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Madrid, 29 enero 2109, 15:27

Buenas tardes, Yiannis

 

SI NO ERES YIANNIS LIBEROPOULOS, ARCHIVERO CENTRAL FT711, ABANDONA INMEDIATAMENTE ESTAS PÁGINAS

 

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LA INTRUSIÓN NO AUTORIZADA ES UN DELITO PENAL QUE PUEDE SER CASTIGADO HASTA CON VEINTE AÑOS DE CÁRCEL

 

Guerras Robóticas

Etiquetas: Paz Humana, X Convención de Ginebra, minas de coltán, Crisis del Congo, Conjura Replicante, Lumbre Ras

#6B-138

Artículo en edición

Las Guerras Robóticas, que comenzaron en 2079 y terminaron en 2090 con la Paz Humana, son, junto con las Plagas, el conflicto bélico más grave que ha sufrido la Tierra. La escalada de violencia que asoló el planeta en la segunda mitad del siglo pasado propició la firma en 2079 de la X Convención de Ginebra, que, suscrita por la casi totalidad de los Estados independientes (153 de los 159 que existían por entonces), acordó sustituir los enfrentamientos bélicos tradicionales por combates de robots. Los ejércitos serían reemplazados por armas móviles y totalmente automatizadas que pelearían entre sí, a modo de gigantesco juego electrónico pero en versión real. Los artífices del tratado pensaron que de este modo se acabarían o minimizarían las carnicerías, y que las guerras podrían ser reconvertidas en una especie de pasatiempo estratégico, del mismo modo que los antiguos torneos medievales eran una versión dulcificada de los auténticos combates.

Sin embargo, las consecuencias de esta medida no pudieron ser más negativas. En primer lugar, a las pocas horas de firmarse el acuerdo estalló una guerra generalizada en casi todo el mundo, como si algunas naciones hubieran estado esperando con sus robots listos para entrar en combate (algunos politólogos, como la célebre Carmen Carlavilla en su libro Palabras mojadas, sostienen que la X Convención de Ginebra fue una simple maniobra comercial de los fabricantes de autómatas bélicos). Como los países más ricos poseían un número incomparablemente mayor de robots, los países pobres, aun habiendo firmado el tratado, jamás pensaron en respetarlo, y atacaron a los autómatas con tropas convencionales que les causaron un inmenso destrozo, dado que, siguiendo las especificaciones de Ginebra, los robots estaban castrados por un chip que les impedía dañar a los humanos. Chip que, claro está, fue removido subrepticia e ilegalmente a las pocas semanas, de modo que los vastos campos de humeante chatarra se volvieron a empapar enseguida de sangre.

El contraataque de los autómatas resultó tan descontrolado y devastador que se registraron más muertes en medio año que en todas las guerras habidas anteriormente en el mundo. A este periodo pertenece la Crisis del Congo. Como se sabe, en lo que era la antigua República Democrática del Congo se encuentra el 80% de las reservas de coltán, un mineral esencial en la fabricación de todo tipo de componentes electrónicos. La explotación de las minas de coltán llevaba un siglo siendo el origen de diversos conflictos bélicos convencionales, pero las Guerras Robóticas superaron los límites de violencia conocidos: toda la población del Congo fue exterminada, a excepción del presidente Ngé Bgé y las doscientas personas de su familia, que no se encontraban en el país cuando la masacre y que hoy en día siguen siendo copropietarios de las minas de coltán, junto con una empresa fantasma que en realidad está secretamente controlada por tecnohumanos.

 

****(¡Atención a las totalmente injustificadas y erróneas alteraciones del texto! Insisto en la urgente necesidad de una investigación interna. Archivero central FT711) ****

 

La llamada Crisis del Congo no fue el único exterminio poblacional de las Guerras Robóticas, pero sí el más importante y conocido. Las grandes potencias mundiales radicalizaron rápidamente sus posiciones en torno a esta crisis y las cláusulas de Ginebra parecieron cumplirse al fin al pie de la letra: en la soledad del devastado territorio congoleño, entre metales oxidados y amarillentos huesos, los robots se estuvieron destrozando mutuamente durante más de un año. Hasta que un día los países enterraron tácitamente la X Convención de Ginebra y volvieron a mandar tropas al frente. A partir de entonces y hasta su fin, las Guerras Robóticas se dirimieron a la vez con autómatas y con soldados, combinación fatal que provocó una espantosa mortandad. Una carnicería de la que, curiosamente, se libraron los replicantes, ya que, practicando como siempre la desobediencia civil (todos los derechos pero ningún deber), se negaron a participar en los combates. Eminentes autores como el profesor Lumbre Ras, premio Nobel de Física, han denunciado un complot androide para diezmar a los humanos. Sostienen, con abundantes pruebas documentales, que detrás del exterminio de los congoleños y de la vuelta a la guerra tradicional están los manejos subterráneos de estas criaturas artificiales, que, estrechamente unidas en una logia secreta, constituyen un verdadero poder en la sombra cuyo único fin es sojuzgar a los humanos.

