Versión Modificable 7 страница

—No parece justo...

—¡Es un atropello!

—¿Y quiénes fueron los que te hicieron eso?

El hombre torció el gesto.

—No pienso decir más. Ya he hablado demasiado. Es peligroso.

—Pero esos miserables que te contrataron y que luego te destrozaron la vida... Merecerían que la gente supiera lo que han hecho...

El hombre resopló, furibundo.

—¡Si se supiera yo ya estaría muerto! ¿Te crees que soy imbécil? No intentes dorarme la píldora de esa manera tan burda. No te creas que así me vas a sacar más información.

Bruna levantó las manos en un gesto de apaciguamiento.

—Está bien, de acuerdo, perdona. Es verdad que estaba intentando congraciarme contigo... un poco. Pero también es verdad que me parece una historia terrible... Y puede ser la razón de los asesinatos. ¿Quién dirigía ese programa? ¿Quién te hizo eso?

El memorista achinó los ojos y se mordió el labio inferior. Pero estaba demasiado iracundo para poder contenerse.

—La culpa no fue de quien llevaba la dirección científica. De hecho, los científicos también fueron...

El hombre calló de pronto y se quedó mirando a Bruna con ojos muy redondos. Y con la deformada boca muy redonda. Todo sucedió en una milésima de segundo, la inmovilidad, el gesto de pasmo; hasta que de su boca salió un chorro sanguinolento. Para entonces, la rep ya se había lanzado de cabeza al suelo y rodaba debajo del diván flotante. El aire olía a caramelo quemado, que era el olor del plasma, y a la dulzura nauseabunda de la sangre. Los disparos de plasma no suenan, de manera que sólo sabes que te están disparando cuando la helada luz te abre un agujero. Bruna gateó por debajo de los sofás y se protegió tras el armario Ming. Sacó su propia pistola, que parecía tan pequeña en su larga mano, e intentó calibrar la situación. Desde su precario parapeto no se veía a nadie. El memorista había caído de bruces al suelo; el tiro le había entrado por el cuello y parecía haberle reventado la tráquea. Debían de haber utilizado un plasma negro, un tipo de armamento ilegal cuyo impulso lumínico se convertía en un ancho haz al entrar en el blanco. De ahí la cantidad de sangre que le había salido por la boca, el instantáneo destrozo. En cualquier caso, el tiro habría tenido que venir de la puerta. Era la única entrada que había en la nave, estaba justo al lado del ascensor y sin duda daba a la escalera. Aguantó la respiración y escuchó atentamente. No se oía nada, aparte del murmullo acuoso del muerto al desangrarse. Y no se veía a nadie.

Pero el agresor o los agresores tenían que estar ahí.

¿O tal vez sólo habían querido asesinar al memorista?

Esperó.

Y esperó.

Seguramente ya se había ido, pensó. Con un plasma negro, el armarito chino tras el que intentaba protegerse no era mayor defensa que una hoja de papel. Si el asesino hubiera querido matarla a ella también, ya lo habría hecho. Con cuidado, y siguiendo el recorrido que se había planificado previamente, Bruna se desplazó del armario al sillón grande. Del sillón a la mesa. De la mesa a la otra mesa de despacho. Ahí se detuvo, porque luego venía lo peor, un trecho despejado y bastante largo hasta la puerta. La nave no tenía ventanas, sino que estaba iluminada por unas placas cenitales de luz solar; de modo que tendría que salir por donde había entrado. Pero no por el ascensor, que podía convertirse en una estrecha trampa, sino por la escalera. Por el mismo lugar por donde sin duda había llegado el agresor.

Cogió aire y se lanzó en un sprint final hacia la puerta. La abrió de una patada. No había nadie. Pensó con regocijo: ya estoy casi fuera. Y en ese momento olió a sudor y adrenalina y percibió una leve vibración del aire a sus espaldas. Pensó en volverse pero no tuvo tiempo: algo duro le golpeó la cabeza y el hombro. La vista se le nubló y abrió las piernas en compás para no caer. Borrosos asaltantes salidos de no se sabía dónde se le echaron encima. No es posible, pensó en un exasperado instante. ¿Dónde estaban? ¿Dónde mierdas estaban metidos? Disparó al bulto su pistola de láser, pero un dolor lacerante en la muñeca le obligó a soltar el arma. Medio atontada, se defendió con furia animal de sus atacantes. Pegó, pateó, mordió. No le dolían los golpes que estaba recibiendo, pero era consciente de recibirlos. Demasiados golpes, calculó, no aguantaré mucho. Entonces se le doblaron las rodillas y se encontró en el suelo. Es el final, se dijo fríamente. Sin miedo, sin sorpresa. Y pensó en Merlín.

