Archivo Central de los Estados Unidos de la Tierra 3 страница

Estaba empapada de sudor y con el estómago revuelto. Miró la mema y pensó: es como tener un cadáver en mi mano. Aún peor: era como tener a alguien vivo encerrado ahí dentro. Una existencia entera que aguardaba con ansiedad su liberación, como el genio de la botella de Las mil y una noches. Recordó al par de reps de combate a los que había visto meterse una memoria, bastante tiempo atrás, en la milicia. No parecía demasiado agradable, al menos al principio: los tipos vomitaron. Pero algo bueno tendría cuando tantos lo hacían. Bruna se introdujo el tubo en la nariz. Estaba de pie, en mitad del cuarto, sin apoyarse. No se iba a disparar, sólo era por probar. El metal estaba frío y resultaba un poco asfixiante tener eso ahí dentro. ¿Dolería? Con sólo pulsar dos botones poseería otra vida, sería otra persona. Sintió un conato de náuseas. Sacó el tubo y lo arrojó sobre la mesa. Necesitaba buscar a alguien que analizara la mema. Tal vez fuera uno de los implantes adulterados.

 

Tanto el metro como los trams estaban en huelga, de modo que las cintas rodantes iban tan atiborradas de personas que el excesivo peso ralentizaba la marcha y en algunos casos incluso llegaba a detenerla. No había manera de encontrar un taxi libre y algunos, desesperados, intentaban hacer autoestop con los vehículos privados. Pero ya se sabía que los pocos individuos autorizados a poseer coche propio no solían ser los más solidarios.

Bruna había salido con tiempo de casa previendo la larga caminata y la confusión habitual de los días de huelga, pero aun así le estaba costando abrirse paso entre los centenares de bicicletas y viandantes. Eran las 17:10, una hora punta, y ya estaba llegando diez minutos tarde a su cita con Pablo Nopal. El memorista le había propuesto que se encontraran en el Museo de Arte Moderno, un lugar incómodo e inadecuado para hablar. Pero Bruna no podía imponer sus condiciones: era ella quien había pedido la reunión. Subió de dos en dos el centenar de pequeños escalones que parecían derramarse como una cascada de hormigón en torno al enorme cubo luminoso del museo, arrimó el móvil de su muñeca al ojo cobrador de la entrada y atravesó el vestíbulo como una exhalación, camino de la sala de exposiciones temporales. Allí, en el umbral, vio al memorista. Camisa blanca sin cuello, pantalones negros amplios, un lacio flequillo oscuro sobre la frente. La imagen misma del descuido elegante. Ese pelo tan lustroso ¿era producto de un tratamiento capilar de lujo o de la herencia genética de varias generaciones de antepasados ricos? El escritor estaba recostado con graciosa indolencia contra la pared. Al advertir la llegada de la detective, sonrió de medio lado y se puso derecho. Sólo se habían visto en la pantalla cuando fijaron la cita, pero sin duda la androide era fácilmente reconocible.

—Llegas tarde, Husky.

—La huelga. Lo siento.

Bruna lanzó una ojeada a su alrededor. En el vestíbulo principal que acababa de atravesar había unos cuantos sillones. Y al fondo, una cafetería.

—¿Dónde quieres que hablemos? ¿Nos sentamos allí? ¿O quizá prefieres tomar algo en el café?

—¡Espera! ¿Tienes prisa? Primero podríamos echarle un vistazo a la exposición.

La rep le observó con inquietud. No sabía qué se proponía Nopal, no entendía muy bien cuál era el juego, y eso siempre le causaba desasosiego. El hombre tenía más o menos la misma altura que ella y sus ojos quedaban justo frente a los suyos. Demasiado cercanos, demasiado inquisitivos. Por el gran Morlay, cómo detestaba a los memoristas. La detective apartó la mirada sin poderlo evitar y fingió interesarse en el cartel anunciador de la muestra. Lo leyó tres veces antes de ser consciente de lo que decía.

—«Historia de los Falsos: el fraude como arte revolucionario» —dijo en voz alta.

—Interesante, ¿no? —comentó Nopal.