 

****Memorándum de crisis ****

A la atención de la supervisora general de Zona PPK

 

Ante las gravísimas irregularidades que vengo observando en los archivos en los últimos días, y dado que mis anteriores y repetidas denuncias no han obtenido ninguna respuesta por parte de mis inmediatos superiores, he decidido recurrir al protocolo de emergencia CC/1 de la Ley General de Archivos y presentar un memorándum de crisis al responsable de zona.

Vengo registrando en la última semana numerosas y crecientes alteraciones erróneas en los textos de diversos archivos (véanse documentos adjuntos). Las alteraciones carecen de IDE (identificación electrónica; es decir, no se sabe quién las hizo, algo ya en sí mismo muy irregular), son totalmente falsas y todas constituyen una burda difamación de los tecnohumanos.

 

Dichas alteraciones están aumentando rápidamente tanto en volumen como en la brutalidad del tono y de la mentira. El presente artículo es un buen ejemplo de lo que digo. En realidad, y contra lo que sostiene la mano anónima, en las Guerras Robóticas, como en todas las guerras, murieron sobre todo tecnohumanos de combate, pues para eso se les ha fabricado, desgraciadamente. Ningún tecno se negó a luchar, al menos que se sepa; y desde luego las minas de coltán no pertenecen a ningún androide, sino a la familia Ngé y a un consorcio armamentístico muy humano que produce robots bélicos. Por añadidura, ese supuesto y eminente profesor Lumbre Ras no existe; por más que se wikee su nombre o los anales de los premios Nobel, no se obtiene ningún resultado. Así de grosera es la falsificación de los artículos.

 

Dado lo expuesto, resulta razonable sospechar que las alteraciones siguen un plan y tienen una finalidad concreta. Cuál es esa finalidad y hasta qué punto se puede tratar de una conspiración, dado el crítico momento de violencia interespecies que estamos viviendo en la Región (y no sólo en la Región: al parecer está habiendo disturbios similares en Kiev, en Nuevo Nápoles, en Ciudad del Cabo...), es algo que no me atañe analizar a mí, pero que sin duda debería ser investigado por quien corresponda con la mayor urgencia. Estoy tan seguro de la extrema gravedad de la situación que, ante el temor de una posible tardanza en reaccionar, voy a hacer algo que jamás he hecho en los cuarenta años que llevo de archivero: voy a retener el artículo en mi casillero, en vez de devolverlo a edición, y además voy a enviarme una copia del mismo, y de este memorándum, a mi ordenador personal.

 

Se despide atentamente a la espera de una rápida respuesta,

 

Yiannis Liberopoulos, archivero central FT711

 

La despertó un sabroso olor a café y tostadas. Abrió los ojos y tuvo que cerrarlos inmediatamente, cegada por el hiriente resplandor de la nieve. Pero esa brevísima ojeada le bastó para colocar el mundo en su lugar. Estaba en casa de Lizard. Había pasado la noche allí. El inspector la había sedado. Pero no parecía que la hubiera matado. Bruna sonrió ante la tontería que acababa de pensar y volvió a levantar los párpados cautelosamente.

—Llevas durmiendo doce horas. Ya empezaba a estar preocupado.

Lizard se afanaba de acá para allá haciendo gala de una energía agotadora.

—Tengo que irme a la Brigada. Quédate todo el tiempo que quieras. Te he autorizado en el ordenador. Puedes entrar y salir de casa y pedirle a la pantalla lo que necesites.

—Bueno, supongo que sólo podré pedir algunas cosas... —murmuró ella con la boca pastosa.

—Evidentemente... Darte una ducha, comer algo... Te he dado una autorización básica doméstica. No querrás que te abra mi vida por completo de la noche a la mañana...

Paul hablaba con un tono risueño, pero Bruna enrojeció.

—Yo no quiero nada —gruñó.

Al otro lado de las ventanas el mundo estaba envuelto en un quieto y rechinante manto blanco.

—Anoche me drogaste.

—¿Cómo?

—Me diste un somnífero sin yo saberlo.

—Me parece que te vino muy bien.

