Versión Modificable 3 страница. Pasó a modo invisible y contestó

—Maldita sea...

Pasó a modo invisible y contestó. En la pantalla apareció el carnoso rostro del policía.

—¿Husky? ¿Estás ahí?

—Aquí estoy.

—¿Por qué no te dejas ver?

—¿Llamas para darme los resultados de la autopsia de Nabokov?

—¿Por qué no te dejas ver? Según la señal de GPS de tu móvil, estás en casa. ¿Tienes a alguien apuntándote a la cabeza con una pistola de plasma?

—¿Quieres hacer el maldito favor de dejar de rastrearme?

—Lo pregunto en serio, Husky...

Lo dijo con una pequeña sonrisa sardónica bailándole en los labios y, sin embargo, a Bruna le pareció que, al fondo de todo, había cierta preocupación real. Como si el inspector hubiera fingido esa sonrisa para ocultar que, cuando aseguraba hablar en serio, en realidad sí que hablaba en serio. La rep sacudió la cabeza: con Lizard todo parecía estúpidamente complicado.

—Puedes creerme. No pasa nada.

—¿Y entonces por qué no te dejas ver?

Era tan obcecado como un perro de presa. Ya lo había dicho Nopal.

—Porque no quiero que veas el aspecto que tengo.

—¿Por qué?

—Mmmm... digamos que porque hoy no me encuentro lo suficientemente atractiva para ti.

La detective había usado un tono burlón, pero de repente se le cruzó por la cabeza que tal vez se burlaba para ocultar que, cuando hablaba de atraerle, en realidad quería atraerle de verdad. Oh, por todas las malditas especies, masculló Bruna para sí misma, exasperada.

—Escucha, Lizard, no tengo tiempo para tonterías. Si no vas a decirme nada, me voy.

El policía se frotó la sólida mandíbula.

—En realidad sí que tengo cosas que contarte. Pero espera un momento...

Se inclinó hacia delante y la imagen desapareció.

—¿Lizard?

—Aquí sigo. Es que no me gusta estar en desigualdad de condiciones.

Había pasado él también al modo invisible. Maldito orgulloso cabezota, se dijo Bruna.

—Por mí, perfecto. Como si quieres enviarme un robot mensajero —rezongó, desdeñosa.

Pero lo cierto era que le fastidiaba un poco no verle la cara.

—El cuerpo de Nabokov quedó demasiado destrozado por el explosivo. Ni siquiera se puede establecer si llevaba una memoria artificial o no. Estaba en fase terminal del TTT y tenía metástasis cerebral masiva, de manera que su comportamiento bien pudo ser debido a la enfermedad.

—Esto ya lo sabíamos. ¿Es todo lo que tienes que contarme?

—Casi todo.

Hubo un silencio durante el cual la detective no pudo dejar de mirar la pantalla vacía, como si la borrosa bruma de píxeles fuera a revelarle un importante secreto.

—Hemos encontrado algo en el piso de Nabokov y de Chi.

Bruna volvió a ver en su imaginación el masivo corpachón de Lizard rebuscando entre las vaporosas gasas lilas del dormitorio. Una escena desagradable.

—Era una lenteja de datos disimulada debajo de la piedra de un anillo. Un escondite ingenioso. Tal vez no la hubiéramos encontrado nunca si el mecanismo de la piedra no hubiera estado mal cerrado. Al mover el anillo, la lenteja cayó al suelo.

—¿Y...?

—Es una especie de panfleto supremacista. No cita para nada al partido de Hericio, sino que dice hablar en nombre de un vago panhumanismo. Aseguran tener un plan para exterminar a los reps, y lo más importante es que hay imágenes de todas las víctimas, incluso de Chi, mostrando el tatuaje con la palabra venganza. De modo que la lenteja parece haber sido grabada por los asesinos.

Bruna frunció el ceño, intentando encajar este nuevo dato.

