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Madrid, 22 enero 2109, 11:06

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Tierras Flotantes

Etiquetas: Historia de la Ciencia, Culto Labárico, aristopopulismo, Plagas, Guerras Robóticas, acuerdos bilaterales, Segunda Guerra Fría.

#63-025

Artículo en edición

Las Tierras Flotantes actualmente existentes son el Estado Democrático del Cosmos y el Reino de Labari. Estas dos gigantescas estructuras artificiales mantienen órbitas fijas con respecto a la Tierra y son verdaderos mundos dotados de una plena autonomía. Aunque por razones estratégicas tanto Cosmos como Labari cultivan una críptica política de ocultación de datos, se supone que en cada una de las Tierras Flotantes hay entre quinientos y setecientos millones de habitantes. Todos ellos humanos, porque en ambos lugares se prohíbe la residencia a tecnos y a alienígenas, lo que convierte estas Tierras en zonas indudablemente más seguras para nuestra especie.

Las primeras menciones a la eventual necesidad de construir un mundo artificial en la estratosfera que, en caso de catástrofe, pudiera albergar al menos a una parte de la Humanidad se remontan a la llamada Era Atómica, que son las décadas posteriores a la explosión, a mediados del siglo XX, de las primeras bombas de fisión nuclear sobre poblaciones civiles (Hiroshima y Nagasaki). Pero fue a lo largo del siglo XXI, con los estragos del Calentamiento Global, que elevó dos metros el nivel de los océanos e inundó un 18% de la superficie terrestre, y, sobre todo, con la alta mortandad, la desesperanza y la inseguridad causadas por las Plagas, la guerra rep y las Guerras Robóticas, cuando la idea de construir mundos alternativos en el espacio se convirtió en una necesidad social y una posibilidad real.

El Reino de Labari recibe su nombre del fundador de la Iglesia del Único Credo, el argentino Heriberto Labari (2001-2071). Podólogo de profesión, Labari nació el 11 de septiembre de 2001, fecha en que se produjo el famoso atentado de las Torres Gemelas de Nueva York, coincidencia que más tarde consideraría como prueba de su predestinación. Cuando cumplió treinta años, Labari dijo haber recibido un mensaje divino. Abandonó su empleo, fundó la Iglesia del Único Credo y se dedicó a predicar el Culto Labárico, que, según él, era la religión original y primigenia, traída a la Tierra por los extraterrestres en tiempos remotos y luego deformada y fragmentada, por ignorancia y codicia, en las diversas creencias del planeta. El Culto ofrece una mezcla sincrética de las religiones más conocidas, especialmente del cristianismo y el islamismo, así como ingredientes de los juegos de rol y de fantasía, con la evocación de un mundo medievalizante, jerárquico, sexista, esclavista y muy ritualizado. Para divulgar sus enseñanzas, Heriberto Labari escribió una veintena de novelas de ciencia ficción que pronto se hicieron muy populares: «Mis relatos fantásticos son las parábolas cristianas del siglo XXI.» Hay que tener en cuenta que la fundación de la Iglesia del Único Credo coincidió con los terribles años de las Plagas, una de las épocas más violentas y trágicas de la historia de la Humanidad, y el mensaje de Labari parecía ofrecer seguridad y una posibilidad de salvación. Cuando el profeta murió en 2071, asesinado por un fanático chií, los únicos ya sumaban cientos de millones en toda la Tierra y entre ellos había grandes fortunas, desde jeques árabes del Golfo a importantes empresarios occidentales.

Pocos años antes de su muerte, Labari había empezado a hablar de la construcción de un mundo estratosférico, no sólo para huir de una Tierra cada vez más convulsa, sino también para crear allí la sociedad perfecta, según los rígidos parámetros del Culto Labárico. Su novela póstuma, El Reino de los Puros, especificaba detalladamente cómo sería ese lugar. Labari tiene la forma de un grueso anillo o más bien de un enorme neumático. Según todos los indicios fue generado por unas bacterias semiartificiales capaces de autorreproducirse en el espacio a velocidad vertiginosa, formando una materia semiorgánica porosa, ligera, indeformable y prácticamente indestructible. Las claves de esta técnica sumamente innovadora siguen siendo un secreto. Resulta llamativo que una sociedad oficialmente antitecnológica haya sido capaz de un hallazgo científico de tal calibre, si bien es cierto que todos los procesos empleados son naturales o parecen mimetizar a la naturaleza de algún modo. Los habitantes del Reino viven dentro de las paredes del anillo; en el hueco interior, un inmenso reservorio de agua y algas liberadoras de hidrógeno proporciona la energía necesaria.

