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Bruna atisbó a través del estrecho escaparate, adornado por un dibujo en papel de un hombre desnudo cuya piel estaba totalmente cubierta de extraños signos. El pequeño local, una oscura habitación con un banco de madera y algunos cojines por el suelo, parecía vacío. La rep empujó la puerta. Estaba abierta y entró. Inmediatamente la envolvió un olor a naranjas, una penumbra ambarina. Era un sitio agradable. El banco, visto de cerca, parecía antiguo y estaba hermosamente tallado. Otro mueble de madera ocupaba la pared de la derecha. Al fondo, una cortina de cuentas transparentes se agitó con un susurro como de agua en movimiento cuando el tatuador salió de la trastienda. ¿O la tatuadora? Bruna se esforzó en deducir el sexo de esa figura diminuta y compacta que parecía tan alta como ancha y tan dura de carnes como una bola de caucho sintético. Llevaba el negrísimo cabello largo y suelto sobre los hombros y vestía un apretado blusón unisex de color amoratado sobre pantalones elásticos. Pero se diría que tenía pechos... o sea que tatuadora. La mujer se acercó a Bruna y, desde abajo, porque apenas si llegaba al ombligo de la rep, la escrutó atentamente. Tenía el rostro más redondo que la androide había visto jamás, una cara carnosa y cobriza, fuerte y en cierto modo hermosa. Por alguna extraña razón su intensa curiosidad no resultaba ofensiva, y Bruna se dejó mirar sin decir nada. Al cabo, la mujer torció el gesto y dijo:

—Te está partiendo.

Vaya, qué vozarrón. ¿Entonces era un tatuador?

—¿Qué me está partiendo?

El hombre, si era un hombre, señaló con su rechoncho dedo el tatuaje de Bruna.

—Esa línea. ¿Cómo quieres sentirte bien, si estás partida en dos? Y los pedazos ni siquiera son iguales. Y además está hecho con pistola láser. Puag.

Su gesto de asco fue tan espontáneo que Bruna casi se echó a reír. Sí, ahora se acordaba de que los esencialistas tatuaban según métodos milenarios, con una caña afilada y tinta vegetal. Un procedimiento al parecer dolorosísimo.

—No sé si podré ayudarte. No sé si podré encontrar tu forma. Esa línea que llevas hace mucho ruido.

Lo dijo con dulzura, y de nuevo predominó su aspecto femenino.

—No importa. Yo... no he venido a buscar el tatuaje que representa mi espíritu...

—Espíritu no. Nada de espíritus. Es tu aliento vital lo que hay que encontrar.

—Bueno, pues como se diga. Me llamo Bruna Husky y soy detective.

El tatuador o tatuadora hizo un gesto cortés con la cabeza.

—Yo me llamo Natvel y soy tohunga. Soy quien busca las formas. Quien las atrapa. Y quien las reproduce.

Su declaración, ligeramente enfática, sonó como un poema o como una oración, y la rep se sintió un poco incómoda. Nunca le gustaron demasiado las religiones.

—Natvel, estoy investigando un caso de asesinato... Y la víctima tenía un tatuaje. Era una palabra y estaba escrita con una letra muy especial... Muy entintada, muy apretada, las letras casi montadas unas sobre las otras. Como si formaran un rompecabezas y encajaran entre sí a la perfección.

—¿Qué palabra era?

Bruna dudó un instante.

—No puedo decírtelo. Lo siento. Pero pensé que a lo mejor podrías saber de qué tipo de letra hablo...

Natvel se pellizcó pensativamente el grueso labio inferior.

—¿Era hermoso el dibujo de los signos?

—Era... asfixiante.

El tipo asintió y se dirigió hacia el mueble de madera con una cadencia de caderas de matrona. Abrió un cajón hondo y sacó una brazada de papeles.

—Siéntate —ordenó a Bruna, señalando el banco.

Se sentaron en ambos extremos del mueble y la esencialista depositó los papeles sobre el asiento, en el espacio que había entre ellas. Eran un montón de dibujos hechos a mano, con lápiz o sanguina. Antiguos diseños de tatuajes, sin lugar a dudas. Natvel pasó las láminas con rapidez como buscando algo, y al fin sacó una y se la enseñó a la rep. Una especie de águila, un hermoso bicho de alas geométricas y abiertas, sujetaba entre sus garras una palabra como si ésta fuera una serpiente a la que el ave estuviera matando. La palabra estaba medio tapada por las patas, pero aún se leía con claridad el final: athan. Y era la misma letra usada para escribir «venganza» sobre el cuerpo de las víctimas.

