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A veces Bruna sentía una pena tan aguda que pensaba que no podría soportarla.

Pero después siempre podía.

Lágrimas en la lluvia. Todo pasaría y todo se olvidaría rápidamente. Incluso el sufrimiento.

Tomó otro sorbo de vino y miró su reproducción de Señora escribiendo una carta con su criada. La criada estaba esperando con los brazos cruzados a que su ama acabara de escribir, sin duda para llevarse después la carta. No tenía prisa; mientras aguardaba no estaba obligada a trabajar, era un pequeño descanso en sus labores. Se trataba de una chica joven, de rostro rollizo; permanecía de pie al fondo del cuadro y miraba con tranquilo placer por la ventana, por la que entraba una luz limpia y matinal. Fuera debía de hacer un día hermoso. La muchacha disfrutaba con naturalidad de la alegría del sol, de su juventud y su salud, de la perfecta serenidad de ese momento. La plenitud de la vida en un instante. A Bruna le conmovía ese cuadro porque era como ver un pedazo de tiempo fuera del tiempo. Le hacía sentirse como se sintió aquella noche de lluvia junto a Merlín. Aquella noche, mientras su amante moría, ella fue inmortal. Casi como un humano.

En ese instante el robot mensajero pitó a su puerta y Bruna dio un respingo exagerado: estaba con los nervios a flor de piel. Era un envío de alta seguridad, de manera que tuvo que dejar que el robot le hiciera un reconocimiento de ADN antes de poder recoger el estuche sellado e impermeable. ¿Cómo demonios habría conseguido Mirari su perfil de ADN?, se preguntó la rep, algo molesta: la violinista era una mujer peligrosa. Rompió los precintos y sacó un ordenador de muñeca, una lenteja de datos y una chapa civil tan perfectamente confeccionada que incluso estaba un poco abollada, como si hubiera sido sometida a un largo uso. Introdujo la chapa en el ordenador central y constató que era de una mujer de treinta años llamada Annie Heart, natural de Tavistock, Devon, antigua Gran Bretaña, profesora de robótica aplicada en la Universidad Técnica Asimov de Nueva Barcelona. Después venían los archivos encriptados habituales en donde aparecerían los demás datos de Heart: historial médico, perfil genético, expediente estudiantil, currículo laboral, ficha dental, informes financieros y bancarios, informes de seguridad, incidencias policiales o penales, listado de actividades e intereses y así hasta cerca de cien referencias distintas, que sólo podían ser abiertas si se disponía de las diversas claves de autorización. Ella, naturalmente, como propietaria de la identidad, podría sin duda consultarlas todas. Tendría que estudiarlas con atención para saber quién era esa tal Annie Heart en la que se iba a convertir por unos días, pero antes de hacerlo metió la lenteja en la ranura del ordenador. En la pantalla apareció el rostro de Mirari.

—Sólo aseguro cobertura plena de investigación durante seis días. Mejor cinco, para quedarnos en la zona segura. En cuanto al móvil, te he comprado un mes de uso con un satélite clandestino, así que sólo será no rastreable durante ese tiempo. Mírate el archivo FF3. Creo que he hecho un buen trabajo —dijo.

Y sonrió, una pequeña y pícara sonrisa inesperada en la siempre adusta violinista. La lenteja de datos se apagó. El archivo FF3 era un informe policial. Annie Heart había sido detenida en una manifestación supremacista en Nueva Barcelona tres días antes acusada de haber participado en la paliza sufrida por un tecnohumano. Pero a las pocas horas había sido puesta en libertad porque, aparte del confuso testimonio de la víctima, no se encontraron testigos contra ella, y porque Heart no militaba ni había militado nunca en ningún grupo radical humano y sostuvo que simplemente pasaba por allí. Bruna sonrió: era un detalle perfecto, justo lo que necesitaba. Impecable Mirari.

La rep confirmó en el ordenador que, como le había dicho Habib, el PSH había pedido un PeEfe. Los partidos no recibían ninguna ayuda del Estado; se mantenían por las cuotas de los afiliados y por las donaciones, pero estas últimas estaban estrictamente reguladas y, para recibirlas, había que sacar un Permiso de Financiación. Los PeEfes podían ser de dos, cuatro o seis meses, y durante ese periodo el partido podía solicitar y recibir fondos de particulares o empresas, previo abono de cierta cantidad de dinero a Hacienda. Se suponía que esa suma era para pagar a los inspectores que controlaban las operaciones, pero en realidad era una especie de impuesto indirecto cuya aplicación levantaba muchos resquemores. Que un partido tan reacio a reconocer la legalidad del Estado como el PSH hubiera transigido en pedir un PeEfe indicaba mucha necesidad financiera, o planes inminentes, o ambas cosas. El Permiso de Financiación de los supremacistas era de dos meses y ya sólo les quedaban dos semanas. Probablemente estuvieran ansiosos de rebañar lo más posible antes de que su tiempo se agotara, pensó Bruna. Y eso podía ser muy bueno para ella.

