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—Y es justamente por este desamparo que la gente siente por lo que el pueblo se está armando y asumiendo su propia defensa. Una actitud legítima y absolutamente necesaria, dado el absentismo de las autoridades... —clamaba enfáticamente Hericio desde la pantalla.

—Oli, por favor, quita eso, te lo ruego... —pidió Bruna.

La mujer bisbiseó algo a la pantalla y la imagen cambió inmediatamente a una plácida panorámica de delfines nadando en el océano.

—¿Qué pasa? ¿Te molesta escuchar las verdades? —graznó una voz nerviosa y pituda.

El silencio se extendió por el bar como un cubo de aceite derramado. Bruna siguió masticando. Sin moverse, de refilón, mirando a través de las pestañas, estudió al tipo que acababa de hablar. Un humano pequeño y bastante esmirriado. Posiblemente algo borracho. Estaba junto a ella, a cosa de un metro de distancia.

—¿Te molesta saber que estamos hartos de aguantaros? ¿Que no vamos a dejar que sigáis abusando de nosotros? Y, además, ¿qué haces tú aquí? ¿No te has dado cuenta de que eres el único monstruo?

Cierto: ella era el único rep que había en el bar. Le pegó un mordisco a otro canapé. El hombre vestía pobremente y tenía pinta de obrero manual. Cuando hablaba tensaba todo el cuerpo y se ponía de puntillas, como si quisiera parecer más grande, más amenazador. Casi sintió pena: podía tirarle al suelo de un sopapo. Pero los cementerios estaban llenos de personas demasiado confiadas en sus propias fuerzas, así que la rep analizó con cautela profesional todas las circunstancias. Primero, la salida. El tipo le bloqueaba el camino hacia la puerta, pero en el peor de los casos ella podría saltar sin problemas al otro lado del mostrador, que además le ofrecería un refugio perfecto. Lo más preocupante, por lo insensato, era que un hombrecillo así se atreviera a encararse con una rep de combate. ¿Estaría armado? ¿Tal vez una pistola de plasma? No tenía el aspecto de llevar un cacharro semejante y no le veía el arma por ningún lado. ¿O quizá no estaba solo? ¿Habría otros secuaces suyos en el bar? Hizo un rápido barrido por el local y desechó también esta posibilidad: conocía a casi todos de vista. No, era simplemente un pobre imbécil algo borracho.

—Lárgate, monstruo asqueroso. Márchate y no vuelvas. Os vamos a exterminar a todos como ratas.

Sí, desde luego lo más inquietante era que un tipejo así se sintiera lo suficientemente seguro y respaldado como para insultar a alguien como ella. Bruna no quería enfrentarse con él, no quería hacerle daño, no quería humillarlo, porque todo eso no haría sino potenciar su delirio paranoico, su furia antitecno. Prefería esperar a que se aburriera y se callara. Pero el hombrecito se iba poniendo cada vez más colorado, más furioso. Su propia rabia le iba enardeciendo. De repente dio un paso adelante y lanzó a Bruna un desmañado puñetazo que la rep no tuvo problema en esquivar. Vaya, pensó fastidiada, no voy a tener más remedio que darle ese sopapo.

No hubo necesidad. Súbitamente se materializó junto a ellos una muralla de carne. Era Oli, que había salido del mostrador y ahora abrazaba al tipo por detrás y lo levantaba en vilo como quien alza un muñeco.

—La única rata que hay aquí eres tú.

La gorda Oliar llevó al pataleante hombrecito hasta la puerta y lo arrojó a la calle.

—Como vuelva a ver tu sucio hocico por aquí, te lo parto —ladró, alzando un amenazador y rechoncho índice.

Y luego se volvió y miró a su parroquia con gesto de desafío, como quien aguarda alguna protesta. Pero nadie dijo nada y la gente incluso parecía bastante de acuerdo. Oli se relajó y una sonrisa iluminó su cara de luna mientras regresaba con paso bamboleante al mostrador. Bruna nunca la había visto fuera de la barra: era verdaderamente inmensa, colosal, aún mucho más enorme en sus extremidades inferiores que en la majestuosa opulencia que asomaba por arriba. Una diosa primitiva, una ballena humana. Tan gigantesca, de hecho, que la androide se preguntó por primera vez si no sería una mutante, si ese desaforado cúmulo de carne no sería un producto del desorden atómico.

