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—Todos nos vamos a morir.

—Sabes a lo que me refiero.

Nopal se frotó los ojos con gesto cansado.

—Si preguntas por el TTT, parece ser que sí. Por lo que se ve la vida media de los animales replicantes es un poco más breve que la tuya, sólo ocho años. Pero cuando muera esta Melba, producirán otra. Una infinita cadena de Melbas en el tiempo. Todo esto lo he leído mientras te esperaba. Toma.

Nopal se sacó del bolsillo un folleto del pabellón y lo arrojó sobre la mesa. Bruna lo miró sin tocarlo: había una foto tridimensional de la osa. Una mala impresión, un folleto barato. Cuatro años y tres meses y dieciocho días. La detective apretó las mandíbulas, agobiada. Muy a menudo, varias veces al día y, desde luego, cada vez que se sentía nerviosa, se ponía a hacer cálculos mentales del tiempo que le quedaba hasta la fatídica frontera de los diez años. Era un tic, una manía que la desesperaba, pero no podía evitar que la cabeza se le disparara con la cuenta atrás. Cuatro años y tres meses y dieciocho días. Eso era todo lo que le quedaba por vivir. Quería parar, quería dejar de contar, pero no podía.

—Estás muy guapa, Bruna. Muy elegante —dijo el memorista.

La rep se sobresaltó. Por alguna razón, las palabras del hombre cayeron sobre ella como una reprimenda. De golpe se sintió demasiado vestida. Ridícula con su mono brillante y su collar de oro. Enrojeció.

—Tengo... tengo una cita luego, por eso voy así.

—¿Una cita amorosa?

Se miraron a los ojos, Nopal impávido, Husky desconcertada. Pero su desconcierto dio rápidamente paso a un hervor de ira.

—No creo que te interese con quién me cito, Nopal. Y nosotros hemos venido aquí para algo más que para hablar de tonterías. Dijiste que tenías noticias para mí.

El hombre sonrió. Una pequeña mueca fría y suficiente. Bruna le odió.

—Pues sí. No me preguntes cómo, pero he dado con uno de los memoristas piratas que escriben los implantes ilegales. Y resulta que este tipo me debe algún favor. Tampoco preguntes. El caso es que está dispuesto a hablar contigo cuando regrese a la ciudad. Está de viaje. Pero te recibirá dentro de cuatro días... el viernes a las 13:15. Te paso la dirección... Espero que seas buena interrogando, porque es un individuo bastante correoso.

Bruna verificó que los datos habían llegado a su móvil.

—Gracias.

En la gran pantalla que había sobre la barra se veía una escena tumultuosa, sangre, llamas, carreras, policías. El sonido general estaba quitado, así que no pudo saber dónde era. Tampoco importaba mucho, la verdad. Era una más de las habituales escenas de violencia de los informativos.

—Y hay otra cosa... Algo que recordé después de nuestra cita en el museo...

Nopal calló con aire dubitativo y Bruna aguardó expectante a que siguiera hablando.

—No sé si tendrá algo que ver, y ni siquiera estoy seguro de que sea verdad, pero lo cierto es que, cuando yo estaba en el oficio, entre los memoristas corría el rumor de que, hará unos veinticinco años, poco antes de la Paz Humana y de que se iniciara el proceso de unificación de la Tierra, la Unión Europea estaba desarrollando un arma secreta e ilegal que consistía en unas memorias artificiales... para humanos.

—¡Para humanos!

—Y también para tecnos, pero sobre todo para humanos. De ahí que fuera un proyecto clandestino. El caso es que supuestamente los implantes captaban la voluntad del sujeto y le obligaban a hacer cosas...

—Un programa de comportamiento inducido.

—Eso es. Y, a las pocas horas, la memoria mataba al portador. Este detalle es lo que me hizo pensar en su posible relación con los casos actuales... Pero esa vieja historia también puede ser una leyenda urbana. Si te fijas, tiene todos los ingredientes: un implante de memoria que en vez de ser para tecnos es para humanos y que secuestra tu voluntad y luego acaba contigo... Responde muy bien a los miedos inconscientes, ¿no?

La pantalla del local seguía abarrotada de imágenes convulsas. Ahora aparecían unos tipos con túnicas color ceniza, rostros pintados de gris y una pancarta que decía: «3-F-2109. El fin del mundo se acerca. ¿Estás preparado?» Eran esos chiflados de los apocalípticos. Últimamente andaban muy activos porque su profeta, una fisioterapeuta ciega llamada la Nueva Casandra, había pronosticado en su lecho de muerte, medio siglo atrás, que el fin del mundo llegaría el 3 de febrero de 2109, es decir, en menos de dos semanas. Bruna frunció el ceño: a juzgar por las imágenes, los apocalípticos estaban soltando sus soflamas justo enfrente de la sede del MRR.