—Ésta es. Exacto.

Natvel engurruñó su gran rostro solar con gesto preocupado.

—Es la escritura de poder labárica. Signos sucios y malos. Esto es de un muchacho que se llamaba Jonathan. Era un esclavo del Reino de Labari. Como a los demás esclavos, le habían tatuado su nombre con la escritura de poder para someterlo y humillarlo. Pero él tenía algo dentro. Una fuerza especial. Gracias a eso consiguió huir del mundo flotante y llegar a la Tierra. Yo pude ver su fuerza interior y era como un águila. Se la tatué devorando su nombre de esclavo y Jonathan sanó.

¡Una grafía labárica! Esto sí que resultaba sorprendente. Bruna había estado una vez en Labari siguiendo la pista de un antiguo caso; tuvo que disfrazarse de humana para poder entrar y guardaba un pésimo recuerdo de ese feroz mundo de fanáticos.

—Vaya, muchas gracias, Natvel, has sido de gran ayuda. Dime cuánto te debo.

—Nada. Es bueno en sí mismo luchar contra las sombras —dijo la pequeña criatura con solemnidad.

Verdaderamente era imposible deducir su género sexual. Y no se trataba de que Natvel fuera un ser andrógino e indefinido, sino que más bien parecía ofrecer sucesivas imágenes cambiantes. De pronto resultaba evidente que era una mujer, y al instante siguiente no cabía la menor duda de que era un hombre. Bruna se preguntó si en realidad sería un mutante. Si ese deslizamiento de su identidad sexual habría sido causado por el desorden atómico de la teleportación.

—Te lo agradezco mucho, pero eres...

La rep dudó, porque no sabía si decir «un experto» o «una experta», y rehízo sus palabras sobre la marcha.

—... eres una voz autorizada en la materia, y el trabajo de los expertos debe ser pagado. Además, si me cobras podré volver a pedir tu ayuda si la necesito...

Natvel levantó en el aire su regordete dedo índice y dijo:

—Calla.

Y Bruna se calló.

Entonces el tatuador se subió encima del banco y puso ambas manos en las sienes de la rep, que dio un respingo pero no se retiró. Eran unas manos suaves e hirvientes, acolchadas, manos de madre universal. Natvel inclinó la cabeza entre sus brazos extendidos y permaneció así, concentrada y con los ojos cerrados, durante un buen rato. Rígida e incómoda, Bruna se preguntó si no debería estar notando algo especial: cierta energía brotando de las manos, un temblor interior, un atisbo de trance, en fin, alguna de esas sensaciones esotéricas de las que siempre hablaban los aficionados a este tipo de rituales. Pero simplemente se sentía ridícula. Al cabo, Natvel soltó a la androide y se enderezó.

—Sé quién eres, sé cómo eres. Te he visto.

—¿Ah, sí? —masculló la rep.

—He visto tu dibujo esencial.

Bruna se puso en pie.

—Pues prefiero no saber cuál es. Muchas gracias de nuevo por tu ayuda, Natvel. Dime qué te debo.

—Ya te he dicho que nada. Estamos en paz. Pero vuelve cuando quieras conocerte mejor.

La detective asintió con la cabeza y salió de la tienda con cierta precipitación. Una vez en el exterior suspiró aliviada: habían sido demasiados sanadores, demasiados terapeutas para una sola tarde. Demasiada gente que parecía saber lo que ella necesitaba o lo que ella era. En ese momento decidió dejar al psicoguía. Dejar al psicoguía, dejar la bebida, dejar la vida desordenada, dejar la furia, dejar la angustia, dejar de ser rep. Soltó una carcajada corta y amarga que sonó como un estornudo. Por lo menos Natvel había sido útil. Escritura labárica.

Unos gritos sacaron a Bruna de su ensimismamiento. A poca distancia, en la entrada del Mercado de Salud, se estaba produciendo un pequeño alboroto. La detective se acercó para ver qué ocurría: dos jóvenes humanos grandes, fuertes y desagradables, uno blanco y otro negro, con los cráneos rapados a rayas típicos de los matones supremacistas, estaban dando empujones y manotazos a una persona-anuncio. Se la lanzaban el uno al otro y la insultaban, jugando con ella y con su humillación.

—¡Cállate de una vez, loro! ¡Nos tienes hartos con tu publicidad!