Apenas se habían calmado dentro del local las erizadas ondas de inquietud que provoca todo incidente cuando se escuchó cierto barullo fuera. De primeras, la rep pensó que era alguna maniobra del hombrecillo recién expulsado, de modo que se acercó a la puerta del bar a ver qué pasaba. A pocos metros, una mujer pelirroja chillaba y se retorcía intentando soltarse de las garras de un par de policías fiscales, los temidos azules. Una niña pequeña de no más de seis años lo miraba todo con ojos enormes y aterrados, abrazada a un sucio conejo de peluche. Una tercera azul se acercó y la cogió de la mano. Fue un movimiento imperioso: literalmente arrancó del muñeco la manita de la niña. La cría se puso a llorar y la mujer pelirroja también, blandamente, desistiendo de golpe de su impulso de lucha, como si las lágrimas de la pequeña, sin duda su hija, hubieran sido la señal de la rendición. Los policías se las llevaron a las dos calle arriba mientras los peatones miraban de refilón, como si se tratara de una escena un poco bochornosa, algo que avergonzara contemplar directamente.

Polillas. Pobre gente —dijo Yiannis a su lado.

Bruna cabeceó, asintiendo. Casi todos los polillas tenían hijos pequeños; si se arriesgaban a vivir de modo clandestino en zonas de aire limpio que no podían pagar, era por el miedo a los daños innegables que la contaminación producía en los críos. Como las polillas, abandonaban ilegalmente sus ciudades apestosas de cielo siempre gris y venían atraídos por la luz del sol y por el oxígeno, la inmensa mayoría para quemarse, porque la policía fiscal era de una enorme eficacia. En la pobreza de sus ropas, la mujer y la niña se parecían al hombrecillo que la había insultado dentro del bar. De ese estrato de desposeídos y desesperados se nutrían el fanatismo y el especismo.

—En la primera detención, deportación y multa; si reinciden, hasta seis años de cárcel —dijo Yiannis.

—Es repugnante. Da vergüenza pertenecer a la Tierra —gruñó Bruna.

Cuncta fessa —murmuró el archivero.

—¿Cómo?

—Octavio Augusto se convirtió en el primer emperador romano porque la República le otorgó inmensos poderes. ¿Y por qué hizo eso la República, por qué se suicidó para dar paso al Imperio? Tácito lo explicaba así: Cuncta fessa. Que quiere decir: Todo el mundo está cansado. El cansancio ante la inseguridad política y social es lo que llevó a Roma a perder sus derechos y sus libertades. El miedo provoca hambre de autoritarismo en las personas. Es un pésimo consejero el miedo. Y ahora mira alrededor, Bruna: todo el mundo está asustado. Vivimos momentos críticos. Tal vez nuestro sistema democrático esté también a punto de suicidarse. A veces los pueblos deciden arrojarse al abismo.

—Un estupendo sistema democrático que envenena a los niños que no tienen dinero.

—Un asqueroso sistema democrático, sí, pero el único que existe en el Universo. Al menos, en el Universo conocido. Los omaás, los gnés y los balabíes poseen gobiernos aristocráticos o dictatoriales. En cuanto a Cosmos y Labari, son dos estados totalitarios y terribles. Nuestra democracia, con todos sus fallos, es un logro inmenso de la Humanidad, Bruna. El resultado de muchos siglos de esfuerzo y sufrimiento. Escucha, el mundo se mueve, la sociedad se mueve, y cuanto más democrática, más movilidad y más capacidad para cambiarla. En la Tierra hemos pasado un siglo atroz; la Unificación sólo fue hace catorce años; nuestro Estado es joven y complejo, el primer Estado planetario, nos estamos inventando sobre la marcha... Podemos mejorar. Pero para eso tenemos que creer en las posibilidades de la democracia, y defenderla, y trabajar para perfeccionarla. Ten confianza.

Cuatro años, tres meses y dieciocho días.

—No creo que esa niña pueda ver los cambios antes de que el aire la enferme irreversiblemente —dijo Bruna con un nudo de congoja apretándole el pecho.

Y, tras unos segundos de pesado silencio, repitió, furiosa:

—No, ella no los verá. Y yo tampoco.