 

—Bruna... ¿cómo te sientes?

La rep no recordaba haberse desmayado, creía que había estado consciente todo el tiempo, quizá algo aturdida pero consciente; y, sin embargo, algo debía de haberse perdido, porque ahora no había nadie alrededor, es decir, no estaban sus agresores. Sólo estaba el enorme Lizard inclinado sobre ella. Daba una sombra agradable y era como una cueva protectora.

—¿Cómo estás?

—Perfectamente —contestó la rep.

O eso quiso decir. En realidad, sonó algo así como «peccccccfemmmen».

—Bruna, ¿sabes quién soy yo? ¿Cómo me llamo?

La irritación la espabiló bastante.

—Oh, porrrtdas sas especies, eres Paul. Paul. ¿Quécésaquí?

Iba recobrándose por momentos. Y con la lucidez vinieron los dolores. Le dolía el cuello. Le dolía la mano. Le dolían los riñones. Le dolía la cabeza. Le dolía hasta el aire que entraba y salía despacio de sus pulmones.

—Te rastreé. Menos mal. Tardabas mucho en salir, así que decidí echar una ojeada. La puerta estaba abierta y te encontré aquí tirada. Te han dado una buena paliza. Por desgracia no pude ver a nadie. En el descansillo hay una puerta simulada que da a una escalera posterior. Debieron de huir por allí.

Bruna intentó incorporarse y soltó un gruñido.

—Espera...

Lizard la izó con la misma facilidad con que levantaría un muñeco y la dejó sentada con la espalda apoyada en la pared. También eso dolía. La espalda, o quizá la pared.

—¿Cómo te sientes?

—Mareada...

Se llevó una mano a la boca con cuidado.

—Creo que te han roto un diente —informó Paul.

—No fastidies...

Bruna escupió en el suelo un redondel de sangre. Cosa que le hizo recordar al memorista pirata.

—Ahí hay un hombre que está...

—Muerto. Sí. Le reventaron el cuello de un disparo —contestó Lizard.

Por la puerta aparecieron una pareja de PACS jovencitos y con cara de susto.

—Ya era hora de que llegarais. Ahí tenéis un regalo... —dijo el inspector señalando con la cabeza hacia el cadáver—. Ya he avisado al juez. Que nadie toque nada hasta que él venga.

—Sí, señor.

Mientras tanto Paul estaba revisando con hábiles manos el cuerpo de la rep, moviendo sus piernas, sus brazos, palpando sus costillas.

—Estás llena de sangre, pero me parece que la mayor parte es de él.

—Estoy bien —dijo Bruna.

—Seguro. Venga, te llevo al hospital.

—No. Al hospital no. A mi casa.

—Bueno. A tu casa, pero pasando por el hospital.

Lizard recogió del suelo un zapato de la androide, que se le había salido en medio de la vorágine, y, levantándole el pie, la calzó con primorosa delicadeza. Y entonces Bruna sintió que algo se le rompía dentro, que algo le empezaba a doler mucho más que todos los demás dolores de su magullado cuerpo.

—Estoy bien —repitió, aguantando a duras penas unas absurdas ganas de llorar.

Ah, ¿qué iba a ser de ella? Hacer el amor con alguien era fácil. Acostarse con el inspector, por ejemplo, hubiera sido algo sencillísimo y banal. Una trivialidad gimnástica rápidamente olvidable. Pero que alguien le colocara el zapato que había extraviado, que alguien la calzara con ese mimo áspero, con esa torpe ternura, eso era imposible de superar. El pequeño gesto de Lizard la había dejado indefensa. Estaba perdida.