—No puedo apagarlo —gimoteaba la víctima.

—No puedo apagarlo, no puedo apagarlo... ¿No sabes decir otra cosa, vieja sucia? La vieja asquerosa, la mendiga esta... ¡pues métete en un agujero para que no te oiga!

La persona-anuncio era la mujer de Texaco-Repsol que paraba a veces en el bar de Oli, pero aun antes de reconocerla Bruna ya estaba galvanizada por un torrente de hormonas, ya estaba tensa y vibrante desde la cabeza hasta los pies, ya estaba preparada para el enfrentamiento e investida de esa maravillosa y clara calma de diseño, de esa ardiente frialdad que la poseía en situaciones de tensión. En dos firmes zancadas se interpuso entre los gamberros, de modo que recibió en sus brazos el cuerpo desmadejado de la mujer cuando uno de los matones se la arrojaba al otro.

—Se acabó el juego —dijo suavemente.

Y, con delicadeza, alzó a la temblorosa víctima, la apartó un par de metros y la sentó en el suelo, junto a la pared. «Energía limpia para todos, poder renovable para un futuro feliz...», gorjeaba la pantalla del pecho de la mujer. Bruna se volvió para encarar a los agresores, que no habían atinado a reaccionar ante la rapidez de movimientos de la detective.

—¡Vaya! Esto se está poniendo cada vez más divertido... ¡Un rep! ¿De qué probeta te has perdido, monstruo de laboratorio? —siseó el negro con los rasgos retorcidos por la furia.

Los dos tipos se balanceaban nerviosamente sobre los pies, con los brazos rígidos separados del cuerpo. Era la típica danza animal, el bailoteo primordial de ataque y defensa. Bruna, en cambio, permanecía quieta y aparentemente relajada.

—¡Para qué te metes, monstruo! ¿Eh? ¡Quién te ha dicho que un monstruo genético tiene permiso para hablarnos! —siguió escupiendo el hombre de color, que parecía ser el que tenía el mando.

—Jardo, espera... Me parece que es un rep de combate —susurró el otro.

—¡Por mí como si es una puta hormonada! —desafió el líder.

Y, sacando una noqueadora eléctrica del bolsillo, se abalanzó sobre Bruna dispuesto a freírla. Fue rápido, pero no lo suficiente. Y además, pensó tranquilamente la androide mientras se echaba a un lado y desarmaba al matón golpeándole el brazo con el canto de la mano, había perdido unas milésimas de segundo importantísimas por entretenerse en sacar la noqueadora justo cuando hubiera tenido que estar totalmente concentrado en el ataque. Había sido una decisión muy torpe, dictaminó mientras giraba sobre sí misma y, lanzando la pierna hacia atrás, clavaba su talón en los genitales del tipo. Que se derrumbó boqueando sin aire. El otro, como Bruna había previsto, ya había salido huyendo.

La detective se acercó a la mujer de Texaco-Repsol, que todavía seguía acurrucada contra la pared y tiritando.

—Tranquila. Ya pasó todo.

—Gracias... Muchas gracias... Yo te... te conozco —balbució la mujer-anuncio.

—Sí. Nos conocemos. Del bar de Oli.

Bruna le ayudó a ponerse en pie. Estaban rodeados por un pequeño círculo de curiosos, todos humanos. Y algunos parecían mirarla con temor. A ella. Por todos los demonios, deberían estarle agradecidos. A quien tendrían que temer era a ese matón de mierda que seguía lloriqueando encogido en el suelo, pero no, quien les amedrentaba era el rep, el diferente, el maldito monstruo de laboratorio.

—Se acabó el espectáculo —gruñó.

El grupo se disolvió dócilmente.

—¿Estás bien? —preguntó a la mujer-anuncio.

—Sí... sólo un poco... nerviosa.

—¡Gracias, querido consumidor! Entre todos hemos conseguido la felicidad de las familias —dijo la pantalla publicitaria.

—Me llamo RoyRoy...

—Y yo Bruna Husky.

La mujer-anuncio debía de tener poco más de sesenta años, pero se la veía marchita y avejentada. Y además no mostraba ningún rastro de cirugía estética, o sea que sin duda era muy pobre. Su rostro seguía lívido y la boca le temblaba. Era la imagen misma de la indefensión.

—RoyRoy, ¿qué te parece si nos vamos al bar de Oli? A tomar algo, a tranquilizarnos y a reponernos... Por lo menos sabemos que allí las dos somos bienvenidas...