—¿Y tú por qué crees que Nabokov tenía eso, Lizard?

—No sé. Pero pienso que alguien se lo pudo hacer llegar para calentarle la cabeza.

Era una buena hipótesis. Si Nabokov vio esa basura estando tan enferma como estaba, su violenta reacción resultaba más comprensible, pensó la detective.

—Por eso me habló de venganza cuando nos vimos...

—Por cierto, el forense tampoco pudo determinar si Nabokov llevaba tatuada alguna palabra. En lo que queda de ella no hay nada.

—Están hechos con escritura de poder labárica. Los tatuajes, digo.

Bruna se quedó un poco sorprendida de sí misma. Asombrada de la facilidad con que le había dado el dato al inspector. Claro que el hecho de que alguien te salvara de una paliza solía crear cierta confianza. Dudó apenas un instante y luego le contó a Lizard todo cuanto sabía. Le habló de Natvel, y del segundo empleo que Caín tenía en Hambre, y de lo que le había dicho la mutante del tercer ojo. Le dijo todo, en fin, menos que se había disfrazado de humana y que se disponía a infiltrarse en el PSH. No le pareció prudente revelar que estaba transgrediendo un montón de leyes.

—Tú, que tienes un cargo oficial en la investigación, podrías exigirle al sacerdote de la embajada labárica que te informe sobre el tatuaje de las víctimas...

—No es mala idea, Husky.

—Por cierto, ¿pasaste el programa de reconocimiento a los dos reps muertos para ver si coincidían con el ojo del cuchillo?

—Sí, lo hice. Y no. No coincidían. No eran ellos. También pasé el programa anatómico por ti, a ver si eras tú.

Bruna contempló la pantalla vacía con indignación. Unos segundos después volvió a escucharse la voz tranquila y gruesa del hombre.

—Pero tú tampoco coincidías.

Gracias por la confianza, pensó la rep.

—Vaya, es una buena noticia —dijo gélidamente—. Te dejo, Lizard. Tengo trabajo.

No hubo respuesta. La pantalla zumbaba débilmente. ¿Habría colgado sin siquiera despedirse? Pero la luz verde de conexión seguía encendida.

—¿Lizard?

Entonces volvió a escucharse la voz del hombre. Lenta, enmarañada, densa.

—Ten cuidado, Husky.

Y colgó. La rep frunció el ceño: era como si el policía supiera algo. Como si intuyera algo. Resopló, desechando los pensamientos incómodos. La larga conversación la había retrasado; iba a llegar tarde a la cita con Yiannis. Se quitó el móvil de la muñeca y le sacó la pila. Luego se ajustó el móvil no rastreable y, al encenderlo, vio que la pantalla saludaba a Annie Heart: Mirari pensaba en todo. Metió el ordenador apagado en el bolso y salió corriendo de su casa. Mientras bajaba en el ascensor, se dijo con cierto regocijo que, por lo menos, en esa ocasión el bicho no se iba a enterar de que ella era ella. Pero cuando pasó delante de Maio, el alienígena la miró con sus ojos tristones y dijo:

—Ten mucho cuidado, Bruna.

La frase poseía una suavidad acuosa, pero restalló estridentemente en los oídos de la rep: por todas las malditas especies, ¿entonces su disfraz no servía para nada? ¿Y por qué le recomendaba cuidado ese anormal? ¿También sospechaba algo, como Lizard?

Furiosa, paró un taxi y dio la dirección del bar de Oli. Aquí y allá, en las esquinas, se veían parejas de soldados en actitud vigilante. Ningún androide de combate, sólo humanos. Lo cual era bastante poco usual.

—Desde que han sacado al Ejército, parece que las cosas están un poco más tranquilas. Menos mal —comentó el conductor.

La detective soltó un gruñido de aquiescencia poco alentador: detestaba las vagas conversaciones con los taxistas. El hombre se volvió hacia ella.