Si Labari es el resultado de una nueva religión, Cosmos es el producto de una ideología. Aunque tal vez ambas cosas vengan a ser lo mismo. Cuando se firmó en 2062 el Pacto de la Luna que puso fin a la guerra rep, sólo hubo un Estado que no lo suscribió: Rusia. Por entonces el antiguo imperio ruso estaba atravesando el peor momento de su historia. Era un país en bancarrota, asolado por las bandas y drásticamente reducido en su superficie, porque varias guerras sucesivas y enconados conflictos vecinales habían ido empequeñeciendo sus fronteras. Como eran tan pobres y estaban tan atrasados que ni siquiera disponían de centros de producción de tecnohumanos, el hecho de que no firmaran el Pacto de la Luna no alteró en absoluto la efectividad del acuerdo. Pero la negativa hizo famosa de la noche a la mañana a Amaia Elescanova, que acababa de ser elegida presidenta de esa nación en ruinas.

Elescanova (2013-2104) era la líder y fundadora del partido , Regeneración. Sostenía que todos los males del mundo eran el resultado del abandono de las utopías y de haberse rendido a los abusos del capitalismo. Aunque aseguraba que tanto el marxismo como el modelo soviético estaban obsoletos, reivindicaba la creación de un frente común revolucionario para acabar con las desigualdades del mundo. En su ensayo Minorías responsables y masas felices, piedra angular de su ideología, Elescanova proponía una sociedad gobernada por los más aptos y los más sabios, semejante a la República platónica pero reforzada por los adelantos científicos: «Incluso se podrán potenciar las cualidades óptimas de los nuevos dirigentes desde el mismo zigoto por medio de técnicas eugenésicas (...) La Ciencia y la Conciencia Social Unidas para Crear los Superhombres y las Supermujeres del Futuro ( mayúsculas en el texto original).»

El regeneracionismo o aristopopulismo, como enseguida fue denominado, prendió como la paja seca en todo el mundo, sobre todo cuando, a partir de mediados de los sesenta, diversos países empezaron a implantar el cobro del aire y los ciudadanos con menos recursos se vieron obligados a emigrar en masa a las zonas más contaminadas. Pero no fueron sólo los sectores económicamente débiles quienes adoptaron las doctrinas de Elescanova; poderosos partidos procedentes de diversos países e ideologías distintas, desde la extrema izquierda a la extrema derecha, se unieron a la líder rusa formando en 2077 el Movimiento Internacional Aristopopular (MIA), antiburgués, antirreligioso y anticapitalista, aunque, paradójicamente, el MIA dispusiera de un considerable capital.

Un movimiento así aspira naturalmente a dominar el mundo, pero tal vez la Tierra no les pareciera un lugar con demasiado futuro. Ya fuera por esto o por la noticia de que los labáricos iban a construir un reino flotante, lo cierto es que la primera decisión del MIA fue la de crear su propia plataforma extraterrestre. De hecho, se planteó una especie de feroz competición entre los únicos y los aristopopulares para ver quién finalizaba antes su proyecto, como si el ingente logro de un mundo artificial pudiera servir de reclamo publicitario para sus respectivas y antitéticas visiones de la vida. Pese a haber comenzado más tarde la carrera, fue el MIA quien ganó: el Estado Democrático del Cosmos se inauguró en 2087, mientras que los primeros súbditos del Reino de Labari no llegaron hasta 2088.

También en este caso se desconocen los detalles y los planos, pero no cabe duda de que Cosmos es una construcción técnicamente deslumbrante. Una multitud de pirámides hechas con nanofibras de carbono se unen unas a otras hasta conformar una estructura megapiramidal. El resultado es una especie de red tubular, un andamiaje del que cuelgan los edificios o núcleos de habitabilidad, comunicados por calles que discurren por el interior de los tubos. En cuanto a las fuentes de energía, parece ser que utilizan una tecnología secreta que permite sacar un alto rendimiento al viento solar.