—No vuelvas a hacerlo.

Lizard se encogió de hombros con cierto fastidio.

—Descuida, no lo haré... Y de nada, ¿eh? De nada. No hace falta que me abrumes con tu gratitud —añadió sarcástico.

Se embutió dentro de un enorme abrigo polar con capucha y abrió la puerta para irse.

—¡Lizard!

El inspector se detuvo un instante en el umbral.

—Esa... esa historia de Maitena y de tu infancia, ¿es verdad?

—¿Por qué iba a mentirte? —respondió Paul sin volverse.

Luego le lanzó una ojeada sobre el hombro derecho.

—Por cierto, hablando de mentiras... Anoche y esta mañana te han estado llamando insistentemente al otro móvil... Ya sabes cuál te digo... el ilegal.

Dicho lo cual, se marchó.

El Caimán siempre conseguía sobresaltarla.

Cuando llegó al hospital, Bruna había conseguido quitarse subrepticiamente el móvil de Mirari, que solía llevar pegado al estómago, y, tras enrollar la fina lámina traslúcida, la había escondido dentro de un bolsillo interior de su mochila. Sin embargo ahora el ordenador móvil estaba extendido sobre la mesa, junto a ella. Lo agarró de un manotazo: en efecto había seis llamadas perdidas de Serra, el lugarteniente de Hericio. Hizo un esfuerzo de concentración para introducirse en el personaje de Annie Heart y pulsó el número del supremacista. La desagradable cara del hombre llenó la pantalla. Parecía suspicaz e irritado.

—¿Dónde te has metido? —ladró.

—No es asunto tuyo.

—Claro que lo es. Eres demasiado misteriosa, guapa. De repente apareces de la nada, de repente desapareces... Y además estoy harto de no verte. Todo ese asunto del móvil no rastreable, de la falta de imagen cuando hablamos... Empiezo a pensar que ocultas algo... Y si lo haces, te aseguro que te vas a arrepentir.

Bruna tomó aire.

—Dejemos claras unas cuantas cosas: primero, ésos no son modos de tratar a un posible donante. Segundo: todavía no estoy segura de que quiera daros el dinero. Tercero: no se te ocurra volver a amenazarme o no sabrás más de mí. Llámame cuando sepas cuándo y dónde me veré con Hericio —dijo en tono gélido.

Y cortó la comunicación. Aguardó durante dos larguísimos minutos con los ojos fijos en la pantalla. Al fin la letras azulosas se encendieron: «A las 16:00 en el bar de tu hotel.» ¡Bien! Seguro que el Permiso de Financiación no les había dado el resultado previsto, se dijo la rep: parecían seguir ansiosos por llenar las arcas. Sin duda la recogerían en el bar del hotel para llevarla a algún lado. Perfectamente. No eran más que las 10:00. Había tiempo de sobra.

Bruna se tanteó las costillas: seguían doliendo, pero menos. El regenerador óseo que le habían infiltrado en el hospital parecía estar funcionando. Apartó la manta y se puso en pie con mucho cuidado. En realidad, y teniendo en cuenta la reciente paliza, se encontraba bastante bien. En el gran espejo de la pared comprobó que seguía llevando la ropa del día anterior, desgarrada, manchada de sangre y demasiado liviana para el frío que debía de estar haciendo fuera. Abrió los cierres y la dejó caer: tenía el cuerpo cruzado por las marcas de los golpes. Un mapa a todo color de la paliza. Los moretones subían como una enredadera hasta su rostro, y además llevaba una venda medicada cubriendo la herida de la muñeca. Si iba a ver a Hericio, tal vez tuviera que maquillar y disimular todo eso.

Todavía desnuda caminó hacia la zona de la cocina. Tenía un hambre de ogro y el olor a café y tostadas que Lizard había dejado en el ambiente le llenaba la boca de saliva anticipatoria.

—Pantalla, soy Bruna —ordenó.

—Dispongo de autorización para dos Brunas. Por favor, dime tu segundo nombre —contestó la suave voz femenina del ordenador.

La rep se picó: ¿Cómo que dos Brunas? ¿O sea que el lagarto Lizard se pasaba la vida trayendo mujeres a dormir a su casa?

—Soy Bruna Husky —gruñó.

—Bienvenida, Bruna Husky. ¿En qué puedo ayudarte?

La rep pidió un desayuno gigantesco y lo devoró mientras seguía rumiando su malhumor. Luego tomó una ducha de vapor y saqueó el armario de Lizard para vestirse con ropa de abrigo, disfrutando vagamente con la sensación de que por fin algo le quedara enorme: estaba acostumbrada a tener que llevar siempre los pantalones demasiado cortos y las espinillas al aire. Había abierto la puerta y salía ya del piso cuando, en un súbito arranque, volvió a entrar.