 

Una hora después, la detective salió del bar y se detuvo unos instantes para otear el panorama. Había dejado de llover y el sol intentaba asomar la cabeza entre las nubes. Eran las seis de la tarde de un lunes, pero las calles estaban inusualmente vacías y las pocas personas visibles, todas humanas, caminaban demasiado deprisa. No era un día para pasear. Sobre la ciudad parecía cernirse un vago presentimiento de peligro.

La rep llamó a Habib. El atribulado rostro del hombre apareció enseguida.

—¿Cómo están las cosas por el MRR?

—Mejor, supongo. La policía cargó y ya no hay supremacistas delante de la puerta. Pero todo es un asco.

—Una pregunta, Habib: vuestros espías, ¿conocen un bar que se llama Saturno?

—Ya lo creo. Es un nido de víboras. La sede del PSH está cerca y todos los extremistas humanos se reúnen ahí. ¿Por qué?

—Por nada. Estaba pensando en cómo acercarme a Hericio, tal y como decías.

—Sí, estaría bien. Pero ten mucho cuidado. No creo que sea el mejor día para ir por allí.

—Lo sé. Ah, sí, sólo una cosa más... ¿qué le dijiste a Nabokov?

—¿Cómo?

—Cuando me la encontré, Nabokov repetía que tú le habías contado algo... «Habib me lo dijo, Habib me lo dijo...» Algo que obviamente la desazonó mucho...

El hombre alzó las cejas con gesto de desconcierto.

—No tengo ni idea de qué me hablas. No le dije nada. Creo que ni siquiera hablé con ella después de la muerte de Myriam. ¡Últimamente todo ha sido tan caótico! Estaría delirando... Al final estaba totalmente fuera de sí.

—¿Se sabe algo de su autopsia?

—Aún es pronto. Pero lo raro es que no la han llevado al Anatómico Forense. No sabemos qué ha hecho la policía con el cuerpo de Valo. Nuestros abogados van a presentar una queja formal.

—Qué extraño...

—Sí, todo es demasiado extraño en este asunto —dijo Habib con voz ahogada.

Bruna cortó la comunicación desasosegada. ¿Le habrían metido también a la moribunda Valo una memoria adulterada? ¿Un programa de comportamiento inducido que incluyera las alucinaciones, una supuesta conversación con Habib, la idea criminal de poner una bomba? ¿Fue por eso por lo que mencionó la palabra venganza? ¿Y por qué estaba ocultando su cuerpo la policía?

—¡Lárgate de Madrid, rep de mierda!

El grito insultante provenía de un coche particular que había pasado a su lado. Lo vio alejarse velozmente calle abajo y saltarse las luces de un cruce para no tener que detenerse. El conductor chillaba mucho, pero sin duda era un cobarde. O tal vez debería decirlo de otro modo: sin duda chillaba porque estaba asustado.

Bruna suspiró. Miró alrededor una vez más, buscando rastros de Lizard. No se le veía por ningún lado, pero la detective no se confió: todavía le escocía no haber advertido esa mañana que el inspector la estaba siguiendo. Claro que para él era muy fácil: en realidad bastaba con rastrear el ordenador móvil de la rep. Algo totalmente prohibido para todo el mundo, desde luego, pero por lo visto no para los inspectores de la Judicial. Menudencias legales que se saltaban alegremente. Por si acaso, la detective apagó el móvil y sacó la fuente de alimentación, que era la única manera de impedir que lo detectaran: quitar el chip de localización era un delito, y además estaba instalado de tal modo que era muy difícil llevar a cabo la operación sin destrozar el ordenador. Luego se dio una vuelta a la manzana para ver si alguien la seguía y, en efecto, creyó distinguir a una mujer joven y robusta que apestaba a policía y que debía de ser un perro de Lizard. La androide tenía varios métodos para intentar perder a una sombra y decidió usar el del metro. Como tuvo que pagar con dinero porque llevaba el móvil desconectado, la muy torpe de su perseguidora pasó por los controles de entrada mucho antes que ella y tuvo que quedarse al otro lado merodeando y disimulando malamente hasta que Bruna sacó su billete en las máquinas. Haciendo como si no se hubiera dado cuenta de su presencia, la rep se dirigió a uno de los andenes. Estaban en la estación Tres de Mayo, uno de los más complejos nudos de comunicación de la red subterránea, con cinco líneas de metro que se entrecruzaban. La androide esperó pacientemente la llegada del tren, mientras la chica robusta fingía ostentosos bostezos a unos cuantos metros de distancia (era una de las primeras cosas que te enseñaban en el Curso Elemental de Simulación: bostezar produce una instantánea sensación de ausencia de peligro en el perseguido, decía el instructor). Cuando el tren entró con un bramido de hierro en la estación, la rep subió y se instaló al final del convoy, apoyándose negligentemente contra la pequeña puerta de comunicación que había entre los vagones y que en este caso, al estar situada en el último coche, permanecía bloqueada. La de los bostezos estaba cuatro puertas más adelante. En el mismo instante que el metro se puso en marcha, Bruna sacó el descodificador de claves y en medio segundo desbloqueó el simplísimo mecanismo de la cerradura. Estaba saliendo la cola del tren de la estación cuando la rep abrió la puertecita y saltó a las vías. Procuró tirar de la hoja para que se cerrara detrás de ella, pero de todas maneras, aunque no hubiera conseguido hacerlo, para cuando la mujer policía llegara hasta el final del convoy no se atrevería a saltar desde un tren en franca aceleración. Por no hablar de la habilidad y del entrenamiento necesarios para caer bien y para no freírse con la línea de alta tensión. La androide dudaba de que un humano tuviera las aptitudes suficientes para hacerlo, salvo que fuera un humano con unas habilidades tan extraordinarias como un artista de circo.