La rep se pasó la hora y media siguiente estudiando los detalles de la identidad falsa y devorando una inmensa ración precocinada de arroz con tofu. Bartolo roncaba. A continuación, Bruna ordenó la casa, hizo la cama, colocó tres piezas del puzle, escuchó un concierto de Brahms. El tragón seguía durmiendo a pierna suelta. Entonces la rep tuvo una súbita intuición: se sentó ante la pantalla principal e introdujo la palabra «Hambre». El archivo que ocupaba el séptimo lugar del listado de respuestas decía así:

 

HAMBRE

El mejor centro multiocio de Madrid.

Un local polivalente para saciar todo tipo de voracidades.

 

Avenida Iris, 12. Abierto 24 horas, 365 días al año.

 

De modo que Hambre era el nombre de un garito... De hecho, ahora le parecía que le sonaba vagamente de haberlo visto en los anuncios o en las noticias. Era un multi-ó, como se les conocía coloquialmente; un megacentro de entretenimiento que cultivaba diversos registros: restaurantes, bares, discotecas, juegos virtuales, todo con las últimas tecnologías, con el énfasis puesto en lo espectacular y con zonas dedicadas a los gustos de los reps y de los alienígenas. La rep había estado en un multi-ó en París. Y fue bastante divertido. Quizá fuera eso lo que quería decir Bartolo; quizá Cata Caín frecuentaba el lugar. No estaría de más darse una vuelta por allí.

Cuatro horas más tarde, Bruna salió de su casa vistiendo el traje lila, uno de sus preferidos, y con el etéreo y luminoso pectoral de oro colgando de su cuello. Iba muy elegante, quizá demasiado, pensó al llegar a la avenida Iris: se trataba de una zona industrial de las afueras de Madrid. El número 12 era una torre circular de seis pisos. Carecía de ventanas salvo la última planta, que estaba ocupada por el restaurante principal, y los muros tenían un revestimiento luminoso y opalino que iba cambiando lentamente de tonalidades. En la azotea, un enorme cartel decía Hambre con letras que parecían estar ardiendo: debía de tratarse de algún truco holográfico. Ya era de noche, la hora de la cena, y el enorme vestíbulo del multi-ó estaba bastante concurrido por un público variopinto, desde chicos jóvenes que apenas si parecían haber superado la edad del toque de queda a kalinianos con imperdibles hincados en sus mejillas o parejas maduras de aspecto opulento y convencional. Bruna se detuvo ante los paneles de información interactivos y repasó las diversas posibilidades del lugar. Por encima de su cabeza, en una pantalla pública, Inmaculada Cruz, la presidenta regional, discutía furiosamente en el hemiciclo: por lo visto la oposición había presentado una moción de censura contra ella. La situación continuaba cumpliendo su inexorable escalada de crispación. La detective miró a su alrededor y no consiguió ver a ningún otro tecnohumano. Estaba sola, con su traje elegante y su collar de oro.

Se acercó al hombre joven de cejas afeitadas que ocupaba la mesa de información situada en el centro del vestíbulo y le enseñó una foto de Cata Caín.

—¿Te suena de algo?

—Ah, sí, la pobre Caín... nos quedamos todos horrorizados —contestó el tipo con naturalidad.

—¿Ah, sí? ¿Tan conocida era por aquí? ¿Venía mucho?

—¿Cómo que si venía mucho? Caín trabajaba aquí... en la discoteca lunar.

Bruna frunció el ceño.

—¿De veras? ¿Desde cuándo? ¿Y cómo no ha contado nadie esto? Que yo sepa, Cata tenía un empleo administrativo en una empresa hotelera.

—Bueno, lo de aquí era sólo un trabajo parcial... Echaba una mano en la gestión de la disco... Mantenimiento, intendencia, contabilidad... Llevaba como cuatro meses viniendo algunas horas por las tardes. Hasta que un día dejó de venir. Y dos días después estaba muerta. Pero pregunta en la primera planta, ahí la trataban más...