La androide le miró. ¿A qué venía todo esto? ¿Encerraba un mensaje? ¿Una segunda intención? La detective ya había oído hablar de esta exposición y nunca hubiera venido a verla por sí misma. Le irritaba el fenómeno de los Falsos, que eran la última moda dentro del arte plástico. Críticos pedantes y estetas delirantes habían decretado que la impostura era la manifestación artística más pura y radical de la modernidad, la vanguardia del siglo XXII. Los artistas más cotizados del momento eran todos falsificadores de éxito cuyas obras pasaron por auténticas durante cierto tiempo. Porque, como le había explicado Yiannis, que siempre sabía de todo, para ser un verdadero Falso no sólo había que mimetizar a la perfección el cuadro o la escultura de un artista famoso, sino que había que conseguir que alguien se lo creyera: un comprador, un galerista, un museo, los críticos, los medios de comunicación. Cuanto más grande el engaño, mayor el prestigio de la falsificación una vez desenmascarada la impostura; y si nadie advertía el artificio y era el propio artista quien tenía que desvelarlo al cabo de algún tiempo, entonces el objeto era considerado una obra maestra. Esta moda había cambiado el mundo del arte: ahora en las subastas mucha gente pujaba locamente por un Goya, o un Bacon, o un Gabriela Lambretta, con la secreta esperanza de que, en unos pocos meses, se descubriera que era un Falso y triplicara su valor.

—Pues, a decir verdad, es un tema que no me interesa nada —gruñó Bruna.

—¿No? Qué extraño, pensé que te gustaría.

—¿Por qué? ¿Porque yo también soy una copia, una imitación, una falsificación de ser humano?

Pablo Nopal sonrió de una manera encantadora. Encantadora y nada fiable. Echó a andar por la sala y Bruna se vio obligada a seguirle. Era un hombre delgado y se movía de una manera ligera y como deshuesada dentro de sus amplias ropas flotantes.

—En absoluto. Yo no he dicho eso. Pensé que te gustaría porque dicen que eres una persona inteligente, me he informado un poco sobre ti. Y las personas inteligentes saben que, de algún modo, todos somos un fraude. Por eso los Falsos me parecen la más perfecta representación de nuestro tiempo. No son arte, son sociología. Todos somos unos impostores. En fin, te encuentro extraordinariamente hipersensible, ¿no crees, Husky? Yo, que tú, intentaría analizar el porqué de esa susceptibilidad tan exacerbada.

Porque eres un maldito memorista condescendiente y pedante, le hubiera gustado contestar a Bruna. Rumió sus palabras durante unos segundos, intentando domesticarlas un poco.

—Bueno, yo no creo que sea hipersensibilidad. Más bien es cansancio ante el prejuicio. Es como si a ti te supusieran un interés por la impostura debido a tu pasado. Quiero decir, debes de estar acostumbrado a que la gente te mire y se pregunte quién eres de verdad... ¿Pablo Nopal, el memorista y escritor? ¿O un individuo que asesinó a su tío y salió de la cárcel porque se estropearon las pruebas?

Le atisbó por el rabillo del ojo, un poco asustada por sus propias palabras. Tal vez hubiera ido demasiado lejos y la entrevista se acabara en ese mismo instante. Pero ese aire de aburrida superioridad parecía estar pidiendo el acicate de un aguijón. Bruna conocía a los tipos así: les gustaba ser retados, incluso humillados. Al menos un poco.

—Mal ejemplo, Husky. Yo no he supuesto nada sobre ti. Tú eres quien ha imaginado la ofensa y luego se ha ofendido. Eso es algo que también cuentan sobre ti. Dicen que eres fácilmente inflamable y bastante intratable. Por cierto, mi tío era un mal hombre y yo soy inocente. Mi impostura se refiere a otra cosa.

Contemplaron la exposición en silencio durante unos minutos. Los Falsos recuperan el legado artístico histórico y lo transmutan en intervención social, reafirmando y negando su sentido al mismo tiempo. No cabe un acto mayor de subversión cultural, rezaba un texto escrito sobre la pared en letras tridimensionales. Las paparruchas habituales, pensó Bruna. Había obras de diversas épocas, desde un cuadro de Elmyr D’Ory, del siglo XX, hasta dos piezas de la famosa Mary Kings, la artista más consagrada del momento, que creó un heterónimo, un supuesto pintor bicho llamado Zapulek, y luego se dedicó a falsificar Zapuleks, esto es, a falsificarse a sí misma.

—Bueno, empecemos de nuevo —dijo Nopal—. ¿Para qué querías verme? Sentémonos allí.

Al otro lado de la sala había un lucernario y debajo dos mullidos sillones. La verdad es que era un buen sitio para hablar, aislado y al mismo tiempo tan visible que parecía convertir el encuentro en algo casual e inocente. Un lugar perfecto para una cita difícil, se dijo Bruna, anotando mentalmente el dato por si alguna vez tenía necesidad de un espacio así. ¿Y por qué lo había escogido Nopal? Era evidente que no habían acabado ahí de forma casual.