—Perdona un momento —dijo a Nopal.

Pasó el móvil por el ojo cobrador de la mesa, pagó veinte céntimos, sacó uno de los minúsculos altavoces del dispensador y se lo metió en el oído. Oyó los cánticos de los apocalípticos y, por encima, la voz del periodista que decía: «... impresión de esta tragedia que vuelve a sacudir al Movimiento Radical Replicante. Desde Madrid, Carlos Dupont.» E inmediatamente comenzó el bloque de publicidad. Bruna se quitó el audífono, desalentada y algo inquieta. ¿Estarían hablando todavía de la muerte de Chi? ¿O se trataba de otra cosa? Miraría las noticias en el móvil en cuanto dejara al escritor.

—¿Por qué te sigue? —preguntó el memorista.

—¿Qué?

—Ése.

Bruna se volvió en la dirección marcada por el dedo de Nopal. Sintió una sacudida en el estómago. Paul Lizard estaba sentado en una de las mesas del fondo. Sus miradas se cruzaron y el inspector hizo un pequeño movimiento con la cabeza en señal de saludo. La rep se enderezó en el asiento. La sangre le hervía en las mejillas. Todavía le parecía notar sobre la nuca los ojos del tipo.

—¿Por qué dices que me sigue? —preguntó, intentando en vano que su voz sonara normal.

—Le conozco. Lizard. Un maldito y perseverante perro de presa. Estuvo dándome la lata cuando... cuando lo mío.

—Entonces a lo mejor eres tú su objetivo.

—Entró en el pabellón detrás de ti.

Bruna se ruborizó un poco más. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta de que llevaba una sombra? Estaba perdiendo facultades. O tal vez el encuentro con la moribunda Valo le hubiera removido demasiadas cosas. Valo. Una piedra negra le pesó en el pecho. Un oscuro barrunto de desgracia. La rep se puso en pie.

—Gracias por todo, Nopal. Te tendré informado.

Caminó con decisión hacia la salida y, al pasar junto a la mesa del inspector, se agachó brevemente y susurró a su oído:

—Voy a la sede del MRR. Por si me pierdes.

—Muchas gracias, Bruna —contestó el hombretón.

Y sonrió, granítico.

 

Nopal se quedó mirando a Bruna mientras se alejaba. Vio cómo se detenía un instante junto a Lizard, cómo le decía algo al oído y luego proseguía hacia la salida con su paso ligero y seguro. Era una criatura hermosa, una máquina rápida y perfecta. Medio minuto después, el inspector se levantó y salió detrás de la rep, grande y recio, con sus andares algo bamboleantes de marino en tierra. Era justo la antítesis del cuerpo de látigo de Bruna, pensó Nopal.

El suave tamborileo sobre su cabeza le hizo advertir que había empezado a llover. Las gotas caían sobre la cúpula transparente y luego trazaban rápidos caminos de agua en la cubierta. Un pálido resplandor se colaba por una grieta entre las nubes, y el cielo era un enredo de brumas en todos los tonos posibles del gris. Era un cielo perfecto para sentirse triste.

La tristeza era un verdadero lujo emocional, se dijo el memorista. Durante muchos años él no se había podido permitir ese sentimiento tranquilo y pausado. Cuando el dolor que se experimenta es tan agudo que uno teme no poder soportarlo, no hay tristeza, sino desesperación, locura, furia. Algo de esa desesperación adivinaba en Bruna, algo de esa pena pura que abrasaba como un ácido. Claro que él jugaba con ventaja a la hora de intuir sus sentimientos. Él la conocía. O, más bien, la reconocía.

En sus años de memorista, Nopal siempre había actuado del modo que explicó a la rep en el Museo de Arte Moderno: intentaba construir existencias sólidas, compensadas, con cierta apariencia de destino. Vidas de algún modo consoladoras. Sólo una vez se había saltado esa norma personal no escrita, y fue en el último trabajo que hizo, cuando ya sabía que le expulsaban de la profesión. Y esa memoria la llevaba Bruna. La Ley de la Memoria Artificial de 2101 prohibía taxativamente que los escritores supieran a qué tecnohumanos concretos iban a parar sus implantes y viceversa; se suponía que era un conocimiento que podía generar numerosos abusos y problemas. Pero el trabajo de Bruna había sido excepcional en todos los sentidos; era una memoria mucho más amplia, más profunda, más libre, más apasionada, más creativa. Era la obra maestra de la vida de Nopal, porque, además, era precisamente su propia vida. En una versión literariamente recreada, desde luego... Pero las emociones básicas, los acontecimientos esenciales, todo eso estaba ahí. Y, como uno es lo que recuerda, de alguna manera Bruna era su otro yo.