Aunque desde la Tierra se siguió la construcción de estos mundos artificiales con creciente desconfianza y aprensión, el hecho de que ambos proyectos estuvieran impulsados por movimientos sociales multinacionales y, sobre todo, el caos y la mortandad provocados por las Guerras Robóticas (2079-2090) impidieron que se pudiera articular ninguna oposición efectiva contra la creación de estas naciones flotantes. Y, cuando por fin fueron inauguradas, millones de terrícolas desesperados intentaron ser admitidos en alguno de los dos mundos para poder huir de la tremenda desolación de la guerra. Cosmos y Labari estuvieron ausentes de los Acuerdos Globales de Casiopea, porque se niegan a otorgar a los tecnohumanos y a los alienígenas los mismos derechos que a los humanos. Sin embargo con posterioridad tanto los únicos como los aristopopulares firmaron acuerdos bilaterales con los Estados Unidos de la Tierra, aunque las relaciones nunca han sido fáciles. Esta coexistencia llena de suspicacias, secretos y tensiones ha sido bautizada por los analistas como la Segunda Guerra Fría. Por otra parte, dado que ambos mundos siguen siendo entre sí enemigos encarnizados y carecen de relaciones diplomáticas, los EUT se han visto obligados a actuar en ocasiones como una especie de intermediario extraoficial.

Por último, algunas fuentes hablan de la existencia de un tercer mundo flotante, una estructura mucho más pequeña, quizá incluso autopropulsada, más una meganave que una plataforma orbital, en donde una sociedad democrática, tolerante y libre viviría una vida razonablemente justa y feliz. Esta colectividad habría comenzado su andadura clandestina durante los años confusos de las Guerras Robóticas y desde entonces se las habría arreglado para ocultarse en el espacio. Su nombre sería Ávalon, pero todo parece indicar que se trata de una leyenda urbana.

 

Lo primero de lo que fue consciente, como siempre, fue del punzante latido de las sienes. La resaca barrenando su cabeza con un tornillo de fuego.

Luego percibió una claridad rojiza a través de la membrana de sus párpados. Unos párpados que todavía pesaban demasiado para animarse a levantarlos. Pero esa claridad parecía indicar que había mucha luz. Tal vez fuera de día.

Latigazos de dolor le cruzaban la frente. Pensar era un martirio.

Sin embargo, Bruna se esforzó en pensar. Y en recordar. Un agujero negro parecía tragarse su más reciente pasado, pero al otro lado de ese gran vacío la rep empezó a recuperar entrecortadas imágenes de la noche anterior, paisajes entrevistos a través de una niebla. Locales ruidosos y llenos de gente. Pistas de baile abarrotadas. Previamente a eso, el Anatómico Forense. El cadáver de Chi. La calle, la luna. Y ella metiéndose bajo la lengua un caramelo. De nuevo entrevió un barullo de bares. Un tipo sin rostro que la invitaba a una copa. Las pantallas públicas parloteando contra el cielo negro. Un grupo de músicos tocando. Una mano que subía por su espalda. Se estremeció, y eso hizo que tomara conciencia del resto de su cuerpo, además de la omnipresente y retumbante cabeza. Estaba boca abajo en lo que parecía una cama. Los brazos doblados a ambos lados del tronco. La cara apoyada en la mejilla izquierda.

Bruna suspiró despacio para no soliviantar al monstruo de su jaqueca. No recordaba cómo había terminado la noche y no tenía ni idea de dónde podía estar. Detestaba despertar en casa ajena. Odiaba amanecer en un barrio desconocido y tener que mirar sus coordenadas espaciales en el móvil para saber dónde se encontraba. Palpó la sábana con su mano derecha. Le fue imposible reconocer sólo por el tacto si era su cama o no. No iba a tener más remedio que abrir los ojos. Cuatro años, tres meses y veintiún días. No: cuatro años, tres meses y veinte días.

Levantó los párpados muy lentamente, temerosa de ver. En efecto, había mucha luz. Una despiadada claridad diurna que hirió su retina. Tardó unos instantes en superar el deslumbramiento; luego reconoció la pequeña butaca de polipiel medio tapada con el gurruño de sus ropas: la falda metalizada, la chaqueta térmica. Y la camiseta tirada sobre el conocido suelo de madera sintética. Se encontraba en su propia casa. Menos mal.