—Pantalla, soy Ingrid —dijo, forzando la voz para que sonara más aguda.

Era un nombre que se había puesto de moda unas cuantas décadas atrás y había una ridícula cantidad de Ingrids pululando por ahí: tal vez Lizard tuviera autorizada a alguna. En fin, sólo era por comprobar la facilidad con que el hombre concedía sus privilegios domésticos.

—No eres Ingrid. Eres Bruna Husky. ¿En qué puedo ayudarte? —contestó la voz electrónica con impertérrita amabilidad.

Los ordenadores de última generación eran bichos peliagudos de engañar.

Salió a un Madrid escarchado que parecía estar envuelto en encaje blanco. Apenas circulaban coches y la mitad de las cintas rodantes no funcionaban, a pesar de las cuadrillas de operarios que intentaban descongelarlas con pistolas de vapor. El suelo estaba crujiente y resbaladizo incluso para ella, que tenía reforzados genéticamente el sentido del equilibrio y la coordinación motora. Aquí y allá, los humanos carentes de esas mejoras se pegaban unas culadas estrepitosas: ése también podía ser otro de sus motivos para odiar a los reps, se dijo la androide ácidamente. La abultada ropa térmica y las grandes capuchas tenían la ventaja de unificar a las personas, y aún más si llevaban, como ella, gafas oscuras para mitigar el resplandor. Era prácticamente imposible reconocer qué tipo de sintiente era cada cual, lo que suponía un alivio porque las pantallas públicas seguían hirviendo de odio pese al frío reinante y por todas partes se hablaba de una inminente crisis dentro del Gobierno Regional. El metro circulaba normalmente pero debía de estar atiborrado, y a Bruna no le apeteció confinarse en un pequeño espacio con una horda de humanos furibundos, de manera que decidió ir andando hasta el hotel Majestic. Los termómetros marcaban menos veintitrés grados. No era de extrañar que hubiera tan poca gente caminando y que los operarios de las cintas rodantes parecieran moverse con irreal lentitud de astronautas en gravedad cero, abultados y entorpecidos como iban por capas y más capas de baratos tejidos térmicos. Pero el cielo era una laca china de color azul intenso y contrastaba maravillosamente con el blanco todavía impoluto de la nieve recién caída. No había nada de viento y el frío era una presencia quieta y colosal. Bruna empezó a disfrutar del paseo.

¿Por qué no la habían matado los asesinos del memorista pirata? Habían tenido la posibilidad de hacerlo, desde luego. Y, si no la querían matar, ¿por qué la habían agredido? Hubieran podido irse sin dificultad y sin haber sido vistos, ¿para qué arriesgarse en atacarla? ¿Querían darle un susto? ¿Pretendían herirla con la suficiente gravedad como para quitarla de en medio? ¿O lo hicieron tal vez para robarle el arma? Esta posibilidad resultaba inquietante: tendría que atreverse a preguntar a Lizard si había encontrado su pistola de plasma.

Por otra parte, ¿quién sabía que ella iba a ver al memorista asesinado? Por supuesto, Pablo Nopal. Pero le parecía absurdo e innecesariamente alambicado montar todo ese escenario, arreglarle una cita con el memorista pirata, prestarle su propia casa, asesinar al tipo mientras ella estaba presente y después darle también a ella una paliza. No le parecía lógico que Nopal hubiera ideado ese guión complicadísimo, cuando seguramente podría haber llevado a cabo su plan en otras ocasiones y de manera mucho más sencilla... O quizá no. ¿Y si el pirata no se fiaba de él? ¿Y si Nopal le hizo venir a su casa usándola a ella como cebo? ¿Y si el ataque posterior que había sufrido ella no era más que una cortina de humo para emborronar el asesinato? Y, a fin de cuentas, ¿no era Nopal un especialista en escribir guiones complicados? Además de ser también un experto asesino, según Lizard.

