recomiendo el sandwich de pollo frito y filete.

–No tengo mucha hambre.

–Llevo contigo desde esta mañana y no has comido nada. Tienes que alimentarte, O'Dell. No pienso ser el responsable de que pierdas ese bonito... –se interrumpió, pero demasiado tarde. La vergüenza afloró en su rostro–. Te pediré un sandwich de jamón y queso se dio la vuelta para marcharse.

–¿Con pan de centeno?

Morrelli volvió la cabeza.

–Está bien.

–¿Y con mostaza picante?

En aquella ocasión, sonrió, y se le marcaron los hoyuelos.

–Das mucho la lata, O'Dell. ¿Lo sabías?

–Oye, Nick –volvió a detenerlo.

–¿Qué pasa ahora?

–Llámame Maggie, ¿quieres?

 

 

–¿Te gustan los cromos de béisbol? –la careta le amortiguaba la voz, como si estuviera bajo el agua. Y tenía la sensación de estar sumergido... en sudor.

Matthew se lo quedó mirando desde su pequeña cama del rincón. Estaba sentado sobre las sábanas revueltas y abrazado a una almohada. Tenía los ojos rojos e hinchados, y el pelo aplastado en varios puntos. Se le había arrugado el uniforme de fútbol, y ni siquiera se había quitado las zapatillas para dormir.

La luz se filtraba por las rendijas de la ventana condenada con tablillas de madera. Los cristales rotos vibraban cuando el viento se colaba por entre los listones podridos. Silbaba y ululaba, creando un gemido fantasmal y levantando las esquinas de los pósters que tapaban las grietas de las paredes. Era el único sonido de la habitación; el niño no había dicho ni una sola palabra en toda la mañana.

–¿Estás cómodo? –le preguntó.

Cuando se acercó, el niño se refugió en el rincón, apretando su cuerpecito contra el yeso medio deshecho. La cadena que unía su tobillo al poste de acero de la cama hizo un ruido metálico. Tenía suficiente longitud para que pudiera alcanzar el centro de la habitación. Aun así, la hamburguesa de queso y las patatas fritas que le había dejado la noche anterior seguían intactas en la bandeja de metal. Hasta el batido triple de chocolate estaba a rebosar.

–¿No te gustó la cena, o prefieres perritos calientes? ¿O perritos con chile? Puedes pedir lo que quieras.

–Quiero irme a casa –susurró Matthew, mientras estrujaba la almohada con una mano torcida para poder morderse las uñas. Algunas debían de haberle sangrado durante la noche, porque había salpicaduras de sangre seca en la funda de algodón de la almohada. Le costaría mucho trabajo quitarlas.

–¿Prefieres los tebeos a los cromos de béisbol? Tengo algunos antiguos de Flash Gordon que te gustarán. Te los traeré la próxima vez que venga.

Terminó de vaciar la bolsa de comestibles: tres naranjas, una bolsa de Cheetos, dos chocolatinas, un pack de seis refrescos de cola, dos latas de raviolis con tomate, y dos terrinas de pudin de chocolate. Dispuso cada artículo sobre la vieja caja de botellas de vino que había encontrado en lo que debía de haber sido un almacén. Se había tomado muchas molestias para conseguir la comida favorita de Matthew.

–Esta noche podría hacer frío –dijo mientras desenrollaba la gruesa manta de lana y la extendía sobre la cama–. Siento no poder dejarte una luz. ¿Quieres que te traiga alguna otra cosa?

–Quiero irme a casa –volvió a susurrar el niño.

–Tu madre no tiene tiempo para cuidar de ti, Matthew.

–Quiero ir con mi mamá.

–Nunca está en casa. Y apuesto a que trae a desconocidos por las noches, ¿verdad? Desde que echó a tu padre –mantuvo la voz serena y tranquilizadora.

–Por favor, déjeme ir a casa.

–Y no puedes vivir con tu padre –«sereno y templado», pensó. Debía mantener la calma, aunque ya empezaba a notar la furia cobrando fuerza en su vientre–. Tu padre te pega, ¿verdad, Matthew?