—Eso sí, por lo menos los disturbios han hecho que desaparezcan los malditos reps. ¡No hay ni uno por las calles! Da gusto, ¿no? —dijo, guiñando un ojo con complicidad.

Bruna pensó: qué ganas de cruzarle la cara. Pensó: esto quiere decir que mi disfraz funciona. Pensó: reprímete la furia, disimula. Pero algo debía de notársele, porque el conductor reculó un poco.

—Bueno, yo no es que les desee mal, entiéndeme, no quiero que los linchen ni cosas de ésas, pero ¿por qué no se van y nos dejan en paz? Que se construyan una tierra flotante. Por cierto, ahí tienes a los de Cosmos y Labari, que no dejan que vayan tecnos a sus mundos. Ellos sí que son listos. ¿Y por qué nosotros sí los admitimos? Porque somos unos calzonazos. Porque tenemos un gobierno de chuparreps y calzonazos.

El taxista tenía puesto el piloto automático y seguía asomado por encima del respaldo soltando su perorata xenófoba y especista. Bruna pensó: quiero estrangularlo. Pensó: concéntrate en recordar que tu disfraz funciona. Pensó: cuatro años, tres meses y dieciséis días, dieciséis días, dieciséis días...

Entró en el bar frustrada y nerviosa. La gorda Oliar la miró valorativamente con los párpados entrecerrados, como siempre hacía con un nuevo cliente. La detective vio que la mulata anotaba mentalmente los llamativos cardenales que la cadena había dejado en su antebrazo y que la rep había optado por no cubrir. No se le escapaba nada a la gran Oli.

—Hola. ¿Qué te sirvo?

—Vodka con limón natural y dos piedras de hielo.

Dijo el primer trago que se le ocurrió, algo muy definido y a la vez totalmente ajeno a sus gustos habituales, para reforzar el camuflaje. Obviamente la mujer no la había reconocido. Se sintió optimista. Agarró el vaso y caminó hasta el fondo de la barra, donde ya la estaba esperando el archivero.

—Hola. Creo que te conozco de algo —dijo Bruna, sonriendo.

Yiannis la miró de arriba abajo con escaso interés.

—Pues no sé. Yo creo que no. No me suenas nada.

—Y yo te digo que sí. Tú eres Yiannis Liberopoulos.

El viejo se enderezó, extrañado.

—Sí lo soy, pero...

—Yiannis, Yiannis, ¿de verdad no sabes quién soy?

Hasta entonces, Bruna había estado forzando un poco la gravedad de su tono, pero esta última frase la dijo con su voz normal. El hombre abrió desmesuradamente boca y ojos en una perfecta caricatura de la sorpresa.

—¡Bruna! No puede ser. ¿Eres Bruna?

La rep rió.

—Chis, no hables tan alto... Veo que mi disfraz funciona... Yiannis, quiero que sepas adónde voy por si sucede algo... Pretendo infiltrarme en el PSH... Iré al Saturno, el bar que me dijo RoyRoy, e intentaré conseguir una cita con Hericio.

Oli se acercó con un trapo en la mano y, mientras aparentaba limpiar el mostrador, preguntó:

—¿Todo bien por aquí, Yiannis?

—Todo bien.

La mulata se alejó y Bruna miró con afecto su espalda monumental. La gran gallina clueca siempre al cuidado de sus polluelos.

—Me parece muy peligroso, Bruna. Muy peligroso. ¿Estás segura de lo que haces? —susurró el viejo con ansiedad.

—Totalmente segura. Y no añadas ni una palabra más, Yiannis, o no volveré a decirte nunca nada.