Tomaron un taxi hasta el bar porque la mujer estaba aún demasiado turbada para caminar. Cuando entraron en el local, la gorda Oliar enseguida detectó problemas: poseía una intuición empática endiablada.

—¿Qué ha pasado, Husky? Venid, poneros en ese rincón, que estaréis tranquilas... Ahí, junto a tu amigo Yiannis.

El viejo archivero estaba al fondo de la barra, en efecto, y se alegró de ver a Bruna; no sabía nada de ella desde el día anterior, cuando la había despertado para comunicarle la muerte de Chi. La rep le explicó lo sucedido. Oli, que les había servido dos cervezas y un plato de patatas fritas y luego se había quedado desparramada por encima del mostrador escuchando la historia, torció su luminosa cara de color café con leche y dictaminó:

—Ese negro de mierda... Debería acordarse de que hace siglo y medio nosotros éramos los linchados y los perseguidos. Pero los renegados son siempre los peores.

—Empieza a preocuparme lo del supremacismo —rumió Yiannis—. En el archivo también estoy encontrando últimamente unas frases terribles...

—Que corregirás, supongo...

—Para eso me pagan.

—¡Texaco-Repsol, siempre a la vanguardia del bienestar social!

Bruna y Yiannis intercambiaron una mirada. Era difícil mantener una conversación tranquila teniendo entre medias el parloteo constante de los mensajes publicitarios. RoyRoy percibió el gesto y se levantó del taburete sofocada.

—Lo siento. Sé que es una tortura. No quiero daros más la lata... Demasiado habéis hecho...

—Pero qué dices, mujer, siéntate...

—No, no, de verdad. No me sentiría cómoda quedándome... Muchas gracias, Bruna. Muchísimas gracias. No lo olvidaré. Creo que me voy a dormir... cogeré ahora mis nueve horas. Necesito descansar. Dejadme... dejadme que os invite...

—Hoy invita la casa —gruñó Oli.

—Ah... Pues de nuevo gracias. Hoy tengo que agradeceros a todos demasiadas cosas, me parece...

Y sonrió desteñidamente.

Yiannis y Bruna la siguieron con la mirada mientras se marchaba. Un pajarito emparedado entre las pantallas.

—Tiene una de las miradas más tristes que he visto en mi vida —murmuró el archivero.

Cierto. La tenía. La rep bostezó. Se sentía súbitamente agotada. Siempre le sucedía, después de meterse un caramelo. El cóctel de neuropéptidos y alcohol debía de ser un mazazo para el cuerpo. Además, sólo se había tomado una cerveza en todo el día, la que acababa de servirle Oliar. Y eso estaba bien. Quería seguir así, y para ello lo mejor era retirarse.

—Me parece que yo también me voy a casa, Yiannis. Estoy muerta.

Se encontraba tan cansada que volvió a coger un taxi, aunque temía malacostumbrarse a ese derroche. Llegó en cinco minutos, pagó y se bajó. La calle estaba llena de gente: era sábado y la noche acababa de empezar. Pero Bruna sólo podía pensar en su cama. En tomarse un vaso de leche con cacao y dormir. Abrió su portal con la huella del dedo y estaba empujando la puerta para entrar cuando un extraño impulso le hizo echar un vistazo hacia la derecha. Y ahí estaba él, a unos cinco metros, arrimado a la pared, con los hombros caídos. El alien, el omaá, el bicho verdoso. Ahí estaba esperándola como un perro abandonado y anhelante, un perro enorme con una camiseta demasiado pequeña. Bruna cerró los ojos y tomó aire. No es mi problema, se dijo. Y entró en el edificio sin volver a mirarle.

 

La puerta de Cata Caín estaba todavía sellada por un cordón policial, aunque Bruna supuso que simplemente se habían olvidado de quitarlo. Habían pasado ya nueve días desde la muerte de la rep y los precintos nunca duraban tanto. Lo único que indicaba su permanencia era la extrema soledad de Caín: nadie había querido entrar en la casa después de su muerte, nadie se había interesado por sus cosas, seguramente no había nadie que la recordara. Ni siquiera lo habían hecho los policías que hubieran debido levantar el sello. Una vida breve y miserable.

