Sábado, 25 de octubre 2 страница

Terminó de desayunar y limpió la mesa meticulosamente, sin que una sola miga escapara a los rápidos pases con el paño húmedo. Del lavabo de su minúsculo cuarto de baño sacó sus Nike, que había restregado a fondo y no les quedaba ni rastro de barro. Aun así, lamentaba no haberse descalzado antes. Las sacudió y las dejó a un lado para lavar el único plato que consideraba suyo, un frágil Noritake pintado a mano que había tomado prestado hacía tiempo del aparador de porcelana de la comunidad. Llenó con agua hirviendo la taza y el plato a juego, también prestados. Con delicadeza, sumergió la bolsita de té usada, esperó a que el agua adquiriera el consiguiente color ámbar, sacó la bolsita y la estranguló como si quisiera que le entregara hasta la última gota.

Completado su ritual matutino, se puso a cuatro patas y sacó una caja de madera de debajo de la cama. Colocó la caja sobre la mesa y deslizó los dedos sobre la elaborada inscripción de la tapa. Con cuidado, cortó los artículos del periódico, prescindiendo de los que trataban sobre Ronald Jeffreys. Abrió la caja y guardó los artículos plegados en el interior, sobre otros recortes, algunos de los cuales empezaban a amarillear. Revisó los demás objetos: un reluciente paño de hilo blanco, dos velas y un frasquito de óleo. Despues, lamió el resto de la mermelada del cuchillo y lo devolvió a la caja, donde lo colocó con suavidad sobre el algodón suave de unos calzoncillos de niño.

 

 

Timmy Hamilton se apartó de la cara los dedos de su madre; ambos vacilaban en los peldaños de la iglesia de Santa Margarita. Ya era terrible que llegara tarde, el colmo sería que sus amigos vieran a su madre peinándolo.

–Vamos, mamá. Nos ve todo el mundo.

–¿Ese moratón es nuevo? –le levantó la barbilla y le ladeó la cabeza con suavidad.

–Chad y yo chocamos en el entrenamiento de fútbol. No es nada del otro mundo.

–Tienes que tener más cuidado, Timmy. Te salen moratones tan fácilmente... No sé cómo he podido dejarte jugar al fútbol –abrió el bolso y empezó a hurgar en él.

–Voy a llegar tarde. La misa empieza dentro de quince minutos.

–Pensé que había guardado la hoja de inscripción y el talón para la acampada...

–Mamá, ya voy tarde.

–Está bien... –cerró el bolso–. Dile al padre Keller que se lo enviaré mañana por correo.

–¿Puedo irme ya?

–Sí.

–¿No quieres ver si se me ve la etiqueta de los calzoncillos?

–Muy gracioso –rió y le dio una palmada en el trasero.

A Timmy le gustaba verla reír, porque no lo hacía muy a menudo desde que su padre se había ido. Cuando reía, su rostro se suavizaba y se le marcaban los hoyuelos de las mejillas. Se convertía en la mujer más hermosa que conocía, sobre todo desde que llevaba el pelo rubio y sedoso. Era casi más bonita que la señorita Roberts, su profesora de cuarto. Pero la señorita Roberts era del curso anterior. Aquel año era el señor Stedman el que le daba clase y, aunque sólo estaban en octubre, Timmy detestaba el quinto curso. Vivía para los entrenamientos de fútbol... Para eso y para ser monaguillo del padre Keller.

En el mes de julio, cuando su madre le interrumpió el verano para enviarlo al campamento que organizaba la iglesia, se enfadó mucho con ella. Pero el padre Keller hizo que el campamento fuera divertido. Terminó siendo un verano fabuloso, y ya apenas echaba de menos a su padre. Por si fuera poco, el padre Keller lo había propuesto para ser su monaguillo. Aunque hacía pocos meses que él y su madre iban a la iglesia, Timmy sabía que los monaguillos del padre Keller eran un grupo elitista. El joven sacerdote los escogía a dedo y los recompensaba de forma especial; por ejemplo, con la próxima acampada.