 

En el hospital le hicieron un TCG fluorado de cuerpo entero y asombrosamente no existían lesiones de importancia: los órganos estaban bien, no había hemorragia interna de ningún tipo y el golpe en la cabeza no parecía haber producido un trauma perdurable. Tenía un par de costillas fisuradas y una herida superficial de disparo de plasma en la muñeca: por fortuna no era plasma negro y no había afectado a los huesos. En fin, nada que no pudiera mejorar una dosis subcutánea de paramorfina. En cuanto al diente roto, en el mismo box de urgencias le extrajeron el raigón, le pusieron un implante y atornillaron un nuevo diente perfectamente indistinguible de los suyos. Ventajas de ir con Paul Lizard, sin duda: Bruna estaba pagando con su mediocre seguro de salud, pero el inspector conocía a medio hospital y consiguió que le dieran un trato de seguro de primera clase.

—Es el centro médico al que venimos los de la Brigada de Homicidios... Por eso te traje aquí.

Te traje, se repitió Bruna blandamente mientras el hombre la ayudaba a entrar en su coche. La rep tenía la sensación de que Lizard estaba decidiendo demasiadas cosas por ella y en otras circunstancias esa situación le hubiera resultado crispante. Pero estaba agotada y la paramorfina acolchaba sus nervios, de manera que se arrellanó confortablemente en el asiento y se dejó llevar sin decir nada. Al salir del parking del hospital, una racha de viento huracanado meció el vehículo.

—Viento siberiano. Estamos en emergencia, no sé si te has enterado... Está llegando una crisis polar.

Ni siquiera la placidez de la droga impidió que la noticia provocara en la androide un profundo fastidio. Aunque el cambio climático había hecho subir varios grados la media de temperatura anual y desertizado zonas antes boscosas y templadas, una inversión de la llamada oscilación ártica, fenómeno que Bruna nunca había conseguido entender, causaba de cuando en cuando unas inusitadas y breves olas de intensísimo frío, un día o dos de nieves copiosas, furiosos vendavales y una caída en picado de los termómetros, que en Madrid podían fácilmente llegar hasta los veinte grados bajo cero. Aunque el fenómeno no había hecho más que empezar y todavía tendría que descender bastante la temperatura, los viandantes caminaban penosamente contra el ventarrón con cara de frío y hacían cola delante de los supermercados para comprar provisiones o, aún peor, calentadores y ropa térmica. A la rep siempre le asombraba la imprevisión de las personas; todos los años había al menos un par de crisis polares, pero la gente vivía como si eso fuera una excepción, algo anormal que nunca volvería a producirse. Y así, cada vez que venía una ola de frío se agotaban los implementos térmicos.

—Mira, ya está nevando —dijo Lizard.

Y era cierto: copos medio desleídos se estrellaban contra el parabrisas. Una nieve mortal, pensó la detective: los hielos dejaban siempre un reguero de víctimas, los más viejos, los más enfermos, los más pobres. La androide respiró hondo, sintiéndose extraordinariamente bien en el cálido y mullido interior del vehículo, en la pastosa serenidad del mórfico, en la protectora compañía de Lizard.

—Te has equivocado de camino. Era de frente.

—No vamos a tu casa, Bruna. Creo que será mejor que, por lo menos hoy, descanses en un lugar seguro, y no sé si tu apartamento lo es. Se diría que últimamente hay demasiada gente empeñada en agredirte...

Cierto, pensó la androide. Antes de los asesinos del memorista estuvo el grupo de matones que la interceptó camino de casa, y antes aún el asalto de su vecina. De esa Cata Caín que llevaba escrita en su mema mortal la escena de su asesinato. La imagen de la rep sacándose el ojo se encendió un instante en la cabeza de Bruna como un relámpago de sangre. Se estremeció.

—Y entonces ¿adónde vamos? —preguntó.

Aunque sabía la respuesta.

—A mi casa.

La androide frunció levemente el ceño. No era bueno, no era nada bueno entregarse de ese modo a la voluntad del inspector, asumir esa pasividad de criatura herida, la confortable debilidad de la víctima. No era nada bueno permitir que Paul tomara decisiones por ella, que ni siquiera hiciera la pantomima de consultarle, que la dominara con guante de seda. En cualquier otro momento, la rep se hubiera negado, hubiera discutido y protestado. Pero ahora se dejó llevar, sintiendo un extraño placer en la docilidad. Un placer perverso. Qué más daba, se dijo.