Siguiendo el consejo del chico, Bruna subió a la disco lunar del primer piso. Arrimó el móvil al ojo cobrador y le cargaron treinta ges: era un local carísimo. Las puertas metálicas se abrieron con un soplido neumático y la rep entró a una especie de balconcillo que dominaba una vasta sala circular. En un extremo estaba la pista de baile; junto a ella, un poco elevada, como suspendida en el aire, la barra fulgurante y opalina, y el resto del lugar estaba cubierto por cómodos sofás flotantes en los que la gente se sentaba o se tumbaba a beber y charlar. Reinaba una especie de oscura luminosidad, un fulgor contenido, y el decorado imitaba el vacío exterior, con estrellas y planetas girando lentamente en la distancia. Realmente estaba muy bien conseguido: uno se sentía flotando en la negrura del cosmos, y este efecto estaba potenciado por el hecho de que la discoteca poseía una gravedad inferior a la terrestre. Bruna comenzó a descender por una de las dos escalinatas hacia la disco y experimentó la borrachera de la relativa ingravidez, la maravillosa y engañosa ligereza. Pese al nombre del local, sin duda no estaban a una gravedad tan baja como la lunar, que apenas era un sexto de la de la Tierra. Pero sí podían estar a dos tercios. Bruna tuvo que hacer un esfuerzo de control para no salir volando y rodar escaleras abajo.

Se acercó a la barra con mullidas y elásticas zancadas y tuvo que agarrarse al mostrador para pararse. Era divertido. Era muy divertido. Producía una sensación de mareo burbujeante y de impunidad. Como si nada malo pudiera sucederte mientras tu cuerpo pesara tan poco.

La primera copa de vino blanco se la vertió entera encima de la cara porque la levantó con demasiada fuerza, y el ataque de risa le duró unos minutos. El barman acompañó sus risas amablemente, aunque se veía que estaba acostumbrado a esos desastres. Todavía con lágrimas en los ojos, la rep preguntó al empleado por Cata Caín. Parecía una buena persona, contestó el hombre. Tímida, reservada, trabajadora. No tenía amigos. No hacía confidencias. No salía con nadie. No había nada especial que contar sobre ella.

O quizá sí, añadió de repente el barman, echando una disimulada ojeada al extremo de la barra: en un par de ocasiones se tomó una copa con aquella tipa.

Bruna miró. Era una mujer larguirucha, quizá tan alta como ella pero muy delgada, envuelta en una especie de hábito morado y con el pelo lacio partido a la mitad y cayendo a ambos lados de su rostro huesudo. Estaba acodada en una esquina de la barra absorta en la vacua contemplación de su bebida, un trago alto con un líquido rosado fosforescente. La mujer tenía algo tristón y un poco repulsivo. La detective agarró su copa y se acercó a ella.

—Hola.

La otra le lanzó una ojeada más bien hostil y no contestó.

—Me llamo Bruna.

La mujer continuó callada y se las arregló para que ese silencio resultara agresivo. El pelo era lacio porque estaba muy sucio: dos cortinas de pesados cabellos grasientos comiéndole la cara. En el hoyo del escote, un pequeño tatuaje verdinegro: una letra S muy entintada, curvada sobre sí misma, pesada y convulsa. Era grafía labárica, seguro. Y el color morado del informe hábito...

—Eso es una letra de poder... Y tú eres labárica. Nunca pensé que los únicos frecuentaran las discotecas terrícolas. Creí que teníais prohibidos estos excesos...

La mujer la miró con gesto iracundo y luego apuró su copa de un solo trago. La bebida pareció serenarla un poco.

—Yo no soy labárica. Ya no. Eh, tú, ponme otra igual.

—Déjame que te invite. Y yo también tomaré lo mismo. ¿Qué es?

—Vodka con grosella irisada y oxitocina. La dosis mayor que permite la ley —dijo el camarero.

—Vaya... no me vendrá mal.

La oxitocina en pequeñas cantidades fomentaba la empatía y el afecto. Por eso la llamaban la droga del amor. Al escuerzo de la melena grasienta también debía de estarle haciendo efecto, porque ahora se la veía más accesible. El barman trajo los dos luminosos vasos altos y la rep se apresuró a beber, con la esperanza de que la mujer la imitase y la droga la ablandara un poco más. Funcionó. Cuando la larguirucha dejó sobre la barra su vaso ya mediado, se giró hacia Bruna y retiró una de las cortinas de pelo que tapaban su cara. Se inclinó un poco hacia delante, mostrando a la rep el lado derecho de su rostro; en la sien había un tercer ojo, o más bien un proyecto de ojo, un globo ocular sin terminar de cubrir del todo por los rudimentarios y paralizados párpados, con el iris y la pupila cegados por una película blanquecino grisácea. Volvió a dejar caer el cabello y se echó para atrás.