—¿Por qué me has hecho venir al museo?

—No me gusta que la gente entre en mi casa. Y este sitio es cómodo. Cuéntame.

Sin duda era un tipo extremadamente reservado. De alguna manera se las había arreglado para escamotear parte de su biografía de la Red. Por más que buscó, la androide no consiguió encontrar un solo dato sobre su infancia. Nopal parecía salir de la nada a los diez años, cuando fue oficialmente adoptado por su tío. Tanto misterio era toda una proeza de desinformación en esta sociedad hiperinformada.

—Mi cliente, antes no te dije su nombre, es Myriam Chi...

Bruna hizo una pausa microscópica para ver si la noticia producía alguna reacción, pero el hombre permaneció imperturbable.

—Ella piensa que tú podrías ayudarnos con la investigación.

—¿Qué investigación?

—La de esos reps que parecen volverse repentinamente locos y que matan a otros androides y se suicidan.

—El caso del tranvía...

—No sólo ése. En realidad, hay por lo menos otros cuatro casos semejantes.

—¿Y qué pinto yo?

—No se ha dicho públicamente, pero pierden la razón porque se meten memorias artificiales adulteradas. Alguien se ha puesto a vender memas mortales.

Nopal curvó sus finos labios en una sonrisa ácida, se inclinó hacia delante hasta quedar a dos palmos de la cara de la mujer y repitió con irónica lentitud:

—¿Y-qué-pinto-yo?

Qué fastidio de tipo, pensó Bruna. Éste era uno de esos momentos en los que la detective hubiera deseado que siguiera vigente el uso del usted, un tratamiento que al parecer en origen era cortés, pero que al final, antes de quedar obsoleto, servía para alejar desdeñosamente al interlocutor, como ella había visto tantas veces en las películas antiguas. Sí, un helador usted le habría venido ahora muy bien. Usted es un asqueroso memorista, le habría dicho. Usted puede ser el cerdo que ha escrito las memas letales. Échese usted para atrás en el asiento y deje de intentar impresionarme.

—Bueno, tú eres un memorista...

El escritor se repantingó en el sillón y soltó un suspiro.

—Lo dejé o más bien me echaron hace varios años, como sin duda sabes. Y antes de que cometas el error de volver a soltar una grosería, te diré que no, no me dedico a escribir memorias ilegales. No lo necesito. Mis novelas se venden muy bien, por si no te has enterado. Y tengo el dinero que heredé de mi querido tío.

—Pero quizá sepas de otros memoristas... No hay muchos. ¿Quién podría estar metido en ese negocio?

—Rompí todas mis relaciones con ese mundo cuando me echaron. Digamos que por entonces no me era muy agradable seguir conectado con ellos.

—Pues Myriam Chi cree que puedes saber algo.

Nopal sonrió de nuevo. Esta vez, para sorpresa de Bruna, casi con ternura.

—Myriam siempre me ha creído más poderoso de lo que soy...

Frunció el ceño, pensativo. Bruna aguardó en silencio, intuyendo que el hombre estaba a punto de decir algo. Pero no se esperaba lo que al final soltó.

—¿Qué edad tienes, Husky?

—¿Y eso qué importa?

—Yo diría que debes de tener unos 5/30... Quizá 6/31. Y entonces sería posible.

—¿Qué sería posible?

—Que yo hubiera escrito tu memoria.

Bruna se quedó sin aire en los pulmones. Un golpe de sudor le empapó la nuca.

—Es una idea repugnante —susurró.

Y apretó los dientes para aguantar las náuseas.

—¿Sabes, Husky? Hay otra razón por la que he quedado aquí contigo en vez de citarte en casa... He tenido algunos problemas con algunos reps. Por lo general, los tecnohumanos no apreciáis demasiado a los memoristas, y en cierto modo lo entiendo.

—Está prohibido identificarse como autor de una memoria. Está prohibido. No puedes hacerlo.

—Lo sé, lo sé. Tranquila, Bruna. Perdona mi pregunta de antes. En realidad, nunca te lo diría. Aunque no estuviera prohibido, si lo supiera no te lo diría. Te lo prometo.

El pequeño alivio que la androide experimentó con las palabras de Nopal le hizo darse cuenta de lo aterrorizada que estaba. Y junto con el alivio sintió algo parecido a la gratitud. Era una emoción estúpida, injustificada y demasiado próxima a un síndrome de Estocolmo, pero no podía evitarla. Cuatro años, tres meses y veintidós días.