Desde el mismo momento en que entregó el implante, Pablo Nopal intentó descubrir al tecnohumano que lo llevaba. Sólo sabía que era un modelo femenino de combate y su edad aproximada, con una variabilidad de unos seis meses. Él hubiera preferido que hubiera sido varón y un modelo de cálculo o de exploración, que eran los que permitían más creatividad y refinamiento, pero las especificaciones las fijaban las plantas de gestación y Nopal se amoldó. De todas formas había sido libérrimo al crearla: se había saltado todas las reglas del oficio. Pobre Husky: al ser su última obra, había recibido el regalo envenenado de su dolor.

Durante los seis años que Nopal llevaba buscándola, había investigado a decenas de tecnohumanas. La única manera de poder encontrar a la receptora de su memoria era hablar con ellas e intentar sonsacarles su trasfondo, de modo que se convirtió en un merodeador de reps de combate. Descubrió que a algunas tecnos les producían morbo los memoristas y terminó cogiéndole el gusto a esas mujeres atléticas y rápidas de cuerpos perfectos. Se acostó con unas cuantas androides, pero sólo intimó de verdad con una: Myriam Chi. Que además no era una rep de combate, sino de exploración: la conoció mientras él estaba frecuentando a una militante del MRR. De manera que su relación con Chi estuvo libre de consideraciones utilitarias. Era una mujer muy especial: su memorista, fuera el que fuese, había hecho una verdadera obra de arte. Terminaron siendo amigos y le habló de su búsqueda. Ella le hizo prometer que no diría nada a la androide cuando la encontrase, pero le ayudó. Gracias a Chi había llegado a confeccionar una lista de las reps que le quedaban por explorar: eran 27, y Husky estaba entre ellas. Cuando la detective le había hablado de Myriam en el museo, Nopal no había sabido discernir si Chi se la había mandado para ayudarle a él, o para que él ayudara a Bruna en su investigación. Tenía pensado llamar a la líder del MRR y preguntárselo, pero la mataron antes de poder hacerlo.

La mataron, se repitió el hombre, sintiendo que el hiriente filo de la palabra le cortaba la lengua.

También el padre de Nopal había sido asesinado una noche por un delincuente cuando el memorista tenía nueve años. Ése era uno de los núcleos de dolor que le había implantado a la detective. Pero en la vida del escritor las cosas habían sido todavía más duras, porque un par de meses más tarde su madre se suicidó. Después llegó el año que pasó en el orfanato, y cuando ya creía haber descendido a lo más hondo del infierno, apareció su tío y lo adoptó; y ahí aprendió que siempre puede haber algo peor.

Nopal se removió en el asiento, sintiéndose demasiado próximo al abismo. Cada vez que pensaba en su infancia, recordaba a aquel niño, Pablo, como si no fuera él, sino una pobre criatura de la que le hubieran hablado tiempo atrás. Sabía que habían pegado a aquel niño, y que le metían durante días en un sótano a oscuras, y que el crío estaba aterrorizado. Pero no guardaba ninguna memoria del interior de aquellas vivencias, de las tinieblas interminables del mugriento sótano, de la humedad al orinarse encima, del dolor de las quemaduras. Dentro de la cabeza de Nopal, ese niño que no era del todo él todavía seguía encerrado y maltratado. Con sólo acercarse a ese pensamiento, la pena le llenaba los ojos de lágrimas y la angustia se le agarraba a la garganta como un perro de presa, impidiéndole respirar con normalidad. Por eso Nopal intentaba no pensar y no recordar.

El escritor no sabía muy bien por qué había suavizado sus experiencias a la hora de verterlas en la memoria de Bruna. Quizá por compasión a la replicante, que venía a ser como una edición a tamaño natural de ese pequeño Pablo que llevaba dentro. O quizá un prurito profesional le hizo temer que, de ponerlo todo, el relato parecería exagerado y poco verosímil. O tal vez calló cosas porque el verdadero dolor es inefable. Aun así, dotar a la rep de sus propios recuerdos le había servido a Nopal para aligerar el peso de su pena. No sólo porque, en cierto modo, había traspasado parte de sus desgracias a otro, sino, sobre todo, porque existía ese otro, porque había alguien que era como él. Porque ya no estaba solo.