El archivero torció el gesto pero calló, porque la conocía demasiado. La rep suspiró. De hecho, ella misma no tenía tan claro lo que iba a hacer. Infiltrarse ahora entre los supremacistas parecía una temeridad y tal vez fuera un riesgo desproporcionado y sin sentido. Claro que a lo peor era justamente ese riesgo lo que estaba buscando, reflexionó Bruna; quizá al ponerse en peligro apaciguaba su culpabilidad de superviviente y su desesperación de condenada a muerte. Matarse antes, joven como Aquiles, y así ahorrarse el horror del TTT. La rep sacudió la cabeza para dejar escapar ese molesto pensamiento, para hacerlo ligero como un globo y desembarazarse de él, y su rubia melena biosintética le rozó los hombros. Fue una sensación imprevista y desagradable que le provocó un escalofrío.

—Yo también quería contarte algo, Bruna. Lo llevo viendo desde hace algún tiempo, pero cada vez es peor. Y esta mañana ya ha sido algo verdaderamente escandaloso. He pedido una investigación oficial.

—¿De qué hablas, Yiannis?

—Del Archivo. Alguien está manipulando los documentos, alguien está falseando los datos para azuzar la revuelta contra los tecnohumanos.

Los archiveros centrales estaban sometidos a una rigurosa cláusula de confidencialidad que les impedía hablar de su trabajo, y el viejo Yiannis, que era un hombre meticuloso y algo maniático, siempre había cumplido este precepto a rajatabla. Pero ahora estaba tan preocupado por la deriva de los acontecimientos que, por una vez, se sintió liberado de sus obligaciones, o más bien deudor de una obligación todavía mayor. De modo que explicó a la rep las burdas alteraciones que estaba encontrando en los artículos.

—Y por eso he pedido una investigación urgente.

—¿Y qué te han contestado?

—No me han contestado nada todavía.

—Vaya.

Era preocupante, desde luego. Mercenarios, manifestaciones espontáneas que parecían cuidadosamente organizadas, connivencia de los medios informativos... Y ahora también el Archivo. Tantos flancos al mismo tiempo. Era como un baile, una danza siniestra bien ensayada. Viniendo hacia el bar de Oli, Bruna se había fijado en las pantallas públicas: nueve de cada diez mensajes eran diatribas contra los reps en diversos grados de furor e intransigencia. Algunas declaraciones eran tan violentas que tan sólo un mes antes hubieran sido censuradas por el Ministerio de Convivencia. Rememoró un par de venenosos alegatos y la boca le supo a hiel: tuvo que hacer un esfuerzo de reflexión y mirar a Yiannis y a Oli para no sentirse inundada por el odio a los humanos. Además la rep sabía bien que las pantallas públicas, pese a su nombre, no eran públicas en absoluto: los ciudadanos tenían que pagar una cuota mensual para poder subir sus imágenes y sus mensajes. Era una empresa privada, perfectamente controlable y manipulable. Una empresa que cualquiera podría contratar y utilizar para hacer una campaña de intoxicación. Bruna no podía, no quería creer que nueve de cada diez humanos desearan aniquilarla.

—Y otra cosa... A RoyRoy le han matado un hijo —añadió Yiannis.

—¿Los supremacistas? —preguntó la detective, espantada.

—¿Qué tienen que ver los supremacistas? —dijo el archivero, desconcertado.

Yiannis y Bruna se miraron unos instantes en silencio, confundidos. ¿Cómo se podía confiar en la comunicación entre especies, si ni siquiera los amigos podían entenderse?, pensó la androide con desazón.

—No, no, Bruna, perdona, no tiene ninguna relación con lo que hablábamos antes... Digo que RoyRoy también ha perdido un hijo.

También. Claro. El archivero estaba haciéndole una confidencia personal y ella no se había dado cuenta.

—Un chico de dieciséis años. Recibió un disparo por error en un operativo policial. Pasó por en medio casualmente y le reventaron la cabeza. Pobre RoyRoy. Ésa es su tristeza, sabes. Esa pena que siempre se le nota por debajo de todo. Fue hace mucho tiempo, pero eso nunca se acaba.