Mientras el metro se alejaba en la oscuridad con un rebufo de aire caliente, Bruna regresó hacia la estación y subió por una escala al andén de la estación de Tres de Mayo. Una pareja de humanos de mediana edad dieron un respingo al verla emerger del túnel y emprendieron un patético trotecillo hacia la salida. La androide resopló con disgusto y se planteó la posibilidad de decirles algo: no se preocupen, no tienen por qué irse, no soy un peligro. Pero ya estaban demasiado lejos, y si se ponía a llamarles en voz alta y los seguía, lo mismo les provocaba un ataque de nervios. Tanto miedo por todas partes no podía llevar a nada bueno.

Cambió de línea, subió a otro vagón y salió del metro dos estaciones más allá. Frente a ella estaban las cúpulas de plástico multicolor del circo. No quería encender el móvil, de manera que tuvo que volver a pagar la entrada con dinero en efectivo, dando mentalmente gracias una vez más a la corrupción habitual de los gobernantes de la Tierra, que había hecho que el antediluviano papel moneda aún siguiera siendo legal y utilizado en todo el mundo, justamente por sus magníficas condiciones de anonimato e impunidad: era un dinero silencioso que no dejaba rastro de su paso, al contrario de las transacciones electrónicas.

La función estaba mediada y apenas había un cuarto de aforo. Bruna caminó de puntillas y se instaló en un lateral, lo más cerca posible de la zona de la orquesta. Era un lugar malísimo con una pésima visibilidad y todas las localidades de alrededor estaban vacías, de manera que su llegada no pasó inadvertida. En cuanto bajó el arco en una pausa de lo que estaba tocando, la violinista, que era la única mujer del grupo de seis músicos, miró a la rep con atención y luego saludó con un apenas perceptible cabeceo. Bruna respondió con un movimiento semejante y se acomodó con paciencia en el asiento. Tendría que esperar a que acabara el espectáculo. Los números se sucedían con la aburrida rutina de su falsa alegría. Era un circo mediocre, ni muy malo ni desde luego bueno, convencional y totalmente olvidable. Había un domador humano de perrifantes gnés, esos pobres animales alienígenas que tenían apariencia de galgo sin orejas, tamaño de caballo y cerebro de mosquito, pero que, ayudados por la diferencia de gravedad de la Tierra, eran capaces de dar asombrosas volteretas. Había una troupe de reps con diversos implantes biológicos; sus vientres eran pantallas de plasma y podían dibujar hologramas en el aire con las manos, esto es, con las microcámaras insertadas quirúrgicamente en la yema de los dedos. Y había el típico espectáculo sangriento de los kalinianos, una secta de chalados sadomasoquistas que copiaban rutinas de los magos del circo clásico, sólo que sin truco, porque amaban el dolor y el exhibicionismo; y así, se cortaban de verdad el cuerpo con cuchillos y atravesaban sus mejillas con largas agujas. A Bruna le parecían repugnantes, pero estaban de moda.