Pero tampoco Paul estaba fuera de sospecha, ese Paul inquietante que aparecía y desaparecía siempre en los momentos más oportunos. Ese gigante impenetrable que ya le había salvado dos veces de unos enigmáticos atacantes. Dos veces en menos de una semana. Demasiada coincidencia, diría el memorista. Por no mencionar su rara amabilidad, las propuestas de colaboración, la amistad no pedida que parecía ofrecerle. ¿Y por qué la drogó la noche anterior? ¿Qué hizo durante las horas que ella estuvo durmiendo? Sin duda, revisar sus pertenencias: así debía de haber encontrado el móvil de Mirari. ¿Habría ido a registrar también su casa? ¿Y quizá incluso los cuartos del hotel? ¿Sabría el hurón Lizard de la existencia de Annie Heart, de su trabajo de astilla, de las habitaciones que había alquilado en el Majestic? La policía también estaba infiltrada, había dicho Myriam Chi. Y tenía que estarlo, desde luego. Ésta era una operación de gigantesco calado.

Cuatro años, tres meses y trece días. Pensar en la posible o incluso probable traición del inspector la ponía enferma. La volvía a dejar sola consigo misma, tan a solas con su tiempo limitado y su condena a muerte, tan a solas como los osos salvajes antes de que se extinguieran, como le había explicado Virginio Nissen en la última sesión. Se había acordado Bruna ahora del psicoguía porque estaba pasando cerca del Mercado de Salud en donde Nissen tenía la consulta. Movida por un impulso repentino, la rep cambió de dirección y se encaminó al mercado. Pocos metros antes de la puerta se cruzó con una humana joven que iba llorando y que la rozó al pasar con el viento caliente de su pena. Cada cual arrastrando su pequeño equipaje, como decía Yiannis.

En las galerías del mercado no había mucha gente y por lo menos un tercio de las tiendas estaban cerradas: probablemente los encargados no habían podido llegar a causa de la nieve. Sin embargo, la rep advirtió al menos dos novedades desde su última visita. La primera era que habían abierto un local de Memofree, la popular franquicia de borradores de memoria. Aunque la manipulación de la memoria era una tecnología con casi cien años de antigüedad, Memofree utilizaba la moderna y revolucionaria máquina que había inventado el turco Gay Ximen. El gran hallazgo de Ximen había consistido en abaratar los costes de tal modo que había puesto el procedimiento al alcance del gran público. «Borrado de memoria selectivo desde 300 gaias», pregonaban las letras luminosas del escaparate, aunque Bruna sabía que deshacerse de los recuerdos largos y complejos que afectaban a diversas zonas del cerebro podía llegar a costar 6.000 o 7.000 ges. «Rápido, permanente, seguro e indoloro: olvídate de los sufrimientos sin sufrir. Compatibilidad total con los tecnohumanos.» La Ximen33 llevaba ya una decena de años barriendo las cabezas de la gente y había personas adictas a la máquina que, patológicamente incapaces de soportar el menor malestar, acudían una vez al mes a extirparse pequeñas espinas de la memoria: una discusión desagradable, un amante pasajero que preferirían no haber tenido, una fiesta en la que no brillaron como esperaban. Pero también había individuos que, aunque arrastraran una piedra en el corazón, se negaban a utilizar la máquina. Como Yiannis. O como ella misma. Ella quería seguir recordando a Merlín, aunque doliera. La humana que salía llorando del mercado quizá fuera alguien que se había echado para atrás en el último instante y que había preferido continuar abrazada a su sufrimiento. Nuestra pena también es lo que somos, se dijo Bruna. «¡Funciona! 100 % garantizado.»

La otra novedad era una exposición de arte que habían montado en la planta baja del mercado. Era arte alienígena, concretamente gnés, quizá auspiciado por el médico de esa especie que tenía su consultorio en el primer piso. Los cuadros, magníficas holografías suprarrealistas, flotaban a media altura del vestíbulo central. Se trataba de unas obras enormes, de cuatro por cuatro metros o más grandes, perfecta y absolutamente negras. Rectángulos de pesada y continua oscuridad que de primeras parecían todos iguales, pero que luego, cuando te detenías a observarlos de cerca, se revelaban como sutilmente distintos, vertiginosos y arremolinados en su negrura. Eran unas tinieblas llenas de movimiento y luz, unos lienzos inquietantemente extraños. El pintor se llamaba Sulagnés y, si te fijabas bien, los negros destellos que parecían moverse dentro de los cuadros formaban y repetían incesantemente la misma frase:

 

Agg’ié nagné ‘eggins anyg g nein’yié.

 

Bruna dirigió el ojo del móvil hacia las letras y la curva pantalla que se abrazaba a su muñeca tradujo instantáneamente la sentencia:

 

Lo que hago es lo que me enseña lo que estoy buscando.

 

Hermoso, pensó la rep, impresionada por la reflexión del alienígena. Era así, era justamente así. Así era su trabajo como detective y así era la vida. Resultaba vertiginoso descubrir que la cabeza de un bicho pudiera resultar tan próxima. Vastos abismos interestelares pulverizados por el mágico poder de un pequeño pensamiento compartido.