Timmy llamó a la puerta recargada de la sacristía. Al ver que nadie contestaba, la abrió despacio y se asomó antes de entrar. Encontró una sobrepelliz de su talla en el armario y tiró de ella para intentar recuperar el tiempo perdido. Arrojó la chaqueta sobre una silla del otro lado de la habitación y se sobresaltó al ver al cura arrodillado en silencio junto a la silla. Estaba de espaldas a Timmy, pero reconoció el pelo moreno y rizado que asomaba por encima del alzacuello. La figura delgada del padre Keller se cernía por encima de la silla, aunque estaba arrodillado. A pesar de que la chaqueta de Timmy le había pasado rozando, permanecía sereno y callado. Timmy se lo quedó mirando, conteniendo el aliento, a la espera de que se moviera, de que respirara. Por fin, levantó el codo para santiguarse. Se puso en pie sin esfuerzo y se volvió hacia Timmy, recogió la chaqueta y la colgó con cuidado del brazo de la silla.

–¿Sabe tu madre que vas por ahí tirando tu ropa de domingo? –sonreía con dientes blancos y regulares y luminosos ojos azules.

–Lo siento, padre, no lo había visto. Creía que llegaba tarde.

–No te preocupes; hay tiempo de sobra –le revolvió el pelo y prolongó el contacto de la mano sobre su cabeza. Era un gesto que el padre de Timmy había hecho a menudo.

Al principio, Timmy se había sentido incómodo cuando el padre Keller lo tocaba. Después, en lugar de ponerse tenso, se sorprendió sintiéndose seguro. Aunque no lo reconocería en voz alta, el padre Keller le caía mucho mejor que su padre. El padre Keller nunca gritaba; siempre hablaba con voz suave y tranquilizadora, grave y poderosa. Con sus manos daba palmaditas y caricias... nunca golpes. Cuando el padre Keller le hablaba, Timmy se sentía la persona más importante de la vida del padre Keller. Lo hacía sentirse especial y, a cambio, Timmy quería complacerlo, aunque todavía se hacía lío con algunos ritos de la misa. El domingo pasado, por ejemplo, llevó el agua al altar pero se olvidó del vino. El padre Keller se limitó a sonreír, se lo pidió en un susurro y esperó con paciencia. Nadie más se dio cuenta del desliz.

No, el padre Keller no se parecía en nada a su padre, que se pasaba el día trabajando, incluso cuando eran una familia de verdad. El padre Keller parecía su mejor amigo en lugar de un sacerdote. A veces, los sábados, jugaba al fútbol con los chicos en el parque, dejaba que lo derribaran y se manchaba de barro como los demás. En el campamento, contaba espeluznantes historias de fantasmas, de ésas que los padres prohibían. A veces, después de la misa, intercambiaba cromos de béisbol. Tenía algunos de los mejores, cromos antiguos de Jackie Robinson y Joe DiMaggio. No, el padre Keller era demasiado genial para parecerse a su padre.

Timmy terminó y esperó a que el padre Keller acabara de vestirse. El cura se miró en el espejo de cuerpo entero y se volvió hacia Timmy.

–¿Listo?

–Sí, padre –contestó, y lo siguió por el pequeño pasillo hacia el altar. Cuando vio las Nike blancas e inmaculadas asomando por debajo de la larga sotana negra, no pudo evitar sonreír.

 

 

Maggie nunca había comprendido el atractivo que ejercían las pequeñas poblaciones como Platte City. «Pintorescas y amistosas» solía significar «aburridas y chismosas». Enseguida echaba de menos los sonidos irritantes pero familiares de los cláxones de los taxis y del tráfico de seis carriles. Peor aún era conformarse con la comida china de lugares llamados Big Fred o con los capuccinos aguados de las máquinas expendedoras de las tiendas de ultramarinos.

Sin embargo, tenía que reconocer que el paisaje durante el trayecto desde Omaha había sido realmente hermoso. El follaje que bordeaba el río Platte era un estallido de color: los naranjas intensos y los rojos llameantes se mezclaban con verdes y dorados. El penetrante olor de los árboles perennes y de la lluvia inminente impregnaba el aire de un aroma irritantemente agradable. Mantuvo entreabierta la ventanilla del coche, a pesar del frío.

Un reactor hendió el cielo cuando Maggie detenía el coche en el cruce. El repentino estruendo zarandeó el Ford alquilado y resonó en las calles tranquilas. Recordó que la Comandancia Estratégica del Aire se encontraba a sólo quince o veinte kilómetros de distancia. De acuerdo, quizá Platte City poseyera algunos sonidos familiares, a pesar de todo.

La información que había obtenido de la página web de la oficina de turismo de Nebraska describía Platte City, con sus 3.500 habitantes, como una floreciente ciudad dormitorio para los vecinos que trabajaban en Omaha, a treinta y dos kilómetros al nordeste, y en Lincoln, a cuarenta y ocho kilómetros al sudoeste. Aquello explicaba la abundancia de hermosas casas bien cuidadas y de vecindarios, muchos de construcción reciente, a pesar de la ausencia de industria local.