La buena noticia le dio ánimos y, apoyándose en las manos, consiguió levantar el tronco. Al hacerlo, advirtió con el rabillo del ojo que, a su lado, el cobertor se abultaba sobre lo que parecía ser otra persona. No estaba sola. No todo iba a ser tan fácil, naturalmente.

La desnudez total no era la mejor manera de presentarse ante un desconocido, de manera que agarró la chaqueta de la cercana butaca y se la puso con torpeza, aún sentada en la cama. Luego respiró hondo, hizo acopio de energías y se levantó. De pie junto al lecho, las sienes retumbando, miró al visitante. Que, a juzgar por el bulto, era muy grande. Un corpachón tumbado de lado, de espaldas hacia ella, completamente tapado por la sábana. Bueno, completamente no. Arriba se veían unos pelos... ásperos... y un cogote... verde.

Bruna se quedó sin respiración.

No podía ser.

No podía ser.

Se puso una mano en la cabeza para aliviar la jaqueca y sujetar el tumulto de ideas espantadas, y dio la vuelta a la cama con sigilo hasta acercarse al rostro del durmiente: la nariz ancha y plana, las cejas disparadas, la verdosa piel.

Se había acostado con un bicho.

Sintió ganas de vomitar.

Pero ¿de verdad se había acostado con un bicho? Es decir, ¿había...? El solo merodeo mental a esa idea impensable hizo que se le aflojaran las piernas. Tuvo que sentarse en la cama para no caer. Y ese movimiento despertó al alienígena.

El bicho abrió los ojos y la miró. Unos ojos color miel de expresión melancólica. Era un omaá. Frenética, Bruna intentó recordar los datos que sabía sobre los omaás. Que eran los Otros que más abundaban en la Tierra, porque además de la representación diplomática había miles de refugiados que llegaron huyendo de las guerras religiosas de su mundo. Que esos refugiados eran los alienígenas más pobres, justamente por su condición de apátridas, y eso hacía que fueran los más despreciados de entre todos los bichos. Que eran... ¿hermafroditas? ¿O ésos eran los balabíes? Maldición de maldiciones. Terror le daba a Bruna tener que ver a su compañero de cama de cuerpo entero.

Con cuidada lentitud e infinita calma, de la misma manera que un humano se movería ante un animalillo del campo para no asustarlo, el bicho se sentó en el lecho, desnudo de cintura para arriba y el resto tapado por la sábana. Ah, sí, y además éstos eran los traslúcidos, pensó Bruna con desmayada grima. Lo más inquietante de los extraterrestres era su aspecto al mismo tiempo tan humano y tan alienígena. La imposible semejanza de su biología. El omaá era grande y musculoso, una versión robusta del cuerpo de un varón, con sus brazos y sus manos y sus uñas al final de los... Bruna se detuvo a contar... de los seis dedos. Pero la cabeza, con el pelo hirsuto y las cejas tiesas, con esa nariz ancha que parecía un hocico y los ojos tristones, recordaba demasiado a la de un perro. Y luego estaba lo peor que era la piel, medio azulada, verdosa en las arrugas y, sobre todo, semitransparente, de manera que, dependiendo de los movimientos y de la luz, dejaba entrever retazos de los órganos internos, rosados atisbos de palpitantes vísceras. Por todos los demonios, ¿qué tacto tendría esa maldita cosa? No guardaba ninguna memoria de haber tocado esa piel, y, a decir verdad, tampoco quería recordarlo. ¿Y ahora qué iban a hacer? ¿Preguntarse los nombres?

El bicho sonrió tímidamente.

—Hola. Me llamo Maio.

Su voz tenía un ronco fragor de mar batiendo contra las rocas, pero se le entendía bien y su acento era más que aceptable.

—Yo... soy Bruna.

—Encantado.

Un silencio erizado de preguntas no hechas se instaló entre ellos. ¿Y ahora qué?, se dijo la rep.

—¿Te acuerdas... te acuerdas de cuando llegamos a casa anoche? —preguntó al fin.

—Sí.

—O sea que tú... Ejem, quiero decir, ¿tú te acuerdas de todo?

—Sí.

Por todos los demonios, pensó Bruna, prefiero no seguir indagando.

—Bueno, Maio, tengo que irme, lo siento. Es decir, tenemos que irnos. Ya mismo.

—Bueno —dijo el bicho con una amabilidad rayana en la dulzura.