Bruna interrumpió fácilmente el cordón electrónico con una pinza de espejo y abrió la puerta con un descodificador de claves. La detective poseía una buena colección de pequeños aparatos fraudulentos que servían para anular alarmas, borrar rastros y descifrar códigos, siempre y cuando no se tratara de unos sistemas de seguridad muy sofisticados. En este caso la cerradura era la más convencional y barata del mercado y no tardó nada. Miró a ambos lados del pasillo antes de entrar: eran las 16:00 horas del domingo y reinaba la tranquilidad en el edificio. La rep ya había estado en casa de Caín el mismo día que se sacó el ojo, acompañada por uno de los conserjes. Pero estonces sólo exploró el lugar superficialmente en busca de los datos básicos de la víctima. Ahora, en cambio, quería hacer un examen mucho más minucioso: necesitaba saber por qué en la mema de Cata estaba programado su propio asesinato. No sabía bien qué buscaba, pero sí sabía la manera de mirar. A la detective se le daban bien los registros: de alguna manera era como si los indicios saltaran por sí mismos ante sus ojos.

El apartamento de Caín era idéntico al suyo, sólo que invertido y además en la primera planta en vez de la séptima. Bruna lo recordaba impersonal, vacío y polvoriento, y su primera impresión al volver a entrar ahora, nueve días después, confirmó su recuerdo: seguía siendo un lugar tristísimo. El ventanal tenía la persiana bajada casi por completo y la habitación estaba sumida en una penumbra sucia y quieta que parecía tener algo mortuorio.

—Casa, levantar persiana —pidió Bruna a la pantalla, que destellaba débilmente en la oscuridad.

Pero el ordenador no respondió: obviamente no la reconoció como voz autorizada. De modo que la rep cruzó la sala para utilizar el mando manual, y enseguida percibió algo anormal. Alzó apresuradamente la celosía y se volvió a contemplar el cuarto: estaba todo revuelto. Era imposible que la policía lo hubiera dejado así; desde que, un par de años atrás, el Estado había sido condenado a pagar dos millones de gaias por el famoso escándalo del caso John Gonzo, los agentes seguían férreas instrucciones de pulcritud. De modo que alguien había estado rebuscando por allí antes que ella. Quieta en medio de la sala, Bruna miró a su alrededor con atención. Era un desorden muy extraño. Por todas partes se veían restos de ropa, probablemente sacada del armario de Caín y luego desgarrada y convertida en harapos. Un pico de la alfombra había sido arrancado y no estaba a la vista, de manera que tal vez se lo hubieran llevado. ¿Para qué se podían necesitar dos palmos de una alfombra barata? ¿Para metérselos en la boca a alguien y asfixiarlo? Sobre la mesa, un cojín destripado y sin el relleno. ¿Se lo habrían llevado junto con la alfombra? Dos cajones estaban sacados de sus guías y los contenidos esparcidos por el suelo y hechos trizas, pero había otros tres cajones cerrados. Se acercó y los miró: el interior estaba bien ordenado, de modo que probablemente no habían sido abiertos. Quienquiera que fuese el que había venido, había debido de encontrar lo que buscaba.

La rep husmeó un poco en los cajones intactos. Fotos de familia, lazos de colores, collares baratos, diarios adolescentes de papel. Toda la parafernalia de los recuerdos falsos. Caín los tenía guardados fuera de la vista... pero no se había deshecho de ellos.

Un inconfundible estrépito de vidrios rotos se escuchó muy cerca. Bruna se volvió de un brinco y apoyó la espalda contra la pared para estar protegida por detrás. Luego se quedó muy quieta. Había sido en el dormitorio. O quizá en el cuarto de baño. Pasaron los segundos lentamente mientras el silencio se estiraba como un chicle. La rep estaba a punto de decidir que había sido una falsa alarma cuando su aguzado oído volvió a percibir algo: un rumor furtivo, un pequeño tintineo cristalino. Algo se movía en el dormitorio. Había alguien ahí. Entonces comprendió que, si quedaban cajones sin abrir, era porque había sorprendido al intruso en plena faena.

Bruna se acercó sigilosamente a la puerta del dormitorio, echando de menos su pistola de plasma. Al pasar junto a la zona de la cocina agarró un cuchillo que había en la encimera: no era más que un pequeño cubierto de mesa, pero ella era capaz de hacer mucho con eso. Oteó desde el umbral: la cama deshecha, los armarios medio abiertos. La hoja de la ventana estaba entornada: por ahí debía de haber entrado el fisgón. Y era probable que también acabara de irse por ahí. La detective aguantó la respiración un instante para concentrarse por completo en los sonidos... y volvió a percibir un roce levísimo al otro lado de la cama, junto a los armarios. No, no se había marchado. Seguía ahí.