La plaza principal estaba bordeada de pequeñas tiendas: una oficina de correos, el Café Wanda's, el cine, un lugar llamado La Casa del Pintor, una pequeña tienda de comestibles y una droguería. Algunas lucían toldos rojos; otras tenían maceteros con geranios todavía en flor. En el centro de la plaza, el edificio del juzgado se erguía por encima de los demás. Construido en una época en que el orgullo desdeñaba los gastos, su fachada incluía un relieve detallado del pasado de Nebraska: carromatos de colonos y caballos con arados separados por la balanza de la justicia.

En el vestíbulo del juzgado, el eco de los tacones de Maggie ascendía desde el suelo de mármol hasta los altos techos abovedados. No había guardia de seguridad, ni siquiera un mostrador. Estudió el directorio de la pared. La oficina del sheriff, junto a varias salas de justicia y la cárcel del condado, ocupaban la tercera planta.

Prescindió del ascensor y subió las escaleras, una espiral abierta que permitía ver la entrada a vista de pájaro. La oficina del sheriff estaba desierta, aunque una de las habitaciones del fondo despedía un olor a café recién hecho y un zumbido de fotocopiadora. El reloj de pared marcaba las once y media. Maggie consultó su reloj. Todavía tenía la hora de la Costa Este; la cambió mientras se acercaba a la ventana. El cielo estaba cubierto de nubes grises y amenazadoras.

Ni siquiera era mediodía y ya estaba agotada. Después de su pelea con Greg y otra noche en vela rehuyendo las imágenes de Albert Stucky, aquella mañana, el avión la había zarandeado a miles de metros por encima del suelo. Detestaba viajar en avión, y cada vez se le hacía más insufrible.

Era el control, le recordaba su madre siempre que podía:

–Tienes que relajarte, Maggie, cariño. No puedes pretender controlarlo todo las veinticuatro horas del día.

Y aquello lo decía una mujer que, tras veinte años de terapia, todavía forcejeaba con el significado de la palabra «autocontrol». Una mujer que ahogaba su dolor por su difunto marido en la bebida, emborrachándose hasta caer inconsciente todos los viernes por la noche, y que llevaba a casa al desconocido de turno que le había pagado las bebidas. Hasta que uno de sus amigos no propuso un ménage à trois con la madre y la hija, no dejó de llevar a los hombres a su casa e insistió en ir a un motel. Más que repugnarle, la idea de compartir a su hija de doce años la había amedrentado.

Maggie se frotó la nuca; tenía los músculos contraídos por la tensión, una tensión que los pensamientos sobre su madre no tardaban en producir. Lamentaba no haberse registrado primero en un hotel y haber almorzado algo en lugar de presentarse allí directamente. Pero estaba preparada para acometer la tarea, porque había dedicado las horas de vuelo a repasar lo que sabía de Ronald Jeffreys. El reciente asesinato tenía el estilo de Jeffreys, incluido el corte en forma de equis dentada en el pecho del niño. Los imitadores solían ser meticulosos, duplicaban hasta el último detalle para intensificar la emoción. A veces, eso los hacía más peligrosos que el asesino original. Se perdía la pasión y, por consiguiente, la tendencia a cometer errores.

–¿Puedo ayudarla en algo?

La voz sobresaltó a Maggie, que giró en redondo. La mujer joven que acababa de materializarse no se parecía en nada a la imagen que Maggie tenía de una empleada de la oficina del sheriff. Llevaba la melena demasiado ahuecada, la falda de punto demasiado corta y ajustada. Parecía una adolescente arreglada para una cita.

–He venido a ver al sheriff Nick Morrelli.

La mujer miró a Maggie con recelo, manteniendo su puesto en el umbral como si estuviera resguardando las oficinas del fondo. Maggie sabía que el traje de pantalón azul marino le confería un aspecto oficial y ocultaba la figura esbelta que, a veces, le quitaba autoridad. Desde el comienzo de su profesión había desarrollado unos modales bruscos, a veces incluso cortantes, que reclamaban respeto y compensaban su corta estatura. Con su metro sesenta y dos de altura y cincuenta y dos kilos de peso, había superado por los pelos los requisitos físicos de la agencia.

–Nick no está en este momento –dijo la mujer en un tono que indicaba que no iba a revelar información adicional–. ¿La estaba esperando? –la mujer cruzó los brazos y se enderezó en un intento de ganar autoridad.