–¡Quiero irme a casa! –gimió el niño, sin preocuparse ya de no armar jaleo.

–Voy a ayudarte, Matthew. Voy a salvarte. Pero debes tener paciencia. Mira, te he traído tus golosinas favoritas.

Aun así, el niño seguía llorando, un lamento agudo que lo irritaba. Notó la explosión que emergía desde su estómago.

–¡Quiero irme a casa! –el gemido le ponía los nervios de punta.

–¡Maldita sea! ¡Cállate, llorón de mierda!

 

 

El artículo de Christine de la edición de la tarde llegó a los quioscos del centro de Omaha a las tres y media. A las cuatro, los repartidores ya estaban arrojando el número enrollado del Omaha Journal en los porches y céspedes de Platte City. A las cuatro y diez, los teléfonos empezaron a sonar ininterrumpidamente en la oficina del sheriff.

Nick le encomendó a Phillip Van Dorn la tarea de aumentar las líneas de teléfono, sugiriendo incluso que se adueñara de la oficina del secretario judicial del fondo del pasillo. Aquello era exactamente lo que había intentado evitar. La ola de psicosis había comenzado oficialmente, y Nick ya podía sentir cómo le retorcía las entrañas.

Ciudadanos indignados exigían saber lo que se estaba haciendo. El Ayuntamiento quería saber cuánto le costaría a la ciudad el personal y el equipo adicionales. Los reporteros los acosaban pidiendo una entrevista personal, porque no querían esperar a la conferencia de prensa matutina. Algunos ya estaban acampados en el vestíbulo del juzgado, contenidos por hombres que habrían sido más útiles en la calle.

Por supuesto, también había pistas. Maggie tenía razón; la fotografía de Matthew refrescó la memoria de muchos. El problema era distinguir las pistas de verdad de las chifladuras... aunque Maggie afirmaba que las chifladuras no debían descartarse por completo. Al día siguiente, Nick pensaba encargarle a uno de sus hombres que verificara la historia de Sophie Krichek sobre la vieja camioneta azul. Seguía pensando que Krichek no era más que una anciana solitaria que quería llamar la atención, pero no quería que nadie pensara que no había comprobado todas las pistas y, menos aún, Maggie.

–Nick, Angie Clark te ha llamado cuatro veces –Lucy lo alcanzó en el pasillo, claramente irritada por ser la mensajera de su vida amorosa.

–La próxima vez que llame, dile que lo siento, pero que no tengo tiempo para hablar.

Pareció complacida y empezó a alejarse, pero giró en redondo.

–Ah, se me olvidaba. Max va a traerte esas actas de la confesión y el juicio de Jeffreys.

–Estupendo. Díselo a la agente O'Dell, ¿quieres?

–¿Dónde quieres que las ponga? –caminaba dando saltitos a su lado, mientras él se dirigía a su despacho.

–¿No puedes dárselas a la agente O'Dell?

–¿Las cinco cajas?

Se detuvo con tanta brusquedad que ella chocó contra él. La sujetó por los codos y ella se balanceó peligrosamente sobre sus tacones.

–¿Hay cinco cajas?

–Ya conoces a Max. Es muy exhaustiva, así que está todo etiquetado y catalogado. Me ha dicho que también ha incluido copias de todas las pruebas que fueron aceptadas, así como de las declaraciones juradas de testigos que no llegaron a testificar.

–¿Cinco cajas? –Nick movió la cabeza–. Que las deje en mi despacho.

–Está bien –Lucy se volvió para alejarse, pero se detuvo una vez más–. ¿Todavía quieres que se lo diga a la agente O'Dell?

–Sí, por favor –su desconfianza, desprecio, o lo que fuera por Maggie empezaba a cansarlo.

–Ah, y el alcalde está en la línea tres.

–Lucy, no podemos permitirnos el lujo de bloquear ninguna de esas líneas.

–Lo sé, pero insistió. No podía colgarlo.

Sí, estaba convencido de que Brian Rutledge habría insistido. Era un auténtico plasta.