—Qué más da —gruñó a media voz.

De pronto recordó que unos días atrás había dejado su tanga sobre el capó de este mismo coche y una pequeña sonrisa le subió a los labios. ¿Qué habría pensado el inspector al encontrar el regalo? ¿Habría adivinado que era de ella? Fue la noche que conoció a Lizard. Una noche muy loca: el cuerpo le hervía con el caramelo. Con sólo pensar en el cóctel de oxitocina, a Bruna le pareció que su piel se electrizaba un poco. Candentes y borrosas memorias del éxtasis carnal empezaron a encenderse en su cabeza. Pero entonces también recordó que acabó en la cama con el omaá, y la suave excitación erótica que estaba experimentando abortó de repente. Todo eso había sucedido... ocho, no, siete días antes. El viernes 21 de enero. Cuántas cosas habían pasado en tan poco tiempo. Si fuera capaz de vivir todos los días de su vida con esa intensidad, su pequeña existencia tecnohumana parecería larguísima.

Echó hacia atrás el asiento y cerró los ojos. Cuatro años, tres meses y catorce días. Hoy era viernes, 28 de enero de 2109. Merlín había muerto un 3 de marzo: faltaba poco más de un mes para el segundo aniversario. Bruna se preguntó cuál sería la fecha exacta de su propia muerte. Su obsesiva cuenta atrás sólo indicaba el tiempo que le quedaba hasta llegar a la fatídica frontera de los diez años; pero, a partir de ahí, el TTT podía tardar dos o tres meses en acabar con ella. Calculaba que sería en abril, o en mayo, o quizá en junio. Del año 2113. En abril, en mayo, quizá en junio...

Debía de haberse quedado dormida, porque de pronto abrió los ojos con cierto sobresalto y vio que el coche estaba parado y que Paul decía algo.

—Venga. Hemos llegado.

La nieve empezaba a cuajar y al salir del vehículo el frío intenso atravesó su liviana ropa con un millar de agujas. Lizard echó un brazo por encima de los hombros de la rep y pegó su corpachón al de ella. Lo hizo con tanta naturalidad que Bruna no sintió ninguna extrañeza, antes al contrario, su propio cuerpo se adaptó automáticamente al del inspector como si hubiera sido un movimiento ensayado mil veces; y así, abrazados, inclinados contra el filo del viento, protegiéndose el uno al otro, cubrieron la distancia hasta el edificio.

Al entrar en el portal, sin embargo, la detective se desasió enseguida con cierto embarazo. El movimiento le provocó un pinchazo en las costillas laceradas.

—Así que vives aquí... —dijo bobamente por decir algo, mientras se tentaba el costado con dedos cautelosos.

Era una de esas casas viejas del antiguo centro de Madrid, rehabilitada interiormente algunas décadas atrás y no demasiado bien mantenida. El estrecho hueco de la desgastada escalera de madera albergaba un solo ascensor de apariencia vetusta. Lizard abrió su buzón de correo y salieron chillando unos cuantos anuncios holográficos que el inspector aplastó de un manotazo y tiró al cesto hermético. Luego le abrió el ascensor a Bruna.

—Sube tú. Cuarto piso. Yo voy por las escaleras.

No era de extrañar que fuera andando, porque la caja era tan pequeña que no hubieran cabido los dos salvo estrechamente abrazados. Una pena, se dijo Bruna con una pequeña sonrisa mientras el ascensor ascendía zarandeado por sospechosos temblequeos. Cuando paró en el cuarto, Lizard ya estaba allí, sólo un poco asfixiado. No estaba mal de forma, sobre todo teniendo en cuenta su volumen.

—Pasa. Ponte cómoda.

