Archivo Central de los Estados Unidos de la Tierra 5 страница

—Hola, Husky, ¿cómo va la vida? Creo que viniste por aquí el otro día...

—Sí.

—Asustaste a mi ayudante.

—Se asusta fácilmente.

—Es un cretino. ¿Vienes por lo de Chi?

—En efecto. Siempre tan perspicaz.

—Era obvio. El cretino de Kurt me dijo que estabas interesada en el caso de Caín.

—Ya.

Gándara hablaba sin dejar de manipular el cuerpo despiezado. Un cuerpo que Bruna se forzó a mirar, porque ya no era nada. Esa carne exangüe, esa sangre tan oscura, esos kilos de materia orgánica ya no eran nada. Había sido un humano, pero la muerte lo igualaba todo.

—Y lo de Chi, en efecto, es lo mismo. También tenía dentro una memoria letal, igual que Caín. ¿Quieres verla?

—¿La memoria?

—No. A Chi. La mema la he mandado al laboratorio de Bioingeniería.

No, pensó Bruna. Voy a decirle que no, que no quiero que me enseñe a la líder rep. Pero no pudo formular palabra.

—Depósito, saca a Myriam Chi —ordenó el forense al sistema central—. Espera un segundo a que me limpie un poco.

Gándara se lavó las manos enguantadas en un chorro de vapor mientras se abría la cámara frigorífica y un carro-robot traía el cuerpo de la mujer. No quiero verla, volvió a decirse Bruna. Pero se acercó a la cápsula con pasos de autómata.

—Está algo estropeada. Se arrojó al metro, ya sabes. Pero, por otra parte, para haber sido arrollada salió bastante entera, aparte de la amputación de una pierna. El golpe la reventó por dentro. Abrir cápsula.

El cilindro metálico transparente descorrió la tapa con un siseo neumático. En su interior, rodeado por la sutil humareda del nitrógeno líquido, estaba el cadáver de Myriam Chi. Azulosa, desnuda, rapada, con las cicatrices de la autopsia en el cráneo y el tórax. Pero con el rostro sin deformar. Y sin pintar. Aniñada e indefensa. Más abajo, el grotesco revoltijo de las piernas. El miembro amputado y en pedazos, cuidadosamente recolocado como las piezas de un puzle. Por la mente de Bruna cruzó, como un espasmo, la imagen amenazante de la bola holográfica: ese cuerpo de Chi tajado y ultrajado. Entonces, cuando lo vio por primera vez, aún era mentira. Cerró los ojos y expulsó el recuerdo de su cabeza. No siento nada, pensó. Esto no es más que un pedazo de carne congelada.

—Está bastante guapa pese a todo, ¿no? Mañana les devolveré el cadáver a los del MRR y podrán montar un bonito espectáculo reivindicativo con el entierro.

—Gándara, necesito que me pases los análisis del laboratorio sobre las memas... Tengo que saber qué contienen esos malditos implantes.

—Y a mí también me gustaría saberlo, pero los de Bioingeniería no me han dado nada... Ni de ésta, ni de Caín, ni de los del tram. Curiosamente, la Policía Judicial ha decidido que todos esos informes son secretos...

—Una decisión acertada, me parece —dijo una voz a sus espaldas.

Bruna y el forense se volvieron. Era un hombretón enorme, más alto que Husky y dos veces más ancho. Su masivo corpachón tapaba la puerta.

—Porque me temo que, de tener esos informes, tú, que supongo que eres el forense Gándara, se los habrías dado a esta androide. Que no sé quién es —siguió diciendo el tipo.

Hablaba lentamente, arrastrando las palabras, como si estuviera medio dormido. Había algo letárgico en él, en sus ojos verdes medio velados por los pesados párpados, que no parecían ser capaces de abrirse del todo, y en la manera en que su sólido cuerpo se asentaba a plomo sobre el suelo, como si quisiera atornillarse a la piedra.

—Nosotros tampoco sabemos quién mierda eres tú —dijo Bruna con estudiada grosería.

Pero mentía, porque el barato y convencional traje de tres piezas, pantalón y camisa gris y chaqueta térmica algo más oscura le delataba como un funcionario. Seguro que era un policía.

—Inspector Paul Lizard, de la Judicial —dijo el hombretón enseñando su identificación—. Y tú eres...

—Yo soy la hermana de la víctima —dijo Bruna, sarcástica.

—Tú debes de ser la detective que han contratado los del MRR, ¿no? Bruna... Bruna Husky —dijo Lizard, imperturbable, consultando las notas de su móvil.

—Clarividente.

—Pues me alegro de verte. Precisamente quería hablar contigo.

—¿De qué? ¿De por qué ocultáis a todo el mundo el asunto de las memorias adulteradas?

—Tal vez. ¿Puedes pasarte mañana por la Judicial? Supongo que sabes dónde estamos. ¿A las 13:00?

—¿Y por qué debo hacerlo?

—Porque te conviene. Porque podemos ayudarnos. Porque eres una mujer curiosa. Porque si no vienes haré que te detengan y te traigan.

Mientras hablaba, el hombre se había ido acercando a ellos. Ahora estaba de pie junto al cilindro y contemplaba el cuerpo de Chi con ojos inesperadamente atentos bajo los somnolientos párpados. Es una mirada que esconde y disimula su fiereza, pensó Bruna.

—Si nadie explica que hay unas memas adulteradas que están enloqueciendo a los reps, entonces simplemente parece que los tecnos somos unos asesinos peligrosos. Es burdo, pero funciona.