Maggie volvió a pasear la mirada por la oficina, pasando por alto la pregunta y demostrando a la mujer que no estaba impresionada.

–¿Puedo ponerme en contacto con él? –fingió interesarse por el tablero de anuncios, que contenía un póster de «Se Busca» de los años ochenta y un anuncio del baile de Halloween.

–Mire, señora, no pretendo ser grosera –dijo la mujer joven, repentinamente insegura–. ¿De qué quiere hablar con Nick... con el sheriff Morrelli, exactamente?

Maggie volvió la cabeza hacia la mujer, que de pronto le parecía mayor: las arrugas se hacían evidentes en torno a sus labios y a sus ojos. Se balanceaba sobre los tacones de aguja de cinco centímetros y se mordía el labio inferior.

Justo cuando Maggie estaba deslizando la mano en el bolsillo de la chaqueta para enseñarle su insignia, dos hombres entraron con estrépito por la puerta. El de más edad llevaba un uniforme marrón de ayudante de sheriff, con los pantalones bien planchados y la corbata muy prieta; tenía el pelo negro engominado y peinado hacia atrás, recogido detrás de las orejas y rizado por encima del cuello de la camisa, sin un solo mechón fuera de lugar. El más joven, por el contrario, llevaba una camiseta gris empapada en sudor, pantalones cortos y zapatillas de deporte. El pelo castaño oscuro, aunque corto, estaba alborotado, con los mechones húmedos caídos sobre la frente. A pesar de su aspecto desaliñado, era bien parecido y estaba en excelente forma física, con piernas largas y musculosas, cintura esbelta y hombros anchos. Maggie se enojó al instante consigo misma por reparar en aquellos detalles. Los dos hombres dejaron de hablar en cuanto la vieron. Se hizo el silencio mientras miraban alternativamente a las dos mujeres.

–Hola, Lucy. ¿Va todo bien? –dijo el hombre más joven, mirando a Maggie de abajo arriba. Cuando sus ojos alcanzaron los de ella, sonrió como si se hubiese ganado su aprobación.

–Estaba intentando averiguar qué quería...

–He venido a ver al sheriff Morrelli –la interrumpió Maggie. Empezaba a impacientarla que la trataran como a un inspector de hacienda.

–¿Para qué quería verlo? –fue el turno del ayudante de interrogarla, arrugando la frente de preocupación y enderezándose, como si estuviera alerta.

Maggie se pasó los dedos por el pelo, irritada. Sacó su insignia y se la enseñó.

–Trabajo para el FBI.

–¿Es usted la agente especial O'Dell? –dijo el hombre más joven, con cara de avergonzado más que de sorprendido.

–La misma.

–Perdone por el tercer grado –se secó la mano en la camiseta y se la extendió–. Yo soy Nick Morrelli.

Maggie estaba convencida de haber reflejado sorpresa, porque Morrelli sonrió. Maggie había trabajado con bastantes sheriffs de poblaciones pequeñas para saber que no eran como Nick Morrelli. Parecía, más bien, un atleta profesional, de ésos cuyo atractivo y encanto disculpaban su arrogancia. Los ojos eran celestes y resaltaban sobre la tez morena y el pelo oscuro. Estrechó la mano de Maggie con firmeza, nada de apretones suaves reservados para las mujeres; sin embargo, sostenía su mirada y le dedicaba toda su atención, como si fuera la única persona de la sala: una táctica que empleaba solo con las mujeres, no había duda.

–Éste es el ayudante Eddie Gillick, y ya conoce a Lucy Burton. Lo siento, estamos un poco nerviosos. Hemos pasado un par de noches muy largas, y ha habido muchos periodistas husmeando por las oficinas.

–Pues ha ideado un disfraz muy interesante –en aquella ocasión, Maggie paseó lentamente la mirada por el cuerpo de Morrelli, de abajo arriba, tal como él había hecho. Cuando por fin lo miró a los ojos, un destello de vergüenza había reemplazado la arrogancia.

–En realidad, acabo de volver de Omaha. He participado en una carrera benéfica –parecía ansioso por explicarse, casi incómodo, como si lo hubieran sorprendido haciendo algo que no debía. Se balanceó sobre los pies–. Es para la Asociación de Enfermos Pulmonares, o la Asociación de Enfermos Cardiovasculares, no me acuerdo. De todas formas, era por una buena causa.

–No tiene que darme explicaciones, sheriff Morrelli –dijo Maggie, aunque la complacía que su presencia pareciera exigirlas.