Los kalinianos cerraron la función. Mientras la pequeña orquesta se lanzaba a la chundarata final, a Bruna le pareció que Mirari estaba teniendo problemas para interpretar la pieza. El brazo izquierdo de la violinista era biónico y lo llevaba sin recubrir de carne sintética; era un brazo metálico y articulado como los de los robots de las ensoñaciones futuristas del siglo XX, y algo debía de estar sucediendo con ese implante, porque, cada vez que podía dejar de tocar por un instante, la mujer intentaba ajustarse la prótesis. Al fin acabó el espectáculo y se apagaron los deslavazados aplausos, y los músicos, Mirari incluida, desaparecieron rápidamente tras el escenario, para cierta sorpresa de la detective, que pensaba que al terminar la función la violinista se acercaría a hablar con ella.

Bruna saltó a la pista intentando no pisar las manchas de sangre de los kalinianos, cruzó las cortinas doradas y entró en la zona de camerinos. Encontró a Mirari en el tercer cubículo al que se asomó. Estaba golpeando furiosamente su brazo biónico con un pequeño martillo de goma.

—Mirari...

—¡Es-ta-mier-da-de-pró-te-sis...! —silabeó la mujer fuera de sí sin dejar de atizarse martillazos.

Pero enseguida, agotada y con el rostro enrojecido, tiró el martillo al suelo y se dejó caer en una silla.

—Me está bien empleado por comprarlo de segunda mano. Pero un buen brazo biónico es carísimo. Sobre todo si es de calidad profesional, como en mi caso... ¿Qué andas buscando por aquí, Husky?

—Veo que te acuerdas de mí.

—Me temo que eres bastante inolvidable.

Bruna suspiró.

—Sí, supongo que sí.

A su manera, Mirari también lo era. No sólo por la prótesis retrofuturista, sino también por su pálida piel, sus ojos negrísimos, su redonda cabeza nimbada por un pelo corto de blancura deslumbrante y tan tieso como si fuera alambre. La violinista era una especialista, una conseguidora, una experta en los mundos subterráneos. Podía falsificar todo tipo de documentos, localizar planos secretos o suministrar los aparatos más sofisticados e ilegales. Bruna había oído que sólo había dos cosas que jamás vendía: armas y drogas. Todo lo demás era negociable. Podría pensarse que su trabajo en el circo no era más que una tapadera, pero lo cierto es que la música parecía apasionarle y tocaba bien el violín, siempre que no se le enganchara el brazo biónico.

—¿Y venías por...? —volvió a decir Mirari, que poseía una de esas personalidades escuetas que detestan la menor pérdida de tiempo.

—Necesito una nueva identidad... Papeles y un pasado que resista ser investigado.

—¿Una buena investigación o algo rutinario?

—Digamos que bastante buena.

—Estamos hablando de una vigencia temporal, naturalmente...

—Naturalmente. Me bastaría con una semana.

—Clase A, entonces.

—Tiene que ser una identidad humana... Y vivir a unos cientos de kilómetros de Madrid. De mi edad. Buena posición social. Con dinero en el banco. Y si a su biografía le das un toque de supremacismo, genial. Nada muy serio, sólo una simpatía ideológica, no militante. Pero que se note que le apasionan las ideas especistas, aunque de alguna manera las haya guardado hasta ahora para su vida privada.

—Hecho. ¿Para cuándo lo quieres?

—Cuanto antes.

—Creo que podrá estar mañana. Dos mil gaias.

—También quiero un móvil no rastreable.

—Serán mil ges más.

—De acuerdo. No tengo todo ese dinero en efectivo...

—Pásamelo electrónicamente. Uso un programa que borra la huella. Aunque la salida del dinero quedará registrada en tu móvil.

—Eso no me importa. Pero llevo el ordenador apagado porque sospecho que la policía me está rastreando. No quiero encenderlo aquí. Te haré la transferencia dentro de un rato, desde la calle, si te parece bien. Y si te fías de mí.

—No necesito fiarme. Basta con no poner en marcha los encargos hasta que no reciba el dinero.

Bruna sonrió ácidamente: por supuesto, por supuesto. Había sido un comentario asombrosamente estúpido.

—Pero, por si te sirve de algo, te diré que sí, que me fío de ti —añadió la mujer.

La sonrisa de Bruna se ensanchó: la pequeña amabilidad de esa humana resultaba especialmente grata en un día marcado por el rencor entre las especies. Mirari se había agachado a recoger el martillo del suelo. Llevaba un rato abriendo y cerrando la mano biónica. Los dedos no se movían sincronizados y el anular y el medio no cerraban del todo. La violinista les dio unos golpecitos tentativos con la herramienta de goma.