—Eres una mutante —dijo Bruna.

—Por eso me expulsaron de Labari. Estuve haciendo saltos TP para ellos, estuve trabajando en la mina que el Reino tiene en Potosí, y cuando el desorden atómico me deformó, los únicos me echaron de la Tierra Flotante.

—¿Cuántos saltos hiciste?

—Ocho.

—¡Qué barbaridad! ¡Eso es ilegal! ¡Los Acuerdos de Casiopea prohíben teletransportarse más de seis veces!

—Pero el Reino de Labari no firmó los Acuerdos. Allí las personas se tepean indefinidamente. Se supone que el Principio Único Sagrado te defiende de todo mal. Si eres una persona lo suficientemente Pura, el Principio te protege. Los buenos únicos no padecen jamás el desorden atómico.

—Eso es una imbecilidad. No es una cuestión de fe, sino de estadística y de ciencia.

—Pues yo me lo creía... y a veces me parece que todavía lo creo... —comentó sombríamente la mujer—. En Labari se usa el desorden TP para los Juicios Sagrados. Si dos personas de las castas superiores, sacerdotes o amos, tienen alguna causa grave que dirimir, se ponen bajo la protección del Principio Único y comienzan a tepearse; y aquel que resulta atacado por el desorden TP es el culpable. Los Juicios Sagrados son públicos y yo he asistido a algunos, y puedo asegurarte que funcionan.

—¿Qué quieres decir con eso de que funcionan?

—Que uno de los contendientes queda indemne y el otro siempre resulta castigado con una deformidad.

—¡Por todas las malditas especies, qué tontería! Los contendientes de esos juicios seguro que saltan y vuelven a saltar hasta que uno de ellos muta, ¿no es así?

—Así es.

—Pues eso no tiene nada que ver con el principio sagrado. Las posibilidades de sufrir el desorden TP se van multiplicando con los saltos. Es pura suerte que le toque a uno antes que al otro, pura y simple suerte. Y en alguna ocasión supongo que los dos contendientes habrán vuelto deformes. A partir del salto número once, la incidencia del desorden es del cien por cien en todos los organismos vivos.

La mujer parecía impresionada. Y aliviada.

—¿De verdad? ¿Del cien por cien?

—¿De dónde sales que ignoras esto? Lo saben hasta los niños de cinco años...

Era una pregunta estúpida, se dio cuenta Bruna nada más formularla, porque conocía la respuesta: el Reino de Labari mantenía a sus súbditos dentro de la desinformación más absoluta.

—Sólo llevo dos meses en la Tierra... —dijo la mujer con aire avergonzado.

Y de pronto la rep experimentó una cálida, intensa corriente de simpatía hacia ella. Una consecuencia de la oxitocina, se recordó a sí misma con esfuerzo; no te equivoques, no pierdas la distancia. No es tu amiga.

—Oye, por cierto... ¿cómo te llamas?

—Sun.

—Sun, creo que conocías a esta mujer... Cata Caín...

La mutante miró la imagen del móvil de Bruna.

—Sí... Era una rep. Como tú.

—Erais amigas, ¿no?

Sun bajó la cabeza y concentró la mirada en el pálido fulgor de su bebida.

—Bueno... Tomamos alguna copa juntas. Me parecía curiosa. Sólo he visto reps al llegar aquí abajo. En Labari no hay.

—Ya lo sé.

—Y además me sentía más cómoda con ella. Y contigo. Todos somos monstruos, ¿no?

Un regusto agrio empañó el dulzor afectuoso de la droga. No es mi amiga, se repitió Bruna.

—¿Sabes si Cata tenía miedo de algo? ¿Te comentó alguna cosa extraña? ¿Recuerdas si se veía con alguien más? ¿Quizá con alguien nuevo?

La mutante negó con la cabeza, el pelo pegado y tieso balanceándose levemente a ambos lados de la cara como dos pesadas planchas de metal. Pero luego miró hacia el techo, como quien recuerda algo.

—Aunque sí, espera... Ése fue el último día que la vi, creo... No hablé con ella. Pero estaba en una mesa con dos personas.