¿Cómo demonios iba a hacerlo? Le dolía todo el cuerpo. Entró titubeante; el piso sólo tenía un espacio, pero era muy grande. Grande y desoladoramente austero. Una cama enorme, una mesa de trabajo, un sofá, estanterías. Todo tan desnudo e impersonal como la casa de un tecnohumano. O de la mayoría de los tecnos, rectificó Bruna mentalmente, recordando el recargado y primoroso dormitorio de Chi. E incluso su propio piso, sus cuadros, su rompecabezas. Aquí había tan pocos objetos decorativos que los tres antiguos balcones de barandilla de hierro constituían el mayor adorno del lugar. Pero la calle era muy estrecha y el edificio de enfrente, un bloque feo y barato de estilo Unificación, parecía meterse a través de las ventanas.

—Puedes dormir ahí —dijo Paul señalando el amplio sofa—. Es cómodo incluso para mi tamaño, lo he probado alguna vez, ya lo verás.

Bruna se sentó con cuidado. Y pensó, no por primera vez en esa tarde, en su pequeña y valiosa pistola de plasma. No sabía si se la habían arrebatado los agresores o si la tendría Lizard y prefirió no preguntar. Haber perdido su pistola era un auténtico fastidio, y conseguir otra sería bastante caro y problemático; pero decidió dejar las preocupaciones para el día siguiente. El piso mantenía una temperatura muy agradable y al otro lado de los cristales, en la mortecina luz del atardecer, la nevada arreciaba. Absurdamente, la androide se sintió casi feliz.

Lizard regresó a su lado provisto de una almohada, una manta térmica y una botella de Guitian fermentado en barrica.

—¿No era a ti a quien le gustaba el vino blanco?

—No, era a la otra rep —contestó Bruna jocosamente señalando la foto de una tecno que ocupaba la pantalla principal de la casa.

Paul lanzó un breve vistazo a la imagen por encima de su hombro y luego continuó colocando la manta en silencio. La detective temió haber dicho algo inconveniente.

—Mmmm... Sí, creo que me vendría bien esa copa.

—Voy a preparar algo de comer —dijo el inspector.

Y cuando se levantó, camino de la zona de la cocina, susurró algo al ordenador y la pantalla principal cambió la imagen por la de un paisaje de Titán.

Mientras el hombre trasteaba en el horno dispensador, la androide se quedó mirando al exterior. La nieve apelmazaba el aire y cegaba las ventanas con un velo grisáceo; la tarde moría con antelación bajo el peso de la tormenta y la luz eléctrica se encendió automáticamente. Bruna sabía que no debía preguntar, pero no pudo evitarlo.

—Esa rep de la pantalla, ¿es alguna de las víctimas?

El hombre no respondió, cosa que no sorprendió a Bruna. Le sorprendió más oírse insistir groseramente:

—¿O quizá es una sospechosa?

Y, al cabo de un minuto de silencio, aún añadió para su propia consternación:

—¿Por qué no contestas? ¿Me ocultas detalles de la investigación?

Lizard regresó llevando una bandeja con unos enormes cuencos llenos hasta arriba de una sopa de miso.

—Iba a preparar unos bocadillos de atún reconstituido, pero luego me acordé de tu diente recién implantado. Déjame sitio.

Se sentó en el borde del sofá y puso un anillo térmico en la botella de vino para mantenerla fría. Luego descorchó el Guitian con parsimonia y sirvió dos copas. Bebió un par de tragos de la suya y miró hacia la calle. Afuera ya era de noche y la luz del piso se reflejaba en la cortina de nieve como en un lienzo.

—Si de verdad quieres saber quién es, ¿por qué no lo preguntas directamente?

—¿Cómo?

—Atrévete a preguntar y te contestaré.

Bruna calló un momento, avergonzada.

—De acuerdo. Supongo que no tiene nada que ver con el caso. Y también supongo que no debería meterme en lo que no me importa. Pero me gustaría saber por qué tienes la foto de una androide.

Paul revolvió su sopa cachazudo, llenó la cuchara, sopló el líquido, probó un poco con gesto apreciativo y después tragó el resto, mientras la rep esperaba con impaciencia a que acabara con la pantomima y siguiera hablando.

—Es Maitena.

Y se metió otra cucharada de sopa en la boca.

—¿Y quién es Maitena?

Nuevo revolver y soplar y deglutir. ¿Se estaba riendo de ella o le costaba hablar del asunto?