Se arrancó de la contemplación de los cuadros con cierta pena y fue hasta la tienda de tatuajes esenciales: en realidad había decidido acercarse al mercado porque deseaba hablar con Natvel. Por fortuna, el local estaba abierto; al entrar reconoció el aroma a naranjas, la penumbra dorada, el ambiente calmo y silencioso. Todo estaba tan exactamente igual a su primera visita que parecía haber dado un salto en el tiempo. De nuevo la cortina de cuentas sonó con rumor cristalino al dejar pasar el diminuto pero recio cuerpo de la tatuadora. O del tatuador.

—Sabía que volverías —tronó Natvel con vozarrón de barítono.

Y en su bello rostro de ídolo oriental se dibujó una sonrisa muy femenina.

—¿Ah, sí?

A Bruna le caía bien el esencialista, pero sus ínfulas chamánicas la ponían nerviosa. Ahora mismo había detectado en el tono de Natvel cierta solemnidad triunfal que no auguraba nada bueno.

—Sabía que al final querrías conocer tu dibujo interior.

—Ah. Estupendo, pero...

—Sé quién eres, sé lo que eres.

—Me alegro, pero yo no quiero saberlo. No he venido por eso.

Natvel suspiró y cruzó las manos por encima de su panza. Era la imagen misma de la paciencia. Un pequeño Buda imperturbable.

—Sólo quería preguntarte algo: los tatuajes de poder labáricos, ¿están hechos con láser?

La cuestión aguijoneó a la esencialista lo suficiente como para sacarla de su impavidez.

—¡Por el aliento universal, por supuesto que no! Ningún tatuaje de energía puede usar ese instrumento chapucero.

—¿Tatuaje de energía?

—Es aquel capaz de transformar o perturbar a quien lo lleva... Signos vivos que te alteran la vida. Hay energías positivas, como el tatuaje esencial, y negativas, como la escritura de poder labárica; pero en cualquier caso está demostrado que el láser interrumpe el flujo de energía.

—Ya veo. Entonces, si alguien hace un tatuaje con láser utilizando la grafía de poder labárica...

—... sería una clara y burda imitación. Un fraude. Y el tatuaje no tendría ningún efecto.

—¿Y quién podría hacer algo así?

Natvel frunció el ceño mientras se escarbaba distraída y briosamente el oído con el índice. Luego escudriñó la punta del dedo bizqueando un poco y se limpió el cerumen en la túnica.

—Pues no mucha gente. En primer lugar, la escritura de poder labárica no se conoce. Es un secreto bien guardado. En toda mi vida yo sólo he visto dos palabras escritas con esa grafía. Una hace ya años, y no pude copiarla. Y la otra fue el nombre de Jonathan que el otro día te enseñé. De manera que, aunque todo el mundo ha oído hablar de esa escritura maligna, casi nadie sabe realmente cómo es. Pero tú reconociste los signos, ¿no?

Bruna reflexionó un segundo: desde luego. La A de venganza era exactamente igual que la A de Jonathan.

—Sí.

—Entonces es alguien que conoce ese alfabeto, y te aseguro que ése es un conocimiento muy poco común. Por otra parte, nadie en su sano juicio se dedicaría a falsificar la grafía labárica... Es una escritura feroz y poderosa y puede sucederte algo bastante malo si te metes ahí...

—Bueno, supongo que eso indica que quien lo hizo no es una persona creyente en estas... —Bruna iba a decir paparruchas, pero se contuvo sobre la marcha— en estas cosas esotéricas...

—Oh, no, da igual que creas o que no creas. Ya te he dicho que la grafía de poder es un secreto bien guardado. Si haces algo inadecuado con ella, te arriesgas a recibir una visita desagradable de los labáricos... que ya son de por sí bastante desagradables hasta en el mejor de sus momentos. ¿Por qué crees que no he metido el tatuaje de Jonathan en las pantallas públicas, por qué crees que no lo he enviado al Archivo? Como has visto, no hago de ello un misterio, no me importó mostrarte la palabra. Pero de ahí a publicarla, a revelarla oficialmente... Digamos que me cuido.