—¿Humanos?

—No lo sé... Se encontraban lejos y esto está bastante oscuro... Pero estoy casi segura de que por lo menos uno era un androide.

De nuevo el inquietante rastro de los reps. Bruna apuró su copa, le dio las gracias a la mujer y le pagó otro trago antes de despedirse. Pero cuando ya se iba, se volvió hacia ella.

—Por cierto: esa letra que llevas tatuada...

—Es la S de sierva. Pertenezco a la casta servil.

—¿Y eso qué quiere decir exactamente?

—Por encima del esclavo. Por debajo del artesano.

—Es una grafía de poder...

La mujer bajó la cabeza.

—Por eso sigo siendo una sierva. No puedo liberarme.

Bruna gruñó, pulsó su móvil y envió a Sun el nombre y la dirección de Natvel, el esencialista del Mercado de Salud.

—Vete a ver a este... a esta persona de mi parte. Di que te manda Bruna Husky. Natvel te ayudará.

Sun la miró con escepticismo.

—Gracias —dijo.

Pero estaba claro que no iba a hacer nada. Allá ella, no es mi amiga, se dijo una vez más la detective.

—Sólo una cosa más... ¿Tú sabes quién podría informarme sobre la escritura de poder labárica?

—Es una sabiduría muy secreta. Sólo los sacerdotes la dominan. No sé, en la embajada, quizá. Todas las embajadas labáricas son duales. Están regidas por un amo y un sacerdote.

La rep volvió a darle las gracias y se alejó de la barra, aliviada de perder de vista a ese personaje mustio y atormentado.

Caminó, o más bien brincó con ligereza, hasta el borde de la pista de baile, pulida como un espejo e iluminada por una penumbra resplandeciente que le daba cierta apariencia submarina. Al pisar la pista te sumergías en la música; la discoteca utilizaba el novísimo sistema Soundtarget, una tecnología que permitía dirigir el sonido a la perfección: a sólo medio metro de la zona de baile apenas se escuchaba nada. Ahora, con un pie dentro de la pista, la androide se dejó envolver en una vorágine sonora. Cerró los ojos y se quedó allí quieta, de pie, mecida internamente por el ritmo, pero unos golpecitos que alguien le propinó en el hombro le hicieron salir de su pequeño éxtasis. Volvió la cara: era Nopal. Bruna tragó saliva y dio un paso atrás, regresando al silencio.

—Hola, Husky. Qué sorpresa encontrarte aquí —sonrió el memorista.

Y, sin más preámbulos, Pablo Nopal agarró a la androide y se lanzó a la pista a bailar con ella. La música llenó súbitamente los oídos de la rep como agua a presión, un torbellino embriagador de deslumbrantes notas. Bruna detestaba bailar y era incapaz de dejarse llevar, pero ahora no pudo resistirse: Nopal y la melodía la arrastraban, la deshacían en un tumulto de compases. Los primeros pasos fueron bastante desmañados, entorpecidos por el envaramiento de la androide y por el desconcierto de la baja gravedad. Pero poco a poco se fueron adaptando y relajando, poco a poco asumieron el control de sus cuerpos lo suficiente como para poder dejar de controlarse. Ahora ya volaban a través de la pista mecidos por la ingravidez, livianos, hermosos, imposibles en la exactitud de sus movimientos, Nopal y ella de la misma altura, del mismo peso, de esbeltez parecida, el memorista y la rep dando vueltas y vueltas en un vals restallante, Vals de Masquerade de Aram Khachaturian, leyó la androide en letras luminosas sobre sus cabezas, y danzaban ceñidos el uno a la otra sin pisarse, sin perderse, como si formaran parte de un solo organismo, libres del mortificante peso terrenal, eternos, milagrosos.

Gimió la rep mientras el vals estallaba en sus venas, los ojos ciegos de luz, la piel ardiendo, gimió de vida y de deseo, sostenida por las cálidas manos del hombre, debilitada por la oxitocina, y miró al memorista con esa mirada única, esa grave mirada que te vacía y te entrega. Pero chocó con el rostro de Nopal, con su expresión firme y transparente, y la androide supo sin ningún género de duda que el escritor y ella jamás tendrían ninguna relación. Entonces enterró su cara, avergonzada, en el hueco del cuello de su pareja, y llevada por la desilusión, por la fiebre y el fuego, clavó sus dientes en el hombro de Nopal hasta notar en su lengua el sabor de la sangre, mientras la música caía como un diluvio sobre ellos. El memorista dio un respingo y reprimió un quejido. Se detuvo un instante y contempló a la rep con entendimiento y sin sorpresa.