Se produjo un incómodo silencio. Por fin, el ayudante Gillick carraspeó.

–Tengo que volver al coche patrulla –en aquella ocasión, sonrió a Maggie–. Ha sido un placer conocerla, señorita O'Dell.

–Agente O'Dell –lo corrigió Morrelli.

–Claro, lo siento –turbado por la corrección, el ayudante se marchó rápidamente.

–Lucy, ¿huelo a café recién hecho? –preguntó Morrelli con una sonrisa infantil.

–Acabo de preparar una jarra. Te serviré una taza –la voz de Lucy se había vuelto melosa y un poco más femenina. Maggie sonrió para sí al ver cómo la figura rígida y autoritaria de la mujer cedía a un suave contoneo ante la perspectiva de servir café al apuesto sheriff.

–¿Te importaría ponerle una taza a la agente O'Dell? –sonrió a Maggie mientras Lucy se daba la vuelta y le lanzaba una mirada de irritación a la intrusa.

–¿Con leche y azúcar?

–No, no me apetece, gracias.

–¿Una Pepsi? –preguntó el sheriff, ansioso por complacerla.

–Sí, eso suena mejor –el azúcar la ayudaría a llenar el estómago.

–Olvídate del café, Lucy. Dos latas de Pepsi, por favor.

Lucy se quedó mirando a Maggie; el entusiasmo se había evaporado de su rostro y había sido sustituido por desprecio. Giró en redondo y se alejó taconeando por el pasillo.

Estaban los dos solos. Morrelli se frotó los brazos, como si tuviera escalofríos. Parecía incómodo, y Maggie sabía que ella era la causa de aquella incomodidad. Debería haber llamado para avisar de su llegada, pero no se le daban bien las cuestiones de etiqueta.

–Después de casi cuarenta y ocho horas seguidas sin parar de trabajar, hoy decidimos tomarnos un descanso –una vez más, parecía ansioso por explicar su aspecto y el departamento vacío–. Pensé que no llegaría hasta mañana. Ya sabe, como es domingo...

Maggie se sorprendió preguntándose si habría sido nombrado o elegido. En cualquier caso, con su encanto travieso debía de haber vencido a la competencia.

–Mis superiores me dieron la impresión de que el tiempo apremiaba en este caso. Todavía no han hecho la autopsia, ¿no?

–No, claro que no. Está... –Morrelli se frotó la barba de un día, y Maggie reparó en una pequeña cicatriz, una línea blanca fruncida que era la única marca en su mandíbula perfecta–. Estamos usando el depósito de cadáveres del hospital –se apretó los párpados con los dedos; Maggie se preguntó si se debía al agotamiento o era un intento de espantar la imagen que, seguramente, atormentaba sus sueños. Según el informe, era Morrelli quien había encontrado al niño–. Puedo llevarla allí si quiere examinarlo –añadió.

–Gracias. Sí, tendré que hacerlo. Pero antes, querría que me llevara a otro sitio.

–Claro, querrá deshacer la maleta. ¿Va a alojarse aquí, en la ciudad?

–Bueno, no me refería a eso. Me gustaría ver el lugar del crimen –declaró, y vio que Morrelli palidecía–. Quiero que me enseñe dónde encontró el cadáver.

 

 

La cañada desaparecía entre la hierba desgarrada y los baches serrados. Había huellas de neumáticos cruzándose unas con otras, estampadas en el barro. Nick redujo a segunda y el vehículo siguió avanzando y hundiéndose más en el barro.

–Supongo que nadie se dio cuenta de que tantas idas y venidas podrían destruir las pruebas.

Nick lanzó a la agente O'Dell una mirada de frustración. Empezaba a cansarse de que le recordaran sus errores.

–Para cuando descubrimos el cadáver, ya habían pasado por aquí al menos dos vehículos. Sí, nos dimos cuenta de que podíamos haber borrado las huellas del asesino.

Volvió a mirarla mientras intentaba evitar que el Jeep se hundiera en las partes más cenagosas. Aunque se comportaba como si tuviera más edad, Nick dedujo que rondaba los treinta... demasiado joven para ser una experta. Su juventud no era lo único que lo desarmaba. A pesar de sus modales fríos y bruscos, era muy atractiva. Y ni siquiera su traje de corte severo podía ocultar lo que, según sospechaba, era un cuerpo diez. En circunstancias normales, estaría preparándose para desplegar su encanto y hacer una nueva conquista pero, Dios, tenía algo que lo descolocaba. Se movía con tanta calma, con tanta confianza y seguridad en sí misma... Se comportaba como si supiera lo que hacía, cosa que ponía aún más en evidencia la inexperiencia de Nick. Era endiabladamente irritante.