Le gusta, pensó la androide con sorpresa. La rep tuvo la súbita intuición, no del todo agradable, de que al viejo Yiannis le gustaba la mujer-anuncio. Claro. Otra madre sufriente, otro hijo malogrado. En los meses posteriores al fallecimiento de Merlín, cuando Bruna estaba perdida y desolada, Yiannis la había recogido en su casa, la había cuidado, había conseguido ponerla de nuevo en pie. La androide le estaba enormemente agradecida por sus desvelos, pero siempre había tenido la inquietante sospecha de que su amistad estaba basada en el dolor del duelo; que Yiannis había hecho de su vida un templo en memoria de su hijo, y que lo que más le atraía de Bruna era su sufrimiento por la pérdida de Merlín. Como si pudieran compartir el agujero. Pero la androide no quería dedicar su corta vida al recuerdo. Que Yiannis se amigara con RoyRoy, que intercambiaran sus penas, que construyeran juntos una inmensa catedral en honor de los hijos que perdieron. A ella le daba igual.

—Ya ves, Bruna, cada cual va arrastrando su pequeño fardo. A veces me parece que los humanos... y los tecnos, desde luego... que somos como hormigas, todas caminando con el peso abrumador de nuestras vidas sobre la cabeza.

La rep detestó su tono de autoconmiseración.

—Pero tú un día me dijiste que la diferencia reside en lo que uno haga con eso —refunfuñó la rep.

No soportaba ver al archivero tan plañidero, tan obvio, tan adolescente. Enamorarse atonta, pensó con cierto rencor.

Yiannis suspiró.

—Sí... supongo que todo depende de lo que hagas.

Unos minutos más tarde, cuando Bruna salió del bar, todavía se encontraba un poco irritada: siempre había creído que su amigo estaba tan cerrado como ella a las veleidades sentimentales. Una vez más, volvió a sentirse extraña. Diferente a todos. Rara también incluso entre los reps. Un auténtico monstruo, como decían los supremacistas. Pero un momento, ¡un momento! Ahora era ella quien estaba cayendo en la autocompasión. Por el gran Morlay. Era un maldito vicio blando y contagioso.

 

Alta y cimbreante, con sus curvas neumáticas convencionalmente ceñidas por el traje y la melena rubia flotando sobre los hombros, la detective no pasó inadvertida cuando entró en el Saturno, que resultó ser un bar de estilo retro, con veladores de mármol y apliques seudomodernistas. Un ambiente adecuadamente arcaico para tipos retrógrados. Eran las ocho de la tarde y el local estaba medio lleno: todos humanos, más hombres que mujeres, la mayoría jóvenes. Bruna dio una lenta vuelta por el bar, como si estuviera dudando sobre el sitio en el que instalarse, mientras estudiaba disimuladamente al personal y se dejaba ver. Cuando estuvo segura de que absolutamente todos los presentes se habían dado cuenta de su llegada, se sentó en una mesa próxima a la puerta y pidió de nuevo un vodka con limón natural y dos piedras de hielo: le gustaba desarrollar la personalidad ficticia de sus camuflajes y ser fiel a los menores detalles hasta casi llegar a creérselos. Ahora, por ejemplo, empezaba a sentir que no había otro trago mejor que el vodka con limón. Dio un sorbo a la copa que le trajo el robot y atisbó alrededor a través de la veladura de sus pestañas. Un par de mujeres y media docena de hombres estaban contemplándola con ojos golosos, intentando atrapar su mirada e iniciar algún tipo de intercambio. Tras un breve análisis, decidió que ninguno parecía muy útil, aunque dos de los jóvenes formaban parte de un grupo bastante prometedor que estaba sentado en torno a un par de veladores. En ese momento, uno de los dos chicos se levantó y vino hacia ella, contoneante y retador como un tonto gallito. Se detuvo de pie junto a la mesa.

—Eres nueva por aquí —afirmó.

—Sí.