Pero no se movía.

—Venga, que nos vamos.

—Sí, pero tengo que levantarme y vestirme. Y estoy desnudo.

Ah, sí. ¡Por supuesto! ¿Eran así de pudorosos los omaás? Aunque desde luego ella tampoco se encontraba preparada para verlo.

—Yo también me voy a vestir. Al cuarto de baño. Y mientras tanto, tú...

Bruna dejó la frase en el aire, agarró la misma ropa de la noche anterior para no entretenerse en buscar más y se encerró en el baño. Aturdida, con la cabeza todavía partida en dos por el dolor, se dio una breve ducha de vapor y luego volvió a ponerse la falda metalizada y la camiseta. Gruñó con desagrado al advertir que no tenía ropa interior a mano y al recordar lo que había hecho con el tanga la noche antes. Ahora carecer de esa prenda le molestaba muchísimo. Se mojó la cara con un pequeño chorro de su carísima agua para intentar despejarse y luego abrió la puerta sigilosamente. Frente a ella, de pie junto a la cama, modoso como un perro ansioso de complacer, aguardaba el alienígena. Debía de medir más de dos metros. Llevaba puesta una especie de falda tubular que le llegaba desde la cintura hasta la mitad de la pantorrilla. Entonces Bruna recordó que ésa era la forma de vestirse de los omaás, con esas faldas de un tejido semejante a la lana esponjosa y con colores terrosos y cálidos, ocre, vino, mostaza. Un atavío elegante, aunque la falda que usaba Maio estaba bastante raída. Pero lo peor era que, por arriba, llevaba una camiseta terrícola espantosa, de esas que se regalaban como propaganda, con un chillón dibujo en el pecho que mostraba una cerveza espumeante. Era como dos tallas más pequeña de lo necesario y le quedaba a reventar sobre el robusto tórax.

—Es para cubrirme. La camiseta. He notado que a los terrícolas no os gusta ver las transparencias de la piel en el cuerpo —dijo el alien con su voz oceánica.

Sí, claro, pensó Bruna, los omaás iban normalmente con el pecho desnudo, cruzado tan sólo por algunos correajes cuya utilidad la rep ignoraba. Tal vez se tratara de un simple adorno. En cualquier caso, con la camiseta estaba espantoso. Era como un mendigo sideral.

—Bueno. Bien. Vale. Entonces nos vamos —farfulló la detective.

Salieron del apartamento y en el camino de bajada se cruzaron con un par de vecinos. Bruna pudo ver la estupefacción de sus ojos, el miedo, la repugnancia, la curiosidad. Lo que me faltaba, pensó: además de ser rep, ahora voy con un bicho, y por añadidura un bicho con un roñoso aspecto de vagabundo. Al llegar a la calle se quedaron parados el uno frente al otro. ¿Tendría que haberle ofrecido pasar al cuarto de baño?, pensó Bruna sintiendo un arañazo de culpabilidad. ¿Y no debería haberle dado algo de desayuno? Si era un refugiado, como seguro que era, tal vez tuviera hambre. ¿Y qué comían estas criaturas? El problema era ese aire tristemente perruno del alien, esos ojos tan humanos como sólo se encuentran en los chuchos, ese maldito aspecto de animalillo abandonado, pese a la envergadura de su corpachón. Por todos los demonios, pensó Bruna, ella se había acostado con alguna gente impresentable en sus noches más locas, pero amanecer con un bicho era ya demasiado.

—Bueno. Pues adiós —dijo la rep.

Y echó a caminar sin esperar respuesta, subiéndose a la primera cinta rodante que encontró. Unos metros más allá, poco antes de que la cinta hiciera una amplia curva para doblar la esquina, no pudo resistir la tentación y miró hacia atrás. El alien seguía de pie junto al portal, contemplándola con gesto desamparado. Anda y que te zurzan, pensó Bruna. Y se dejó llevar por la cinta hasta perder al bicho de vista. Se acabó. Nunca más.

¿Y ahora adónde voy?, se preguntó. Y en ese justo momento entró una llamada en su móvil. Era el inspector Paul Lizard. Curiosamente, se dijo Bruna, todavía se acordaba del nombre del Caimán.

—Tenemos una cita dentro de veinte minutos, Husky.

—Ajá. No se me ha olvidado —mintió—. Estoy yendo para allá.