El Jeep traqueteó y se detuvo delante del recodo de árboles, y Nick volvió a sentir la náusea de la otra noche. Se sorprendió mareándose; empezaba a resultar vergonzoso. Oyó a O'Dell forcejear con el tirador de la puerta, el familiar clic del metal contra el metal.

–Espere, esa puerta se atranca. Déjeme a mí –sin pensar, se inclinó hacia la puerta y... hacia ella. Ya tenía la mano en el tirador cuando advirtió que sus rostros estaban peligrosamente juntos. O'Dell se hundía en el asiento para evitar tocarlo, y Nick retiró la mano bruscamente y regresó a su asiento–. La abriré desde fuera.

–Buena idea.

Una vez en el exterior del Jeep, Nick se regañó. ¡Qué impulso más estúpido! En absoluto profesional. No había duda de que estaba alimentando su reputación de sheriff incompetente y mujeriego.

Rodeó el Jeep hasta la otra puerta. En la oficina se había dado una ducha rápida, se había puesto unos vaqueros y había cambiado las zapatillas de deporte por las botas de la otra noche. Todavía había barro seco adherido al cuero. El cieno volvió a devorarlas. Las nubes grises seguían apelotonándose, amenazando con estallar en cualquier momento y garantizar que el cieno perdurara durante días.

La puerta del Jeep se abría fácilmente desde el exterior. ¿Pensaría O'Dell que su estúpida maniobra había sido una excusa barata para acercarse a ella? No importaba. Algo le decía que aquella mujer era inmune a su encanto, o al poco que le quedaba.

–Espere –volvió a detenerla–. Creo que tengo unas botas aquí atrás –se encaramó a la puerta, pero se interrumpió a medio camino al percatarse de lo inadecuado de la acción. Eludió mirarla y esperó a que ella se desplazara sobre el asiento y estuviera a una distancia segura. Después, se estiró por encima del asiento. Afortunadamente, las botas de goma estaban al alcance de la mano.

–¿Está seguro de que son necesarias? –contemplaba las botas negras como si fueran grilletes.

–No llegará a ninguna parte con este barro. Y es aún peor en la orilla.

Nick ya había empezado a deshacer los cordones. Le pasó una bota y empezó a aflojar la segunda, pero se distrajo cuando ella se quitó los caros zapatos planos. Envueltos únicamente en medias sedosas, los pies aparecían pequeños, esbeltos y delicados. Vio cómo deslizaba el pie en la enorme bota de goma. Ni siquiera el intento de remeterse la pernera del pantalón garantizaría que no se le cayera.

Cuando empezaron a caminar por el barro, lo impresionó que no se quedara atrás a pesar del calzado incómodo y de sus pasos más cortos. El área seguía aislada con cinta amarilla; estaba rota en algunos puntos, y ondeaba movida por una brisa cada vez más cortante. Nick se levantó el cuello de la chaqueta. Todavía tenía el pelo húmedo, y sintió un escalofrío. Miró a O'Dell, que no llevaba más que una chaqueta de lana y pantalones a juego. La agente se abrochó la chaqueta pero no dio muestras de sentir frío.

La vio rodear con cuidado la huella del pequeño cuerpo que todavía se conservaba en la hierba. O'Dell se puso en cuclillas y examinó las briznas de hierba, tomó un poco de barro con un dedo y lo olió. Nick hizo una mueca al recordar el olor rancio. Todavía tenía la piel sensible de la fuerza con que se había restregado para quitarse el hedor.

O'Dell se puso en pie y miró hacia el río. La orilla estaba a un metro de distancia. Las aguas, más crecidas de lo habitual, fluían veloces, se arremolinaban y rompían contra la orilla.

–¿Donde encontró la medalla? –preguntó sin mirarlo. Nick avanzó hasta el lugar y encontró la estaca blanca que había clavado uno de sus ayudantes.

–Aquí –dijo, y señaló el marcador de plástico hundido en el barro, apenas visible. O'Dell se fijó y volvió a dirigir la vista al lugar donde había yacido el niño. Estaba a sólo medio metro de distancia–. Era del niño. Su madre lo identificó –le explicó Nick, todavía lamentando no haber podido devolvérsela a Laura Alverez cuando ésta se lo suplicó–. La cadena estaba rota. Debió de salírsele durante el forcejeo.