Nick se refugió en su despacho. Tras la puerta cerrada, se dejó caer en el sillón de cuero y se aflojó la corbata. Forcejeó con el botón del cuello de la camisa, y a punto estuvo de arrancarlo. Se puso el pulgar y el índice en los párpados,tratando de recordar cuánto tiempo había dormido desde el viernes. Por fin, descolgó el teléfono y marcó la línea tres.

–Hola, Brian. Soy Nick.

–Nick, ¿qué cojones pasa ahí? Llevo esperando casi veinte minutos.

–No pretendía importunarte, Brian. Estamos un poco ocupados.

–Yo también tengo mi propia crisis, Nick. El Ayuntamiento piensa que deberíamos anular Halloween. Maldita sea, Nick, si cancelo Halloween pareceré el maldito Grinch.

–Creo que el Grinch es en Navidad, Brian.

–Maldita sea, Nick. Esto no tiene gracia.

–No me estoy riendo, Brian. ¿Y sabes qué? Tengo cosas más serias de qué preocuparme que la fiesta de Halloween.

Lucy se asomó al despacho, y Nick le hizo señas de que entrara. Abrió la puerta e indicó a los cuatro hombres que la seguían que dejaran las cajas en el rincón, debajo de la ventana.

–Halloween es algo serio, Nick. ¿Y si ese loco acaba haciendo algo cuando todos esos niños andan correteando por ahí en la oscuridad?

La voz quejicosa y aguda de Rutledge le estaba poniendo los nervios de punta. Sonrió y dijo «gracias» con los labios a Maxine Cramer, que había entrado con la última caja. Incluso al final de la jornada y tras cargar con una caja por el pasillo, su traje azul cobalto estaba impecable. Le devolvió la sonrisa a Nick y salió por la puerta.

–Brian, ¿qué quieres de mí?

–Quiero saber lo serio que es esto, maldita sea. ¿Tenemos algún sospechoso? ¿Vas a detener a alguien próximamente? ¿Qué cojones estás haciendo ahí?

–Un niño ha muerto y otro ha desaparecido. ¿Cómo de serio crees que es esto, Brian? En cuanto a cómo llevo la investigación, no es asunto tuyo, maldita sea. Necesitamos mantener esta línea abierta para cosas más útiles que guardarte las espaldas, así que no vuelvas a llamar –colgó con ímpetu y vio a O'Dell de pie en el umbral, observándolo.

–Perdona –parecía avergonzada de haber presenciado su furia. Por segunda vez en un día. Debía de pensar que era un loco, un lunático histérico o, peor, sencillamente, un incompetente–. Lucy me ha dicho que las actas están aquí.

–Así es. Pasa y cierra la puerta.

Maggie vaciló, como si dudara si estaría a salvo tras una puerta cerrada con él.

–Era el alcalde –le explicó Nick–. Quería saber si iba a detener a alguien antes del viernes para saber si no tendría que cancelar Halloween.

–¿Y qué le has dicho?

–Más o menos, lo que has oído. Las cajas están debajo de la ventana –giró el sillón para señalárselas y, después, se mantuvo en aquella posición para mirar por la ventana. Estaba harto de las nubes, de la lluvia. No recordaba cuándo había brillado el sol por última vez.

O'Dell estaba de rodillas. Había destapado varias cajas y desperdigado archivos sobre el suelo, a su alrededor.

–¿Quieres sentarte? –le ofreció, pero no hizo ademán de abandonar su sillón.

–No, gracias. Así será más fácil.

Tenía cara de haber encontrado lo que buscaba. Abrió el archivo y empezó a leerlo por encima, pasando las hojas, hasta que se detuvo en una. De pronto, su semblante se tornó muy grave. Se sentó sobre los talones.

–¿Qué pasa? –Nick se inclinó hacia delante para ver qué había captado tan poderosamente su atención.

–Es la confesión original de Jeffreys, justo después de su detención. Es muy completa, desde la clase de cinta que usó para atar las manos y los pies de la víctima hasta las señales del cuchillo de caza que usó –hablaba despacio, sin dejar de recorrer el documento con la mirada.