—Ay, Bruna, Bruna —musitó.

Y luego la abrazó más fuerte y siguieron bailando.

 

Volvió a repasar los datos de la falsa chapa civil de Annie Heart y comprobó que se los sabía bastante bien. Estaba lista. Era hora de ponerse en marcha. Bruna se levantó del sillón, dio un pescozón a Bartolo y le sacó de la boca un puñado de servilletas de papel que se estaba comiendo y luego llamó a Yiannis.

—Hola, me gustaría verte, ¿cómo andas de tiempo?

La cara del viejo archivero parecía tensa y excitada.

—Qué bien que has llamado, Bruna, tengo muchas cosas que contarte.

—¿Qué cosas?

—No aquí. En persona.

—¿En el bar de Oli dentro de dos horas?

—Perfecto. Hasta luego.

La rep cortó la transmisión, ordenó a la computadora que pusiera música (la lista de reproducción 037, unos temas hipoacústicos que eran a la vez relajantes y suavemente euforizantes) y luego desencajó el pequeño horno lumínico que tenía empotrado en la cocina. Metió la mano en el hueco y abrió la trampilla que había detrás y que ocultaba la caja secreta en la que guardaba todo aquello que no quería que nadie viese, como, por ejemplo, la pequeña pistola de plasma para la que carecía de permiso. O sus reservas de dermosilicona.

Hacía bastante tiempo que Bruna no se transformaba, pero era algo que siempre se le había dado bien. Lo primero que hizo fue desnudarse; luego calentó un pellizco de dermosilicona hasta que se licuó, y rápidamente extendió esa grasilla sutil y rosada por encima de la línea de tinta que recorría su cuerpo. Probablemente la parte de la espalda quedó peor aplicada, pero a fin de cuentas iba a estar oculta por la ropa. Se colocó con las piernas y los brazos abiertos, igual que el hombre de Vitrubio de Da Vinci, bajo la lámpara de luz ultravioleta, y a los dos minutos la fina película ya se había secado y fundido perfectamente con la piel, ocultando por completo su tatuaje. Ahora sólo podría quitarse la silicona con dermodisolvente. A continuación se colocó las lentillas: escogió unas de color verde oscuro que parecían muy naturales y que camuflaban sus características pupilas felinas. Después vino la peluca, rubia ceniza y autoadherente con el calor del cuerpo, y unas cejas postizas del mismo color y un poco más anchas que las naturales. Redondeó un poco sus mejillas metiéndose en la boca dos prótesis de goma anatómica, y acto seguido se puso una ropa interior con relleno que engrosó sus nalgas y aumentó dos tallas sus pequeños pechos de amazona. Luego vino el maquillaje: un poco exagerado, algo retro, con los labios muy rojos y los ojos resaltados con sombras doradas. Escogió un traje de falda pantalón, un aburrido atuendo convencional que sólo utilizaba en estos casos, y peinó con cuidado el sedoso cabello, que caía hasta los hombros. Se miró en el espejo: lo bueno de tener naturalmente un aspecto tan marcado como el suyo era lo rápido que podía cambiarlo. Sólo había tardado veinticinco minutos en transformarse y ni su madre hubiera podido reconocerla. Si su madre hubiera existido, por supuesto. Estaba tan rubia, tan aparatosamente femenina... ¿Le gustaría más a Nopal si fuera así? El recuerdo del escritor se deslizó por su memoria dejando un rastro de fuego... Pensar en él le resultaba demasiado turbador. Le asqueaban los memoristas y encontraba a Nopal intimidante y ambiguo. Pero la noche anterior, en la disco, en la tibieza de sus brazos, en la excitación de la música y la oxitocina, Bruna se hubiera entregado a él. Sin embargo, él la había rechazado. La rep volvió a sentir el sabor de la sangre de Nopal en sus labios. Sacudió la cabeza, desasosegada y confundida. En realidad preferiría no volver a verle nunca más.

Escogió unos zapatos discretos y cómodos, porque nunca se sabía cuándo había que salir corriendo, y se quitó su chapa civil de la cadena que llevaba al cuello y la sustituyó por la que le había proporcionado Mirari. Luego llenó un bolso de mano con cuanto necesitaba y se dispuso a salir. En ese momento entró una llamada. Miró el indicativo de identidad: era Lizard.