—Y entonces, ¿por qué vas en una cinta en dirección contraria?

La rep se irritó.

—Está prohibido localizar a nadie por satélite si no cuentas con su permiso para hacerlo.

—En efecto, Husky, tienes toda la razón, salvo si eres inspector de la Judicial, como yo. Yo puedo localizar a quien me dé la gana. Por cierto, vas a llegar tarde. Y si sigues avanzando en dirección contraria, tardarás aún más.

Bruna cortó el móvil con un manotazo. Tendría que ir a ver a Lizard aunque no le hiciera ninguna gracia: su licencia de detective siempre dependía de lo bien que se llevara con la policía. Saltó a la acera por encima de la barandilla de la cinta rodante y se puso a buscar un taxi. Era sábado, hacía un día precioso y la avenida de Reina Victoria, con su arbolado parquecillo central, estaba llena de niños. Eran niños ricos que paseaban a sus robots de peluche con formas animales: tigres, lobos, pequeños dinosaurios. Una nena incluso revoloteaba a dos palmos del suelo con un reactor de juguete atado a la espalda, pese al precio prohibitivo con que se penaba ese derroche de combustible y el consiguiente exceso de contaminación. Con lo que costaba una hora de vuelo de esa cría, un humano adulto podría pagarse dos años de aire limpio. Bruna estaba acostumbrada a sobrellevar las injusticias de la vida, sobre todo cuando no las sufría en carne propia, pero ese día se sentía especialmente irascible y la visión de la niña aumentó su malhumor. Se recostó en el taxi y cerró los ojos, intentando relajarse. Le seguía doliendo la cabeza y no había desayunado. Cuando llegó a la sede de la Policía Judicial, media hora más tarde, empezaba a sentirse verdaderamente hambrienta.

—Hola, Husky. Veinte minutos de retraso.

Paul Lizard llevaba una sudadera rosa. ¡Una sudadera rosa! Debía de ser su idea de la ropa informal del fin de semana.

—Tengo hambre —dijo la rep como saludo.

—¿Sí? Pues yo también. Espera.

Conectó con la cantina del edificio y pidió pizzas, salchichas con sabor a pollo, huevos fritos, panecillos calientes, fruta, queso con pipas tostadas y mucho café.

—Nos lo traerán a la sala de pruebas. Ven conmigo.

Entraron en la sala, que estaba vacía, y se sentaron en torno a la gran mesa holográfica. Paul ordenó a las luces que se atenuaran. Al otro lado del tablero, iluminado tan sólo por un lechoso resplandor que provenía de la mesa, el rostro del hombre parecía de piedra.

—Escucha, Husky... vamos a jugar a un juego. El juego de la colaboración y el intercambio. Tú me cuentas algo y yo te cuento algo. Por turnos. Y sin engañar.

Eso no te lo crees ni tú, pensó Bruna; y luego también pensó que ella tenía pocas cosas que contar. Pocas fichas que jugar.

—¿Ah, sí, Lizard? Pues yo quiero que me expliques por qué nadie habla de las memorias adulteradas. Y qué es lo que contienen esas memorias.

El hombre sonrió. Una bonita sonrisa. Un gesto inesperadamente encantador que, por un instante, pareció convertirle en otra persona. Más joven. Menos peligrosa.

—Te toca empezar a ti, naturalmente. Dime, ¿cómo crees que ha muerto tu clienta?

Bruna frunció el ceño.

—Obviamente la asesinaron. Es decir, le implantaron la memoria adulterada contra su voluntad.

—¿Cómo estás tan segura de que no lo hizo de modo voluntario?

—No me parecía una mujer que se drogara. Y además conocía lo de las memas letales, no se habría arriesgado. Sobre todo después de haber sido amenazada.

—Ah, sí. Lo de la famosa bola que apareció en su despacho. ¿Y qué había en esa bola?

—¿No lo sabes? —se sorprendió Bruna—. ¿No te la han proporcionado en el MRR?

—Habib dice que no la tiene. Que la tienes tú.

—Se la devolví ayer con un mensajero.

—Pues acabo de hablar con él y no le ha llegado. El robot ha debido de desaparecer misteriosamente por el camino. Pero tú analizaste el mensaje...

Bruna reflexionó un instante. ¿La bola se había perdido? Todo era bastante extraño.