La soledad era peor que el encierro, peor que el sadismo de los compañeros del orfanato, peor que los golpes y las heridas, incluso peor que el miedo. Nopal se había quedado completamente solo a los nueve años, y la soledad absoluta era una experiencia inhumana y aterradora. Desde el asesinato de su padre, el memorista no había vuelto a ser necesario ni importante para nadie. Nadie le echaba de menos. Nadie le recordaba. Ni siquiera su madre había pensado en él cuando se suicidó. Era lo más parecido a no existir. Pero esa replicante era en gran medida como él, tenía parte de sus memorias e incluso poseía objetos reales que provenían de la infancia de Nopal. Esa criatura, en fin, era más que una hija, más que una hermana, más que una amante. Nunca habría nadie que estuviera tan cerca de él como esa androide.

La tarde del museo, cuando por fin había obtenido la confirmación de la identidad de Bruna y del término de su búsqueda, se le había puesto la piel de gallina. Había sido un momento hondamente conmovedor, pero por fortuna había conseguido disimularlo: llevaba toda la vida aprendiendo a ocultar sus emociones. Nopal se había sentido instantáneamente atraído por la rep. Era hermosa, era fiera, era dura y doliente y ardía en su interior igual que ardía él. Le pareció fascinante desde el primer momento, quizá porque intuyó la semejanza, y cuando al fin confirmó que ella era ella, aún le gustó más. Pero no podía ceder a esa pulsión narcisista, se dijo el memorista. No podía hacerle el amor a la replicante. Sería un acto contra natura, algo incestuoso y enfermizo. Y el memorista, contra lo que muchos pudieran pensar, se consideraba un hombre altamente moral, casi un puritano. Sólo que sus valores morales solían ser distintos de los de los demás.

No, era mejor seguir así, se dijo Nopal: cuidaría de ella desde lejos como cuidaría de su criatura un dios benévolo. E intentaría disfrutar de ella, del alivio del dolor que le procuraba la existencia de Bruna, durante los pocos años que le quedaban de vida. El memorista suspiró, envuelto en una pena delicada. La cafetería estaba vacía y sólo se escuchaba el blando golpeteo de la lluvia. Era un día perfecto para experimentar la melancolía de lo imposible. Nunca podría decirle a Bruna quién era él. Nunca podría tenerla entre sus brazos y amarla como sólo él sabría hacerlo. Ah, qué refinado lujo era la tristeza.

 

Bruna acababa de salir del Pabellón del Oso cuando recibió una llamada de Habib.

—Precisamente estoy yendo para allá. ¿Podemos vernos?

El bien proporcionado rostro del androide estaba deformado por la angustia.

—¡Ni se te ocurra aparecer! Es peligroso.

—¿Peligroso?

—Por los manifestantes. Ha llegado ya la policía, pero no me fío. Parece que hay agresiones a los reps en toda la ciudad.

—¿Agresiones?

Habib la miró con expresión desorbitada.

—Pero ¿no sabes nada?

—¿Nada? —dijo Bruna sin poderlo evitar.

Y se sintió profundamente imbécil repitiendo como un loro todo lo que el hombre decía.

—Husky, ha pasado algo terrible, ha, ha...

Estaba tan trastornado que parecía atragantarse con las palabras.

—Valo se ha... Ha hecho estallar una bomba en una cinta rodante. Hay muchos muertos. Muertos humanos. Y niños.

Bruna sintió que se le helaba el espinazo. Y de pronto se dio cuenta de que, a su alrededor, todas las pantallas públicas emitían imágenes parecidas de sangre y degollina.

—Pero ¿cómo...? ¿Y ella? ¿Llevaba el explosivo encima?

—Sí, claro. Se ha inmolado. ¿Recuerdas lo que hablamos, Husky? Esto es horrible... Necesitamos descubrir lo que sucede... ¡Investiga a Hericio! Nos han dicho que ha pedido un Permiso de Financiación y que está intentando conseguir fondos para el partido... ¡Prepara algo! Por el gran Morlay, Husky, tenemos que hacer algo o acabarán con todos nosotros... Escucha, tengo que dejarte. Parece que los supremacistas están intentando asaltar la sede. Ten cuidado. Los humanos están furiosos.