—Sin embargo, los memoristas no sólo no sentimos antipatía hacia los reps, sino que os tenemos un afecto especial. Al menos yo. Poder construir la memoria de una persona es un privilegio indescriptible. ¿Te imaginas? La memoria es la base de nuestra identidad, así que de alguna manera yo soy el padre de cientos de seres. Más que el padre. Soy su pequeño dios particular.

Bruna se estremeció.

—Yo no soy mi memoria. Que además sé que es falsa. Yo soy mis actos y mis días.

—Bueno, bueno, eso es discutible... Y, en cualquier caso, no cambia lo que te estaba diciendo... Porque yo hablaba de mis sensaciones, de cómo lo veo yo. Y te decía que amo a los reps. Me inspiráis una emoción especial. Una complicidad profunda.

—Ya. Pues perdona que no sienta lo mismo. Perdona que no le agradezca a mi pequeño dios, sea quien sea, toda esa basura arbitraria de recuerdos falsos.

—¿Basura arbitraria? La vida real sí que es arbitraria. Mucho más arbitraria que nosotros. Yo siempre he intentado hacerlo lo mejor posible... Pensaba y escribía con absoluto cuidado cada una de las quinientas escenas...

—¿Quinientas?

—¿No lo sabías? Una vida está compuesta de quinientos recuerdos... Quinientas escenas. Y con eso basta. Yo siempre intenté compensar unas cosas con otras, ofrecer cierto espejismo de sentido, la intuición final de un todo armónico... Mi especialidad eran las escenas de la revelación...

—El maldito baile de fantasmas.

—Mis escenas de revelación eran compasivas, ésa es la palabra. Instructivas, compasivas. Fomentaban la madurez del replicante.

—Mi memorista mató a mi padre cuando yo tenía nueve años. Yo le adoraba, y un delincuente le asesinó estúpidamente una noche en la calle.

—Esas cosas ocurren, por desgracia.

—¡Yo tenía nueve años! Y pasé cinco sufriendo como un perro hasta cumplir catorce y llegar a mi baile de fantasmas. Hasta enterarme de que mi padre no era real y por lo tanto tampoco había sido asesinado.

—No es así, Bruna. Como sabes, esos cinco años de los que hablas no existieron. No es más que una memoria falsa. Todas las escenas fueron insertadas simultáneamente en tu cerebro.

Un nudo de enfurecidas y abrasadoras lágrimas apretó la garganta de la detective. Tuvo que hacer un esfuerzo para hablar y la voz salió ronca.

—¿Y el dolor? ¿Todo ese dolor que tengo dentro? ¿Todo ese sufrimiento en mi memoria?

Nopal la miró con gravedad.

—Es la vida, Bruna. Las cosas son así. La vida duele.

Hubo un pequeño silencio y después el hombre se puso en pie.

—Haré unas cuantas llamadas e intentaré enterarme de cómo están las cosas entre los memoristas. Ya me pondré en contacto contigo si consigo algo.

Nopal se inclinó un poco y rozó la tintada mejilla de Bruna con un dedo. Un gesto tan leve que la rep casi creyó haberlo imaginado. Luego el memorista se atusó el lacio flequillo, recuperó su sonrisa encantadora y poco fiable y, dando media vuelta, se marchó. La androide lo miró mientras se alejaba, aún sentada, aún anonadada, con los pensamientos zumbando en su cabeza como un enjambre de abejas. Quinientas escenas: ¿sólo esa miseria era su vida? Estaba intentando reunir fuerzas para levantarse cuando oyó la señal de una llamada. Miró el móvil de su muñeca: era Myriam Chi.

—Tenemos que hablar —dijo la líder rep sin molestarse en saludar.

—¿Qué pasa?

—Te lo diré en persona. Ven a verme mañana a las nueve horas.

Y cortó la comunicación. Bruna se quedó contemplando la pantalla vacía mientras se detestaba a sí misma. Le amargaba tener que obedecer a una cliente como Myriam Chi, que trompeteaba sus órdenes como si ella fuera su esclava; y le ponía literalmente enferma haber perdido los papeles con el memorista. El sillón en el que la detective estaba sentada se encontraba al fondo de la sala de exposiciones y el lento flujo de los visitantes pasaba por delante de ella, cruzando de una pared a la otra e iniciando el camino de regreso hacia la puerta. Pero, curiosamente, nadie la miraba. Nadie parecía advertir a esa tecnohumana grande y llamativa: demasiada invisibilidad para ser natural. Sí, el malévolo Nopal había acertado al citarla allí: iluminada cenitalmente por la fría luz del lucernario, Bruna se sintió un Falso más. Sin duda el de menor valor de toda la muestra.