Parecía una observación sensata. De manera que tenía que tratarse de alguien o bien muy inconsciente de los riesgos, cosa improbable dado el volumen de la operación, o bien lo suficientemente poderoso como para no temer las represalias de esa especie de secta mafiosa que eran los únicos. ¿Y quién podría sentirse a salvo de ellos en la Tierra? El planeta entero estaba infestado de un pulular de esbirros y de espías procedentes de Cosmos y del Reino de Labari. Agentes dobles y triples que se aprovechaban de las debilidades del Estado terrícola, demasiado desestructurado todavía después de la Unificación y lleno de agujeros en la seguridad como todos los sistemas democráticos.

—¿De verdad no quieres saberlo? —dijo Natvel.

—¿Qué?

—¿No quieres saber quién eres?

—Sé perfectamente quién soy.

—Lo dudo.

Y Bruna, mortificada, tuvo que reconocer para su coleto que, en efecto, estaba lejos de tener las cosas claras. Pero jamás lo admitiría.

—Natvel, gracias por tu colaboración, nuevamente has sido muy amable y muy útil, pero prefiero que no me cuentes eso que dices que ves en mí.

—Tu dibujo esencial. Tu forma. Lo que eres.

—Pues eso. Me da igual. No quiero saberlo.

—Si te diera de verdad igual, no te importaría que te lo dijera. Hay una parte en ti que cree. Por eso te da miedo.

No fastidies, pensó Bruna irritada. No fastidies.

—Me tengo que ir. Muchas gracias de nuevo.

Sonrió, apenas una pequeña mueca dura, y salió de la tienda a toda prisa. A su espalda todavía escuchó las palabras de la esencialista:

—¡Esa línea que te atraviesa el cuerpo! No sólo te parte: también es una cuerda que te ata...

La puerta del local, de bisagras antiguas, golpeó con demasiada fuerza el marco al cerrarse tras Bruna. Natvel era un buen tipo, pero a la detective le ponían de los nervios los visionarios.

Salió del Mercado de Salud y se dirigió al Majestic a paso de marcha, aunque las costillas lesionadas le pinchaban un poco. El aire era tan denso y frío que parecía tener cierta consistencia material, era un aire en el que su cuerpo se abría paso como un barco a través de un mar de hielo. Iba mirando al suelo, concentrada en su camino, cuando sus oídos captaron una frase chocante:

—...y ya era hora de que cayera este gobierno que nos estaba llevando a la catástrofe...

Levantó la cabeza: era un mensaje de una pantalla pública. Todas las pantallas estaban vomitando furibundos alegatos personales contra Inmaculada Cruz, la eterna presidenta regional. Bruna activó en su móvil las últimas noticias y se enteró de que la crisis de gobierno que venía gestándose en los últimos días había estallado en mitad de la ola polar. La presidenta Cruz había dimitido y un oscuro político llamado Chem Conés había asumido provisionalmente el cargo. La detective wikeó el nombre de Conés y vio su biografía: extremista, especista, un discípulo de Hericio... Su primera disposición como presidente en funciones había sido apartar de sus cargos a todos los reps que había en el Gobierno. «Es una medida temporal, para protegerles a ellos y para protegernos nosotros; estamos investigando la existencia de una posible conspiración tecnohumana y aún no sabemos si entre nuestros compañeros de Gobierno puede haber algún implicado. Si no han hecho nada malo, no tienen por qué inquietarse; pero para aquellos que pretendan engañarnos, debo decir que llegaremos hasta las últimas consecuencias», tronaba el tipo delante de una nube de periodistas. En otras pantallas se veía a Hericio saludar triunfalmente a una multitud. «El líder del PSH es el único que puede salvarnos en estos momentos de peligro», declaraba María Lucrecia Wang, la famosa autora de novelas interactivas. «Solamente confío en Hericio», decía el futbolista Lolo Baño. La androide se estremeció: por todos los mártires reps, pero ¿qué demonios estaba pasando? De pronto el líder supremacista había pasado de ser un personaje estrafalario y marginal a convertirse en la gran esperanza blanca. Aspiró con ansiedad una honda bocanada de aire helado porque se sentía asfixiada. Tenía la angustiosa y casi física sensación de que la realidad se iba cerrando poco a poco en torno a ella como una jaula.

Entró en el hotel, pasó a la habitación de Annie y, antes de maquillarse, habló con Lizard y le explicó lo que le había dicho Natvel sobre la grafía labárica. El inspector estaba serio y taciturno; cuando terminó de narrarle su visita a la esencialista se abatió sobre ellos un largo e incómodo silencio.

—¿Y nada más? —dijo Paul al fin.

—Eso es todo lo que me contó Natvel.

—Pero tú, ¿no quieres decirme nada más?

—¿Qué quieres que te diga?