–El padre Francis ha dicho que Jeffreys no había mentido, luego los detalles son ciertos. ¿Entonces?

–¿Sabías que Jeffreys solamente confesó haber matado a Bobby Wilson? De hecho –dijo, pasando algunas hojas–, no se cansó de asegurar que no había tenido nada que ver con los asesinatos de los otros dos niños.

–No recuerdo haber oído nada de eso. Seguramente, pensaron que estaba mintiendo.

–Pero ¿y si no mentía? –lo miró, con los ojos castaños torturados por algo más que el archivo que sostenía.

–Si no estaba mintiendo y sólo mató a Bobby Wilson... –Nick no terminó la frase. De pronto, sentía náuseas.

–Entonces, el verdadero asesino en serie quedó libre, y está matando otra vez.

 

 

Christine trató de disimular su alivio cuando Nick la llamó para anular la cena. Si aquella nueva pista daba fruto, estaría trabajando hasta muy tarde para volver a acaparar la portada del periódico del día siguiente.

–¿Podemos quedar mañana? –preguntó su hermano, casi en tono de disculpa.

–Claro, no hay problema. ¿Ha ocurrido algo interesante? –añadió, sólo para pincharlo.

–Tu reciente éxito no te favorece, Christine –parecía cansado, sin fuerzas.

–Me favorezca o no, me siento de maravilla.

–¿Así que este número que me ha dado el periódico es de un móvil?

–Sí, uno de los alicientes de mi reciente éxito poco favorecedor. Oye, Nick –tenía que cambiar de tema antes de que le preguntara dónde estaba o adonde se dirigía–. ¿Podrías traerte el saco de dormir mañana, cuando vengas a casa? Timmy te lo pidió para la acampada, ¿recuerdas?

–¿Van a irse de acampada en Halloween?

–Estarán de vuelta el viernes, el día de Todos los Santos. El padre Keller tiene que decir misa. ¿Te acordarás de traerlo?

–Sí.

–Y no te olvides de la agente O'Dell.

–Está bien.

Christine dobló la esquina para entrar en el aparcamiento justo cuando cerraba el móvil y se lo guardaba en el bolso. Nick se pondría furioso si supiera dónde estaba.

El complejo de apartamentos de cuatro plantas tenía un aspecto ruinoso; los ladrillos estaban mellados y viejos. Había aparatos oxidados de aire acondicionado colgados por fuera de las ventanas. El edificio desentonaba en aquel antiguo barrio de pequeñas casas de estructura de madera. A pesar de ser viejas, las casas estaban bien conservadas, y tenían los jardines de atrás llenos de cajones de arena, columpios y enormes arces.

El aire estaba impregnado del olor de la leña de la chimenea de un vecino. Un perro ladró al final de la calle, y Christine oyó el tintineo de un carillón de viento. Aquél era el barrio de Danny Alverez. Habían encontrado la reluciente bicicleta roja de Danny apoyada contra la alambrada que separaba el aparcamiento del complejo de apartamentos del resto del barrio. Era allí donde había comenzado el horror de sus últimos días.

El ascensor olía a tabaco y a orina de perro. Christine pulsó el botón del cuarto piso, y el ascensor vibró y subió con un traqueteo. Al salir al pasillo, volvió a atacarla una mezcla de olores a orina, moho y comida chamuscada de algún vecino. ¿Cómo podía vivir alguien en un cuchitril como aquél?

El apartamento 410 estaba al final del pasillo. Delante de la puerta arañada y abollada, descansaba un felpudo trenzado a mano. El felpudo estaba limpio, impoluto. Christine llamó a la puerta y contuvo la respiración para no inspirar los olores asfixiantes del pasillo. Oyó varios cerrojos que se abrían, y la puerta se entreabrió levísimamente. Unos ojos entornados y arrugados la miraron a través de unas gafas gruesas.

–¿Señora Krichek? –preguntó con la mayor educación posible, sin dejar de contener el aliento.

–¿Es usted la periodista?

–Sí, soy yo. Me llamo Christine Hamilton.

La puerta se abrió, y Christine esperó a que la mujer retrocediera con la ayuda del andador.