 

—¡Bruna! ¡Bruna! ¡Levántate! ¡Despierta!

La rep abrió un ojo y vio una figura humana que se abalanzaba sobre ella. Dio un salto en la cama, un grito, un manotazo defensivo, y su brazo atravesó limpiamente el aire coloreado sin encontrar resistencia. Enfocó mejor la mirada y reconoció al viejo Yiannis.

—¡Maldita sea, Yiannis, te he dicho mil veces que no me hagas esto! —gruñó con la lengua entumecida y la boca seca.

La figura holografiada del archivero flotaba por la habitación, de cuerpo entero. Era la única persona a la que Bruna había concedido autorización para realizar holollamadas.

—¡No soporto que te metas así en mi casa! ¡Te voy a poner en la lista de los no admitidos!

—Perdona, no había manera de despertarte y Myriam Chi...

—¡Oh, mierda, Chi!

Antes de que el viejo mencionara a la líder rep, Bruna ya había visto la hora en el techo, las 10:20, y sus neuronas maltratadas por la resaca habían comenzado a encenderse penosamente trayendo el recuerdo de una cita perdida. El día anterior se fue reconstruyendo de manera borrosa en su memoria: el encuentro con Nopal, la llamada de Chi, las demasiadas copas que se tomó en su casa al regresar. Beber sola, mejor dicho, emborracharse sola, era el penúltimo escalón del alcoholismo. Sin duda tenía un problema con la bebida, y ahora también un problema con su única clienta, a la que había dejado plantada. Bruna se levantó de un brinco de la cama, tan deprisa, de hecho, que el gelatinoso cerebro pareció chocar contra su cráneo y tuvo que agarrarse la cabeza con ambas manos y cerrar los ojos durante unos instantes. Se acabó: no iba a volver a tomar una copa en toda su vida.

—¡Ya sé que llego tarde a la cita con Chi! ¡Ya sé que la he jodido! —gruñó, todavía con los párpados apretados.

—No. No es eso, Bruna. No llegas tarde.

La rep alzó la cara y vio que Yiannis se había vuelto de espaldas. Claro, pensó, es que estoy desnuda. Mi pobre y vetusto caballero, se dijo, sintiendo por él una especie de irritada ternura. La bata china estaba tirada en el suelo y Bruna la recogió y se la puso.

—Ya puedes mirar. ¿Qué es eso de que no llego tarde?

Yiannis, o su holografía, se giró. Su rostro estaba tenso y pálido: sin lugar a dudas era portador de malas noticias. Una oleada de adrenalina recorrió la columna vertebral de Bruna y mejoró mágicamente su jaqueca.

—¿Qué ocurre?

—Chi ha muerto.

—¿Qué?

—Esta mañana temprano atacó en el metro a una secretaria del Ministerio de Trabajo. Le sacó los ojos y le rompió la tráquea. Ni que decir tiene que la chica era tecno. Luego, Chi se arrojó a las vías delante de un convoy. Falleció en el acto.

—¿Cómo lo sabes?

—Está en las noticias.

Bruna ordenó a la casa que abriera la pantalla y se encontró cara a cara con la imagen de la líder androide. Myriam en un mitin, Myriam por la calle, Myriam sonriendo, discutiendo, haciendo una entrevista. Hermosa y llena de vida. En las noticias no se decía que llevara una mema adulterada, pero eso no significaba nada, porque, que Bruna supiera, el detalle de las memorias ilegales todavía no se había hecho público en ninguna de las muertes. El comportamiento de Myriam ¿se debería también al destrozo causado por un implante letal? Y de ser así, que era lo más probable, ¿quién se la había metido por la nariz? Porque no podía creer que la líder del MRR lo hubiera hecho voluntariamente. Esto era un asesinato. Y también era el mayor fracaso de su carrera. No había conseguido mantener viva a su clienta ni dos días.

—Se lo dije, le dije que tenía que cuidarse, le dije que debíamos...

—Calla, Bruna, calla y escucha...

El holograma de Yiannis parecía estar sentado ahora en el aire y contemplaba fijamente no la pantalla de Husky, sino otro punto más hacia la derecha, probablemente la pantalla de su propia casa. Pero ambos estaban viendo lo mismo. El periodista, un desagradable y célebre individuo de lustroso pelo rubio llamado Enrique Ovejero, comentaba el asunto con ávido énfasis sensacionalista.