—¿Cuánto cuesta una prótesis nueva como la que necesitas? —preguntó Bruna.

Mirari levantó la cabeza.

—Medio millón de ges... Más que mi violín. Y eso que es un Steiner.

—¿Un qué?

—Uno de los mejores violines del mundo... del lutier austriaco Steiner, del siglo XVII. Tengo un violín maravilloso y no tengo brazo para tocarlo —dijo con inesperada y genuina congoja.

—Pero el dinero se puede reunir...

—Sí. O robar —contestó Mirari con sequedad y una expresión de nuevo cerrada e impenetrable—. Te llamaré cuando lo tenga todo.

Bruna salió del circo y decidió regresar andando: llevaba días sin hacer ejercicio y sentía el cuerpo entumecido y los músculos ansiosos de movimiento. Había anochecido ya y chispeaba. Las aceras mojadas relucían bajo los focos y los tranvías aéreos pasaban iluminados como verbenas, atronadores y vacíos. Cuando llegó a la plaza de Tres de Mayo, que era el lugar en donde había desconectado el móvil, volvió a insertar la célula energética y encendió el aparato. Envió el dinero a Mirari y luego, tras descartar la posibilidad de acercarse al bar de Oli a cenar algo, siguió rumbo a su piso. Iba tan concentrada repasando los datos del caso que no vio venir el ataque hasta el último momento, hasta que escuchó el zumbido y adivinó un movimiento a sus espaldas. Dio un salto lateral y giró en el aire, pero no logró evitar del todo el impacto: la cadena golpeó su antebrazo derecho, que ella había levantado automáticamente como protección. Dolió, aunque eso no le impidió agarrar la cadena y tirar. El tipo que se encontraba en el otro extremo cayó al suelo. Pero no estaba solo. Con una rápida ojeada, Bruna evaluó su situación. Siete atacantes, contando al que acababa de tumbar, que ahora se estaba levantando. Cinco hombres y dos mujeres. Grandes, fuertes, en buena forma. Armados con cadenas y barras de hierro. Y lo peor: desplegados en estrella en torno a ella, tres más cercanos, cuatro un paso más atrás, cuidadosamente colocados para no dejar hueco. Una formación de ataque profesional. No iban a ser contrincantes fáciles. Decidió que intentaría romper el cerco cargando contra el rubio de los pendientes de aro: sudaba y parecía el más nervioso. Y que llevara aros para pelearse era un síntoma de bisoñez: lo primero que haría la detective sería arrancárselos de las orejas de un tirón. Bruna disponía de la cadena como arma y pensó que tenía posibilidades de escapar; pero, aun así, sin duda iba a recibir unos cuantos golpes. Era un encuentro de lo más desagradable.

Todo este análisis apenas le había llevado a la rep unos pocos segundos. El grupo entero seguía sin moverse, en esa perfecta y tensa quietud que precede a una vorágine de violencia. Y entonces una voz cortó el erizado ambiente como un cuchillo caliente corta la mantequilla.

—Policía. Tirad las armas al suelo.

Era Paul Lizard y su voz gruesa y tranquila salía de detrás de un pistolón de plasma.

—No lo voy a repetir. Soltad ahora mismo todos esos hierros.

Los sorprendidos asaltantes dejaron caer las barras y las cadenas produciendo un estruendo formidable.

—Tú también, Husky.

Bruna bufó y abrió la mano.

—¿Y ahora qué vas a hacer, tipo duro? ¿Pegarnos un tiro por la espalda? —dijo una de las mujeres, tal vez la líder del grupo.

Y, como si eso hubiera sido una señal, todos salieron corriendo, cada uno en una dirección distinta.

Lizard los vio alejarse y guardó la pistola. Miró a Bruna con sus ojos de expresión adormilada.

—Te has salvado por poco.

—Hubiera podido con ellos.

—¿De veras?

El tono de Lizard hizo que la rep se sintiera jactanciosa y ridícula.

—Sí que hubiera podido... Es decir, hubiera podido escapar... Aunque seguramente me habría llevado algunos golpes.

—Seguramente.

—Mmmm... Está bien... Gracias —dijo Bruna, y la palabra salió de su boca con explosiva dificultad, como un eructo.