–¿Está emparentada con Ned Hamilton, el del supermercado de la esquina?

–No, no lo creo. Hamilton es el apellido de mi ex marido, y no es de por aquí.

–Entiendo –la mujer se alejó arrastrando los pies.

Una vez dentro de la casa, Christine fue acosada por tres enormes gatos amarillos y grises que empezaron a frotarse contra sus piernas.

–Acabo de preparar una jarra de chocolate caliente. ¿Quiere un poco?

Estuvo a punto de decir que sí, pero vio la jarra humeante en la mesita de centro, donde otro enorme gato estaba dándole unos lametazos.

–No, gracias –confiaba en haber disimulado su desagrado.

El apartamento olía mucho mejor que el pasillo, a pesar del olor del amoníaco de una caja escondida de arena para los gatos. Había coloridas colchas de punto y edredones en el sofá y en una mecedora, plantas en las ventanas y tapetes de ganchillo en un antiguo aparador.

–Siéntese –le indicó la mujer, que se dejó caer en la mecedora–. ¡Ay!, qué dolor tengo en este hombro –dijo, y se frotó el extremo huesudo que sobresalía por debajo del jersey–. No se lo desearía ni a mi peor enemigo.

–Vaya, lo siento.

Parecía tener huesos frágiles, pensó Christine, fijándose en las rodillas nudosas que sobresalían por debajo del sencillo vestido de algodón. La anciana exhibía un ceño permanente, y los luminosos ojos azules aparecían enormes tras las gafas de montura metálica. Llevaba el pelo blanco recogido en un moño y sujeto con hermosas peinetas de turquesa.

–Envejecer es un infierno. Si no fuera por mis gatos, creo que tiraría la toalla.

–Señora Krichek –Christine se sentó y contempló cómo su falda de color azul marino se llenaba de pelo de gato–. Me gustaría que fuéramos al grano y que me contara lo que vio la mañana en que Danny Alverez desapareció. No le importa, ¿no?

–En absoluto. Me alegro de que por fin le interese a alguien.

–¿No han venido a interrogarla de la oficina del sheriff?

–Los he llamado varias veces. La última, esta mañana, antes de ver su artículo. Me dan evasivas, como si creyeran que me lo estoy inventando. Por eso la he llamado. No me importa lo que piensen, yo sé lo que vi.

–¿Y qué fue lo que vio, señora Krichek?

–Vi a ese chico aparcar su bici y subirse a una vieja camioneta azul.

–¿Está segura de que era el pequeño Alverez?

–Lo he visto docenas de veces. Era un buen repartidor. Me dejaba el periódico en el felpudo, no como el que tenemos ahora, que sale del ascensor y lo lanza a mi puerta. A veces, llega, a veces, no, y me cuesta salir al pasillo con el andador. Los de su periódico deberían comprobar si esos chicos hacen bien su trabajo.

–Se lo diré. Señora Krichek, hábleme de la camioneta. ¿Pudo ver al conductor?

–No. Estaba amaneciendo y no había mucha luz. Yo me había acercado a la ventana. La camioneta entró en el aparcamiento, de modo que lo único que veía era el asiento del copiloto. Debió de decirle algo al niño, porque Danny dejó la bici apoyada contra la valla, rodeó el vehículo y subió.

–¿Danny subió a la camioneta? ¿Está segura de que el hombre no lo agarró y lo arrastró por la fuerza?

–No, no. Todo transcurrió en tono amistoso... de lo contrario, habría llamado antes al sheriff. Hasta que no oí que Danny había desaparecido no sumé dos más dos y llamé.

Christine no podía creer que nadie hubiera verificado la historia de aquella mujer. ¿Se le estaría pasando algo por alto? Era una anciana, pero su descripción de los hechos parecía creíble. Se levantó y se dirigió a la ventana que la mujer había señalado. Ofrecía una vista perfecta del aparcamiento y de la alambrada. Incluso una persona con poca vista podría haber distinguido los acontecimientos que había descrito.

–¿Cómo era la camioneta?