El rostro de Habib desapareció. Bruna conectó con las noticias en su móvil. De nuevo las llamas, la confusión, los gritos, los cuerpos deshechos que los servicios sanitarios transportaban. Pero ahora la detective sabía lo que estaba viendo. El destrozo provocado por Valo Nabokov. Venganza, había dicho.

Los informativos hablaban de la ola de violencia antirrep que se había desatado en toda la Región. Los supremacistas, armados con palos y cuchillos, rodeaban amenazadoramente el MRR. A Bruna le pareció que el movimiento de repulsa de los humanos estaba demasiado bien organizado para ser espontáneo. Por todas las malditas especies, ¡si los supremacistas hasta llevaban pancartas tridimensionales! De nuevo le desasosegó la aborrecible sospecha de una conspiración en la sombra.

Sintió el peso de una mirada sobre ella y alzó la cabeza. Un niño pequeño la contemplaba con cara de susto. Cuando sus ojos se cruzaron, el crío se abrazó a las piernas de su madre y se puso a llorar. La mujer intentó apaciguarlo, pero se notaba que tenía tanto miedo como su hijo. Bruna echó una ojeada en torno suyo: los humanos la evitaban. Se cambiaban de acera.

Consternación. No es que Bruna fuera una idealista partidaria de la convivencia feliz entre las especies; de hecho, no creía en la felicidad y menos aún en la convivencia. Pero detestaba la violencia: en los años de servicio militar había tenido suficiente para toda su vida. Ahora sólo quería tranquilidad. Quería que la dejaran en paz. Y una sociedad al borde de los disturbios civiles no era el entorno más indicado para eso.

Cuatro años, tres meses y dieciocho días.

No conseguía quitarse de la cabeza el rostro marchito y alucinado de Valo Nabokov. Moribunda y mortífera. Lo peor era que hubieran fallecido niños. Los humanos se volvían locos si les tocaban a sus niños. A esos hijos que los replicantes jamás podrían tener.

Cuatro años, tres meses y dieciocho días.

La detective se sentía en el lomo de una avalancha. Sentía que cabalgaba sobre una masa deslizante que se precipitaba a los abismos, agrandándose exponencialmente a cada minuto y engullendo cuanto hallaba a su paso. Apenas había transcurrido semana y media desde que Caín intentó estrangularla, y desde entonces las cosas habían adquirido una desmesura y una velocidad aterradoras.

Cuatro años, tres meses y dieciocho días.

¡Basta, Bruna!, se imprecó mentalmente. Basta de esta letanía mecánica, de este nerviosismo y esta angustia. La detective continuaba parada en medio de la calle, y los viandantes se abrían a su paso como un mar partido por una roca. Todos eran humanos: los tecnos debían de estar escondidos bajo las camas. Los humanos la miraban y temblaban. La miraban y susurraban. La miraban y la odiaban. Había un monstruo reflejado en los ojos de esos hombres y esas mujeres, y el monstruo era ella. Echó de menos a Merlín con aguda añoranza: si él viviera aún, ella tendría adónde ir.

Cuatro años, tres...

Ah, calla ya, replicante estúpida, se dijo sacudiendo la cabeza. De pronto advirtió que tenía hambre. El estómago del monstruo estaba vacío.

Tomó el tram para ir al bar de Oli y en cuanto se instaló en la parte de atrás, el resto de los pasajeros empezaron a emigrar hacia la mitad delantera del vehículo, algunos con descaro y a toda prisa, otros con tonto disimulo, moviéndose un pasito cada vez, como en aquel viejísimo juego humano del escondite inglés. Dos paradas más tarde, la androide estaba totalmente sola en su mitad del tranvía y los demás viajeros se apiñaban delante. Podría ponerse lentillas, pensó Bruna. Desde luego podría disfrazarse, usar una peluca y cubrir sus pupilas verticales para evitar el temor y el furor de los humanos. No era difícil hacerlo, y sin duda debía de haber tecnos enmascarados. Tal vez alguno de los tipos que se habían apresurado a emigrar al otro lado del tram fuera un rep camuflado y obligado a comportarse como los demás para no delatarse. Qué humillación. No, ella no se disfrazaría jamás por miedo, decidió. Ella no fingiría ser quien no era.