—... Y lo que la gente se pregunta es, ¿qué está sucediendo con los tecnos? ¿Acaso están enfermos? ¿Hay una epidemia? ¿Puede ser contagiosa para los humanos? ¿Por qué son tan violentos? Hasta ahora sólo han atacado a otros androides, pero ¿pueden suponer un peligro para la gente normal? Está con nosotros José Hericio, un hombre polémico al que sin duda muchos de vosotros conoceréis, abogado y secretario general del PSH, Partido Supremacista Humano. Buenos días, Hericio, ¿qué tal estás? En primer lugar, no sé si para ti la muerte de uno de tus mayores enemigos, la líder del MRR, puede incluso ser una buena noticia...

—No, Ovejero, por Dios, yo no me regocijo con la muerte de nadie... Además, no sólo no me parece una buena noticia, sino que creo que es muy preocupante. ¿Sabías que hay otros casos de violencia anteriores?

—Sí, claro, está el del tranvía aéreo del jueves pasado y el de la mujer que se vació un ojo... Con Chi, tres muy parecidos en menos de una semana.

—No, no, hablo de antes de eso... Antes ha habido otros cuatro casos semejantes. O sea, en total, siete. Sólo que pasaron desapercibidos porque sucedieron más espaciadamente... En los últimos seis meses. Pero los siete casos están claramente relacionados entre sí... y no sólo por esa obsesión con arrancarse o arrancar los ojos. También comparten otras circunstancias.

—¿Qué otras circunstancias?

—Mi querido Ovejero, me vas a permitir que me reserve esa información.

En efecto, antes hubo cuatro suicidas que no atacaron a nadie, salvo a ellos mismos. Tres de ellos se sacaron los ojos, y los cuatro se habían metido una memoria adulterada. O eso había leído en los documentos que le había dado Chi. Hericio debía de estar refiriéndose a las memas cuando hablaba de lo que compartían. ¿De dónde habría sacado todos esos datos? El líder supremacista era un tipo repugnante de mejillas siliconadas, pelo injertado y boca blanda y babosa, una de esas bocas permanentemente húmedas. Bruna siempre había pensado que su extremismo fanático le convertía en una especie de payaso y que nadie podría tomar en serio sus barbaridades, pero en las últimas elecciones regionales el PSH había sacado un asombroso 3 % de los votos.

—Vaya, Hericio, y ¿cómo es que el ciudadano de a pie no sabe nada de esos otros incidentes? —preguntaba con fingido escándalo el untuoso Ovejero.

—Porque, una vez más, nuestro Gobierno, y hablo del Gobierno Regional, pero también del Planetario, nos oculta la información. La oculta o, lo que sería incluso peor, puede que no la sepa, porque estamos en manos de los políticos más incompetentes que ha tenido la Humanidad en toda su historia. Y esto es muy grave, porque en el PSH tenemos informaciones fidedignas que indican que está en marcha una conspiración rep, un plan secreto para tomar el poder contra los humanos...

—Pero espera, espera, ¿qué me estás diciendo? ¿Que los tecnohumanos están preparando un golpe de Estado? Pero si hasta ahora las víctimas han sido sólo tecnos...

—Naturalmente, porque esto son sólo los comienzos... Todo esto forma parte de un plan maquiavélico que ahora mismo no puedo revelar. Pero te aseguro, y escúchame bien lo que te digo, te aseguro que dentro de muy poco las víctimas empezarán a ser humanas.

—Mira, Hericio, ésas son afirmaciones muy arriesgadas y muy extremistas y yo no...

—Por desgracia lo veremos. ¡Lo veremos muy pronto! Porque este Gobierno compuesto de débiles mentales y de chuparreps no será capaz de hacer nada para evitarlo.

—Pero, según tú, ¿qué habría que hacer?

—Mira, los reps son un error nuestro. En realidad, hasta me compadezco de ellos, hasta me dan pena, porque son unos monstruos que hemos creado los humanos. Son hijos de nuestra soberbia y de nuestra avaricia, pero eso no impide que sean monstruosos. Hay que acabar cuanto antes con esa aberración y en el programa de nuestro partido se dice claramente cómo hacerlo. En primer lugar, cerrar para siempre todas las plantas de producción; y después, dado que su vida es tan corta, bastará con internar a todos los reps hasta su muerte.