El tipo agarró una silla y se sentó confianzudo.

—Te diré lo que vamos a hacer: nos vamos a tomar otra copa, una ronda a la que invito yo, y mientras tanto me cuentas quién eres —dijo.

—Te diré lo que tú vas a hacer —contestó Bruna—. Vas a volver a tu mesa, y vas a decirle a ese hombre moreno del chaleco verde que me gustaría hablar con él.

El hombre del chaleco tenía unos cuantos años más y parecía ser el de mayor autoridad dentro del grupo. Era esa sensación de estricta jerarquización lo que le había hecho intuir a Bruna que podían ser supremacistas militantes.

—¿Y por qué demonios crees que voy a obedecerte? —dijo el chico, sulfurado.

—Porque, si no lo haces, es posible que el hombre del chaleco verde se cabree contigo.

El joven resopló, furioso, pero se levantó como un cordero y fue directo a su mesa a dar el recado. He aquí un chico que sabe obedecer, pensó la rep.

El tipo de verde escuchó el mensaje y se tomó su tiempo. Mejor, se dijo Bruna: cuanto más tiempo, más alto debe de estar en la escala de mando. Vio que el hombre pedía algo al robot, y ella encargó también otro vodka. Cinco minutos más tarde, tras haberle dado un par de sorbos a su nueva cerveza, el individuo del chaleco se levantó y se acercó a ella.

—Tú dirás...

Era bajito y malencarado, todo lleno de músculos, probablemente implantes de silicona. Bruna sonrió. Ella era rubia, ella era curvilínea, ella era una retrógrada. ¿Cómo sonríen las rubias ultrafemeninas y ultraconvencionales? Desde luego, no con llamas en los ojos, como Bruna, sino con una ofrenda, una húmeda blandura, evidenciando que la boca es otra oquedad. Una sumisión prometedora. Bruna-Annie sonrió coquetamente y dijo:

—Verás, me han dicho que en este bar se reúne la gente del PSH, y evidentemente tú eres la persona más importante que hay ahora mismo en el local. Por eso creo que puedes ayudarme. Quiero conseguir una cita con Hericio.

El hombre arrugó cómicamente la cara, atrapado entre dos emociones opuestas: el halago personal y el recelo ante la demanda. Dubitativo, se dejó caer en la misma silla que había usado el chico antes.

—Imaginemos por un momento que soy del PSH. ¿Por qué quieres ver a Hericio?

—Porque es el único que parece saber qué hacer en estos momentos de peligro y de insensatez. Porque estamos condenados al desastre en manos de un gobierno de inútiles chuparreps. Porque, como todas las personas de bien, veo el abismo al que nos estamos dirigiendo si no le ponemos remedio. Porque quiero colaborar en la defensa de la Humanidad, que es lo que está en juego, nada más y nada menos... —clamó enfáticamente.

Y luego, en un rapto de suprema inspiración, añadió:

—Porque no quiero dejarle a mi futuro hijo el legado de un mundo corrupto, pervertido y abyecto...

Y sonrió con su expresión más maternal y desvalida.

La soflama de Bruna-Annie pareció hacer cierta mella en el hombre, que se rascó dubitativo el mentón, es decir, los implantes del mentón, que le proporcionaban una mandíbula de aspecto más viril y poderoso. Los bíceps de silicona subían y bajaban como pelotas de tenis bajo el blando pellejo de sus brazos. Pero de todos modos no estaba convencido todavía.

—Ya. Y tú de repente apareces ahora de la nada, diciendo todas esas bellas palabras, y quieres que te creamos. ¿De dónde sales? ¿Quién demonios eres? No te he visto nunca por aquí ni por ninguna de nuestras actividades.