En décimas de segundo, con extraordinaria y calmosa lucidez, Bruna sopesó todos sus posibles movimientos. Podía ir despacio, podía ir deprisa, podía dar la vuelta a la habitación, o saltar por encima del colchón, o rodar por el suelo. Incluso podía dar media vuelta e intentar irse del piso de Caín sin presentar batalla. Pero el hecho de que el intruso no la hubiera atacado hasta entonces permitía suponer que no se sentía muy seguro; era probable que no estuviera armado ni fuera muy peligroso, y por otra parte podía ser una buena fuente de información. Además, tenía que estar por fuerza tumbado en el suelo entre la cama y la pared y, sin armas, ésa era una posición muy desventajosa.

—Sé que estás ahí. Tengo una pistola —mintió Bruna—. Levántate con las manos en alto. Voy a contar hasta tres: uno...

Y, nada más decir el primer número, Bruna brincó sobre la cama y se lanzó hacia el escondite del intruso. Cayó de pie al otro lado, pero no sobre un cuerpo, como ella se pensaba, sino sobre el suelo.

—¡Por el gran Morlay!

Delante de ella, entre los restos de un espejo roto, acurrucada contra el armario, una cosa peluda la contemplaba con expresión de susto. Era un animalillo de quizá medio metro de altura, con un cuerpo parecido al de un pequeño mono, pero sin cola, barrigón y cubierto de hirsutos rizos rojos por todas partes; luego venía un cuello demasiado largo y una cabeza demasiado pequeña, triangular, de grandes ojos negros, que recordaba vagamente a la de los avestruces, sólo que velluda y con una nariz aplastada en lugar de pico. En lo alto del achatado cráneo, una cresta de pelo tieso. Tenía un aspecto desvalido y chistoso. Bruna reconoció a la criatura: era un... ¿cómo lo llamaban? Un tragón. Era un animal doméstico alienígena, ahora no recordaba de qué planeta, que se había puesto de moda como mascota. El bichejo la miraba temblando.

—¿Y tú de dónde sales? —se preguntó en voz alta.

—Cata —farfulló el animal borrosa pero reconociblemente—. Cata, Cata.

Bruna soltó el cuchillo y se dejó caer sentada sobre la cama, anonadada. Un mono que hablaba. O un avestruz que hablaba. Una cosa peluda que hablaba, en cualquier caso.

—¿Me entiendes? —preguntó al bicho desmayadamente.

—¡Cata! —repitió la cosa con su voz nasal y algo chillona.

La rep wikeó en su móvil el término tragón y en la pantalla apareció la imagen de un ser muy parecido al que tenía delante y un artículo:

BUBI (pl. bubes, colloq. Tr. tragón)

Criatura de origen omaá, el bubi es un pequeño mamífero doméstico que en los últimos años ha sido introducido en la Tierra con gran éxito, porque su adaptativa y resistente constitución permite que sea criado fácilmente en nuestro planeta y porque resulta ideal como mascota. Es una especie heterosexual y carece de dimorfismo: macho y hembra son idénticos en todo salvo en el aparato genital, y aun éste es difícil de distinguir externamente. El bubi adulto pesa unos diez kilos y puede vivir hasta veinte años. Es un animal limpio, fácil de educar, pacífico, afectuoso con su dueño y capaz de articular palabras gracias a un rudimentario aparato fonador. La mayoría de los científicos consideran que el habla del bubi no es más que un reflejo imitativo semejante al de los loros terrícolas. Algunos zoólogos, sin embargo, aseguran que estas criaturas poseen una elevada inteligencia, casi comparable a la de los chimpancés, y que en sus manifestaciones verbales hay una intencionalidad expresiva. El bubi es omnívoro y muy voraz. Se alimenta fundamentalmente de insectos, vegetales y cereales ricos en fibra, pero si tiene hambre puede comer casi de todo, en especial trapos y cartones. Ese roer constante le ha ganado en la Tierra el apodo coloquial de tragón. Diversas asociaciones animalistas han presentado recursos legales, tanto regionales como planetarios, pidiendo que los bubes tengan la misma consideración taxonómica que nuestros grandes simios, y que, por lo tanto, sean reconocidos como sintientes.

Luego venían varios artículos más con detalles anatómicos y etológicos, pero Bruna se los saltó. Volvió a mirar al animal. Seguía temblando.