Las palabras habían salido de la boca de Husky por sí solas, como si se las hubiera dictado otra persona. Y nada más decirlas comprendió que era cierto, que Myriam Chi tenía razón, que había una conspiración, que quizá este inspector granítico y taimado formase también parte de la trama. Ya lo decía la líder del MRR: no puedes fiarte de la policía.

—¿Y por qué funciona? Pues porque en el fondo todos los humanos nos tenéis miedo... Nos despreciáis y al mismo tiempo nos teméis. ¿Tú también, inspector? ¿Te asusto? ¿Te repugno?

—Husky, qué cosas dices... —gruñó Gándara con claro desagrado.

Ah, se dijo Bruna, también tú. También el viejo forense se alineaba enseguida con el recién llegado. La especie era un lazo demasiado poderoso. Pero no, ¡no era eso!, volvió a pensar la rep, haciendo un esfuerzo de racionalidad; no era de extrañar que a Gándara le incomodasen sus palabras, porque ella nunca soltaba semejantes soflamas. Era como si se sintiera en la obligación de hablar por Myriam Chi. Como si tuviera que decir lo que ella hubiera dicho.

—Lo único que me asusta es la estupidez —dijo Lizard.

—¿Cuántos inspectores reps hay en la Policía Judicial?

El hombre resopló con gesto de cansancio.

—¡Contesta! ¿Cuántos inspectores tecnohumanos hay? —repitió Bruna, casi gritando.

Lizard la miró con cachazuda calma.

—Ninguno —respondió.

Husky se quedó pasmada. No se esperaba esa respuesta. A decir verdad, con anterioridad a ese momento ni siquiera se le hubiera ocurrido plantear semejante pregunta. Algo dolió dentro de su cabeza. Un pensamiento que quemaba como un sentimiento. Un reconocimiento racional de la marginación. Notó que se disparaba dentro de ella el mecanismo ciego de la cólera. Dio media vuelta y, sin despedirse, abandonó la sala. Aún escuchó la gruesa voz de Paul a sus espaldas:

—Recuerda, mañana a las 13:00 en la Judicial.

Bruna atravesó los oscuros pasillos a paso de carga, cruzó el vestíbulo sin saludar a los vigilantes y salió del Instituto como quien huye. Pero nada más abandonar el edificio su carrera perdió impulso. Se detuvo a pocos metros de la puerta, en mitad de la noche y de la calle vacía, sin saber qué hacer ni adónde ir. Se encontraba demasiado agitada para volver a casa. Demasiado furiosa para acudir a un local habitual, como el bar de Oli, y soportar la cháchara banal de algún conocido. Demasiado angustiada para pensar. Demasiado llena de muerte para quedarse sola. Cuatro años, tres meses y veintiún días.

El aire frío era un alivio para sus mejillas ardientes. Estaba plantada sobre la acera, con los pies un poco separados, sintiendo todo el peso de su cuerpo. El cuello sudoroso, los brazos relajados, el vientre liso y tenso, las ágiles piernas. Carne alerta, ansiosa. Un cuerpo rabioso por vivir. Una aguda inquietud comenzó a formarse dentro de ella, como una nube de tormenta en un cielo de agosto. De pronto recordó algo y se puso a rebuscar por los bolsillos. Al fin, dentro de un papel arrugado metido en un estuche de analgésicos en el interior de la mochila, encontró lo que buscaba: un caramelo. Un cóctel de oxitocina. El pequeño comprimido debía de llevar meses olvidado en su escondite y estaba un poco pringoso. Bruna lo limpió someramente frotándolo entre dos dedos y se lo colocó debajo de la lengua para potenciar la rapidez de la droga. Y durante un par de minutos se dedicó a respirar y esperar. A gozar del frío aliento de la noche. A vaciar la cabeza y hacerse toda carne.

Delante de la puerta del Anatómico Forense estaba aparcado un coche. No era un vehículo policial reglamentario, pero las placas grises indicaban que se trataba de un transporte oficial. Sin duda era el coche del inspector Paul Lizard, del Lagarto, del Caimán, de ese gigantón poco fiable. Bruna inspiró profundamente. La piel le ardía, pero ahora desde dentro. En unos momentos la rep iba a hacer algo con eso. Con toda esa energía y ese fuego. En unos instantes Bruna empezaría a cruzar la ciudad, navegaría a través de la noche en busca de sexo; de una explosión carnal capaz de vencer a la muerte. La única eternidad posible estaba entre sus piernas. Como la mayoría de los humanos y los tecnohumanos, Bruna era más o menos bisexual: sólo unos pocos individuos eran exclusivamente heterosexuales u homosexuales. Pero, por lo general, a la rep le gustaban más los hombres; y esta noche, en cualquier caso, le apetecía un varón. Tal vez un tipo tan grande como el lagarto Lizard, un humano gigante al que haría implorar por su sexo de androide. Bruna soltó una pequeña carcajada. Su ritmo cardiaco se había acelerado, su cuerpo parecía hervir, el aire estaba cargado de feromonas. Ah, la embriaguez de la noche. Ella era una estrella a punto de estallar, un quásar pulsante. Caminó un par de pasos, gozando de su vigor y su agilidad, de su hambre y su salud. De una alegría feroz. Metió una mano por debajo de la pequeña falda metalizada y, apoyándose en el vehículo aparcado, se quitó las bragas. Esa noche quería deambular por la ciudad sin ropa interior. No era la primera vez que lo hacía y no sería la última. Qué placer sentirse toda abierta, desembarazada de trabas, disponible. Antes de irse, dejó el tanga sobre el parabrisas del coche del policía. El mundo zumbaba alrededor y un latido de vida estremecía sus venas, su corazón y, sobre todo, el centro de su desnuda flor, justo ahí abajo.