–Sé poco sobre coches –la mujer se encaramó al andador y se reunió con Christine arrastrando los pies–. Era vieja, de color azul cobalto, con la pintura descascarillada y un poco oxidada por abajo. Tenía estribos. Me acuerdo, porque Danny pisó el de su puerta para subir. Y la caja abierta, pero con barrotes en los costados. Ya sabe, de ésos que ponen los granjeros cuando van a transportar animales. Ah, y uno de los faros estaba fundido.

Si la mujer estaba senil, tenía una imaginación desbordante. Christine anotó los detalles.

–¿Pudo ver la matrícula?

–No, no tengo la vista tan fina.

Se oyó el golpe de una puerta mosquitera al cerrarse, y una niña salió corriendo al jardín que quedaba al otro lado de la valla metálica. Se sentó en un columpio y llamó al hombre que la había seguido. Tenía el pelo largo, barba, y llevaba vaqueros y una camiseta larga con forma de túnica.

–Se mudaron aquí el mes pasado –la señora Krichek señaló con la cabeza a la pareja; el hombre empujaba el columpio y la niña chillaba de puro deleite–. El día que lo vi, pensé que era el mismísimo Dios. ¿No cree que se parece a Jesús?

Christine sonrió y asintió.

 

 

Maggie vio a Nick sortear con cuidado los montones de papeles que ella había desperdigado por el suelo de su despacho. Hizo un hueco y dejó la pizza humeante y las Pepsis frías; después, se sentó frente a ella en el suelo, con las piernas estiradas. Casi le rozaba el muslo con el pie. Maggie llevaba todo el día consciente de él. Cuando creía estar demasiado cansada para sentir, su cuerpo la sorprendía cada vez que Nick la tocaba accidentalmente o le rozaba el muslo con la mano al cambiar las marchas del Jeep.

Hacía horas que se había descalzado y había estado sentada de rodillas hasta que los pies se le habían quedado dormidos. En aquellos momentos, se los masajeaba suavemente mientras leía los informes del forense sobre Aaron Harper y Eric Paltrow, los dos niños muertos por cuyo asesinato Jeffreys había sido erróneamente condenado.

La pizza olía bien a pesar de los detalles truculentos que leía. Alzó la vista y sorprendió a Nick mirando cómo se frotaba los pies. Nick desvió la mirada de inmediato, como si lo hubiera sorprendido haciendo algo indecoroso. Levantó la lengüeta de una lata de Pepsi y se la pasó.

–Gracias –en aquella ocasión, Maggie estaba hambrienta de verdad. El sandwich de jamón y queso de Wanda's había permanecido casi intacto en un plato hasta que el joven ayudante Preston se había ofrecido a quitárselo de en medio. De eso hacía varias horas. Reinaba la oscuridad en la calle, y los teléfonos del final del pasillo se habían tranquilizado.

Nick separó una gruesa porción de pizza, tiró de ella hábilmente para no perder el queso y la depositó en un plato de papel antes de pasársela a Maggie. Olía a pimiento verde, salchichón y queso parmesano. Maggie dio un bocado más grande de lo debido y se manchó la barbilla de queso derretido y de salsa.

–O'Dell, tienes la cara llena de salsa.

Ella se lamió la comisura de los labios mientras él miraba.

–Al otro lado –señaló Nick–. Y en la barbilla.

Maggie tenía las manos llenas de pizza y de informes del forense. Se lamió la otra comisura mientras buscaba un lugar seguro donde poder dejar algo.

–No, más arriba –siguió indicándole Nick–. Espera, déjame.

En cuanto le tocó los labios con el pulgar, Maggie lo miró a los ojos. Nick le rozó la barbilla con los dedos y deslizó el pulgar por el labio inferior, donde estaba convencida de no tener salsa ni queso. En sus ojos vio que él también sentía el inesperado chisporroteo de atracción. Las yemas de sus dedos se demoraron más de lo necesario en la barbilla, ascendieron, y le acariciaron la mejilla. El pulgar se tomó su tiempo para dejar el labio y frotarle la comisura de la boca. Atónita por la reacción de su cuerpo, Maggie se apartó hasta quedar fuera de su alcance.