—Nací en la región británica, pero vivo en Nueva Barcelona. Toma, te paso mi número civil. Hace tres días acudí a una manifestación supremacista y me detuvieron acusada de agredir a un rep. Al final me dejaron ir por falta de pruebas. Pero soy profesora de universidad y no puedo permitirme ese tipo de cosas o me echarán de la docencia... ya sabes que son muy rígidos con eso. Por eso he venido a Madrid a ofrecer mi ayuda. Mejor actuar aquí y vivir en Nueva Barcelona. Que lo que haga tu mano derecha no lo sepa la izquierda.

El hombre asintió.

—Pero para colaborar en la causa no necesitas ver a Hericio. Yo soy Serra, uno de sus lugartenientes. ¿No te basta conmigo?

Bruna intentó poner cara de gatita, rebajar su habitual expresión de tigre a simple minino. Los rellenos de mofletes ayudaban porque redondeaban su boca en un gesto pavisoso.

—Me encanta no haberme equivocado... Sabía que eras alguien importante, eso se nota. Sin embargo, de todos modos necesito hablar con Hericio. Porque estoy pensando en hacer una donación al partido. Sé que estáis en un periodo de PeEfe. Pues bien, yo quiero dar algún dinero para la causa. Pero deseo estar segura de que Hericio es de verdad como parece ser. De que nos mueven las mismas ideas.

Serra cabeceó. Mencionar el dinero pareció resolver bastantes de sus dudas.

—Está bien. Veré lo que puedo hacer. ¿Dónde te puedo localizar?

—Estaré en el Majestic. Pero sólo tres días.

—Tendrás noticias —dijo.

Y se alejó, las pelotas de tenis retemblando como una gelatina a cada paso.

Al poco de salir a la calle, Bruna advirtió que la estaban siguiendo. Ya había supuesto que le pondrían una sombra y procuró facilitarle la tarea porque era una sombra muy mala, uno de los chicos jóvenes que estaban con el hombre del chaleco. Tan torpe, la pobre criatura, que casi le dieron ganas de decirle que llamara a Lizard, para que le diera unas cuantas clases sobre cómo perseguir a alguien sin ser visto.

Entró en el hotel Majestic y pidió una habitación a nombre de Annie Heart. El Majestic era un establecimiento de mediados del siglo XXI que había sido recientemente revocado y convertido en un cuatro estrellas de gama baja. Bruna había estado alojada en él cuando llegó a Madrid y, como siempre hacía, había tomado nota de sus posibilidades. Subió a su cuarto, que estaba en el último piso, y verificó que todo seguía siendo como recordaba: si estabas registrado en el hotel y tenías una llave, podías descender hasta la calle por las escaleras de emergencia, que se encontraban en el exterior del edificio, en la parte de atrás, dando a un parque-pulmón en el que casi nunca había nadie. Dejó la bolsa en la habitación y bajó al bar, que estaba medio lleno. Eran las once de la noche y tenía hambre. Pidió un sándwich gigante de auténtico pollo y un vodka con limón natural y dos piedras de hielo, aunque las dos copas que había tomado antes con el estómago vacío le habían dejado un zumbido desagradable en la cabeza. Pero la coherencia era la coherencia. Vio al fondo del local a su sombra, disimulando fatal detrás de una pantalla interactiva, y decidió dedicarle una buena actuación. En ese momento entraron en el bar dos apocalípticos repartiendo panfletos y haciendo campaña.

—Hermanos, escuchad la palabra. Estáis aquí perdiendo en el alcohol y el aturdimiento vuestro bien más precioso, que es la vida... El mundo se acaba dentro de una semana... ¡No cerréis vuestra mente a la Verdad!

Hubo un vago rumor de fastidio y la barman se apresuró a salir de detrás del mostrador para echarlos, cosa que logró con facilidad. Eran unos iluminados bastante mansos. Bruna tragó el pedazo de sándwich que tenía en la boca y habló en voz alta, lo suficientemente alta como para ser oída en todo el local, aprovechando la momentánea atención que había suscitado el asunto de los apocalípticos.