En ese momento el tranvía aéreo se detuvo abruptamente junto a una de las escaleras de emergencia. Las puertas se abrieron y una voz robotizada ordenó la evacuación inmediata. Era una grabación de Riesgo/1: sobre un melodioso fondo de arpas que había sido supuestamente diseñado para tranquilizar, la suave voz repetía Desalojad el tram, calma y rapidez, peligro inminente con el mismo tono banal con que leería los resultados de la Lotería Planetaria. A Bruna las grabaciones de Riesgo siempre le parecieron contraproducentes y ridículas: cada vez que la gente escuchaba la musiquilla de arpas entraba en pánico. El tropel de viajeros saltó desordenadamente a la plataforma de emergencia y empezó a bajar por las escaleras atropellándose los unos a los otros en sus ansias por poner distancia con la androide. De pronto se escuchó un estallido algo más abajo, chillidos, golpes. Luego llegó el humo, un olor apestoso y las noticias que se iban pasando a gritos los viajeros: «¡No son reps, tranquilos, sólo es un Ins, un Ins que se ha matado!» Prefieren a esos malditos tarados terroristas antes que a nosotros, pensó Bruna. Jodido mundo de mierda.

Cuando la gruesa mulata la recibió con su sonrisa de siempre, Bruna comprendió que no había sido sólo el hambre física lo que le había llevado hasta el bar de Oli, sino también la necesidad de encontrar un rincón intacto, un pequeño refugio de normalidad.

—Hola, Husky. Sólo faltabas tú.

Oli señaló con la barbilla hacia el fondo de la barra y Bruna vio a Yiannis y a RoyRoy, la mujer-anuncio. Y, de alguna manera, no se sorprendió de verlos juntos. Se acercó hasta ellos. Del cuerpo de la mujer salía una especie de murmullo apagado, un susurro en sordina:

—Texaco-Repsol, siempre a su servicio...

—¿Te has fijado? Se me ha ocurrido a mí. Así molesta mucho menos —dijo Yiannis.

Las pantallas publicitarias estaban tapadas con varias láminas de poliplast aislante autoadhesivo.

—Es que era un martirio —remachó el viejo.

—Lo siento —dijo la mujer.

Pero lo dijo sonriendo.

Sin preguntar, Oli sirvió cervezas para todos y colocó encima del mostrador una fuente de bocaditos variados.

—Los acabo de sacar del horno. No dejéis que se enfríen. Y dime, Husky, ¿cómo están las cosas?

—Parece que mal.

RoyRoy ensombreció el gesto.

—Han atacado a un hombre-anuncio, a un compañero tecno. Le han prendido fuego y no se sabe si vivirá. La empresa ha mandado a casa a todos los tecnos-anuncio. Dicen que es por su seguridad, pero en realidad es un despido.

—¿Conocías a esa Nabokov? —preguntó Yiannis.

—Sí. Y la vi poco antes del atentado. Se le había disparado el TTT y estaba muriéndose y totalmente enloquecida. Debía de tener un tumor cerebral.

—Es una tragedia —rumió Yiannis con pesadumbre.

En la pantalla del bar se veía una carga policial contra los manifestantes que rodeaban el MRR. A la derecha de la imagen estaba Hericio, el líder del Partido Supremacista Humano, que estaba siendo nuevamente entrevistado.

—Y lo que es inadmisible es que nuestra policía proteja a esos engendros y ataque a nuestros chicos, en vez de defender a los humanos de estos asesinos que por ahora, porque seguro que morirá alguno de los heridos, han matado a siete personas, entre ellos tres niños...

¡Siete víctimas! Y tres menores. Bruna se estremeció ante la enormidad. Ay, Valo, Valo. Qué acto tan terrible. Y, mientras tanto, ahí estaba otra vez José Hericio apareciendo oportunamente en escena y aprovechándose del drama. Pensó en las palabras de Habib y en la intuición de Myriam sobre la implicación del líder del PSH. No parecía una sospecha disparatada.

—Habría que investigar un poco a estos supremacistas... Tengo que encontrar la manera de acercarme a ellos... —dijo con la boca llena de un sabroso pastelito de sucedáneo de perdiz.

—Hay... hay un bar en la plaza de Colón en el que sé que paran —dijo RoyRoy, titubeante—. Bueno, ya sabes que con esto de los anuncios me paso el día en la calle. Una vez tuve un problema delante de ese bar y luego me enteré de que era un local de supremacistas. Con mi trabajo tienes que saber muy bien dónde te metes, así que me hago una lista de sitios buenos y de sitios que debo evitar. Y ése es de los de evitar. Toma, te paso la dirección. Se llama Saturno. Pero ten cuidado. Si se te ocurre aparecer ahora por ahí, no sé qué puede pasar. A mí me dieron mucho miedo.