—En realidad es una historia muy sencilla. Cuando yo era pequeño, mis padres desaparecieron. Entonces me adoptó la vecina. Maitena. Una rep de exploración.

—¿Qué fue lo que pasó?

—Que se murió. ¿Qué querías que pasara? Le llegó su TTT.

—Digo con tus padres.

Paul alzó el cuenco y se puso a beber de él. Hacía ruido al sorber y de cuando en cuando se paraba a masticar el miso. Tardó muchísimo en tomárselo todo.

—Los metieron en la cárcel. Habían secuestrado a un tipo. Eran unos delincuentes. O lo son, porque creo que siguen vivos.

—¿Tus padres son unos delincuentes?

—¿Te extraña? Hay muchos en el mundo. Deberías saberlo. Forma parte de tu trabajo —comentó el hombre con sarcasmo.

Se limpió parsimoniosamente los labios con la servilleta y luego alzó por primera vez la cabeza desde que se había sentado en el sofá y la miró a los ojos.

—Yo tenía ocho años cuando me quedé solo. Maitena me crió. Murió cuando cumplí quince. Se puede decir que fue una infancia feliz. Gracias a ella. Ya te dije que no tengo nada contra los reps.

El hombre se levantó y tiró el cuenco desechable en el reciclador. Bruna le siguió con la vista sin atreverse a decir nada. Paul volvió y se sentó de nuevo. Su muslo rozaba la cadera de la rep.

—¿Sabes de quién era el loft al que has ido esta mañana?

La pregunta la desconcertó. Estaba demasiado sumergida en el olor del hombre, en su calor cercano, en el vértigo del momento de intimidad, y le costó salir de ahí.

—Del memorista asesinado, supongo.

Lizard negó con la cabeza. Tenía una curiosa expresión, entre burlona y belicosa.

—No. Es de Nopal. Es una de las propiedades de tu amigo Pablo Nopal.

Bruna dio un respingo.

—¿Estás seguro?

—Él no te había dicho nada, ¿verdad? Ya te lo he advertido... no es de fiar.

Era absurdo, pero la noticia no le gustó nada a la detective. El uso de los asaltantes de la puerta simulada y la segunda escalera, ¿no indicaba un conocimiento profundo del lugar? Un intenso cansancio pareció abatirse sobre ella y con él la renovación de todos los dolores.

—Estoy molida —gruñó.

—No me extraña. Toma, ponte una subcutánea. Creo que te toca.

Lizard le tendió el tubito inyector y la rep se disparó el mórfico en el brazo. Lentas y frescas oleadas de bienestar empezaron a recorrer su cuerpo.

—¿Mejor? —preguntó el hombre, inclinándose hacia la androide y poniendo la mano sobre su espalda.

Fue de nuevo un movimiento muy natural, un medio abrazo embriagadoramente afectuoso.

—Muuuucho mejor —susurró Bruna.

Deseó a Lizard con todo su cuerpo, con la cabeza y el corazón y con las manos, con un sexo devorador y una boca capaz de decir tiernas dulzuras; y se hubiera abalanzado sobre él de no ser porque un repentino sopor estaba cerrándole los ojos de forma irresistible. Pero un momento. Un momento. Quizá fuera demasiado repentino. Hizo un esfuerzo por espabilarse.

—¿Por qué tengo tanto sueño? —inquirió con voz pastosa.

—Te he metido un somnífero junto con la paramorfina. Te vendrá bien descansar.

En el caldeado piso, debajo de la manta térmica, envuelta en el abrazo del inspector, Bruna sintió frío. Pensó: no quiero dormirme. Pero los párpados pesaban como piedras. Lizard el Lagarto había aparecido justamente junto a ella después de la paliza. Qué casualidad, como diría Nopal. Y ahora la había traído a su casa. Y había puesto la foto de una rep en la pantalla para que la viera, y le había contado una absurda historia sobre una niñez melodramática. Respiró hondo intentando permanecer despierta, pero la somnolencia era como un ataúd que se cerraba sobre ella. La pequeña muerte del dormir. O la muerte eterna. Sintió una punzada de terror. Lizard el Caimán, el atractivo Lizard, la había drogado. La negrura del sueño la engulló sin poder discernir si Paul podría ser su amante o su asesino.