—No sé, eso lo sabrás tú... sobre el móvil ilegal, sobre lo que estás haciendo... Por ejemplo, ¿qué haces ahora en el hotel Majestic?

Bruna se sulfuró.

—Estoy harta de que me rastrees.

Paul la miró con severidad.

—Bruna, las cosas están muy mal, no sé si te das cuenta. Están muy mal en general, y están mal para ti... Hemos encontrado a Dani muerta...

—¿Dani? ¿Y quién es Dani? ¿Otra víctima rep?

El rostro de una humana apareció en la pantalla.

—¿No sabes quién es, Bruna?

Sí, lo sabía... O debería de saberlo. Esa cara le sonaba. La androide se cubrió los ojos con las manos e hizo un esfuerzo de memoria. Reconstruyó los rasgos de la mujer en la oscuridad de su cabeza y los imaginó móviles y vivos. Y entonces la reconoció. Se destapó la cara y miró a Paul.

—Es una de las personas que me atacaron la otra noche, cuando volvía a casa... Es la mujer que parecía liderar el grupo.

Paul asintió con la cabeza lentamente.

—Dani Kohn. Una activista especista. Y una niña bien. La hija de Phi Kohn Reyes, la directora general de Aguas Limpias. Una empresaria multimillonaria. Un pez gordo. Nos están breando con su muerte.

Volvieron a callarse durante un rato.

—¿Cuándo fue la última vez que la viste, Bruna?

La rep se puso en guardia. Un hervor de miedo y de ira le subió a la garganta.

—Cuando quiso partirme la cabeza aquella noche. Ésa fue la última y la única vez que he visto a esa individua. ¿Qué pregunta es ésa? ¿Qué quieres insinuar? ¿Qué es lo que estás buscando, Lizard?

—La han matado con una pequeña pistola de plasma... Con tu pistola, Bruna. Está llena de tus huellas y de tu ADN.

Bruna dejó escapar el aire que sin darse cuenta había estado conteniendo. Un sudor frío se extendió como una mancha por su espalda.

—Ah. La pistola. Es verdad. Yo tenía una pistola de plasma. Un arma ilegal, cierto. Lo confieso. Pero me la quitaron. Anoche, cuando me atacaron los asesinos del memorista. Y ahora pienso que probablemente me atacaron por eso. Para coger mi arma y poder inculparme.

Paul cabeceó apretando los labios. Una intensa emoción le endurecía los rasgos. Cólera contenida, quizá. ¿O tal vez tristeza?

—No debería haberte contado todo esto. Sospechan de ti. Sé que no disparaste a Dani porque murió esta madrugada, y a esa hora tú estabas en mi casa, dormida, sedada, conmigo...

Ese conmigo le produjo a la rep una extraña sensación en el estómago.

—Pero me ocultas cosas, Bruna. No debería fiarme de ti. Tal vez sea cierto que hay en marcha una conspiración tecno, ¿quién sabe? Desconfío por igual de humanos y de reps. Todos podemos ser igual de hijos de puta. Así que a lo mejor quieres matarme...

—O a lo mejor lo que sucede es que alguien me está tendiendo una trampa.

—Sí. Ésa sería la hipótesis más satisfactoria. Lo malo es que desconfío de las hipótesis satisfactorias. Tendemos a creérnoslas por encima de lo que nos dice la razón.

—Tal vez... tal vez sea más sencillo. Cuando me asaltaron, recuerdo haber disparado el plasma. Quizá Dani formaba parte del grupo atacante, quizá la herí en ese momento y murió horas después...

—Fue ejecutada, Bruna. Un tiro a quemarropa por detrás de la cabeza, junto a la oreja. Muerte instantánea. Y sucedió alrededor de las cinco de la mañana.

—Entonces...

—Entonces deja de mentirme y cuéntamelo todo.

¿Cómo explicarle que no se fiaba de él, cómo explicarle que en cierto sentido le tenía miedo? Y, sin embargo... Bruna tomó aire y le dijo todo lo que Lizard aún no sabía. Le habló de Annie Heart y de su cita con Hericio como quien se deja caer por una pendiente helada, aguantando el vértigo y el temor a estrellarse al llegar abajo.

—¿Quién conocía tu cita con el memorista pirata?

—Ya he pensado sobre eso... Nopal, naturalmente... Y Habib... pero no sabía ni el día ni la hora ni la dirección. Y mi amigo Yiannis, pero él está fuera de toda sospecha.

«Y tú —pensó—. Y tú también lo sabías, Lizard.»

—No hay nadie fuera de toda sospecha —gruñó el hombre.

Fue lo último que dijo antes de cortar la comunicación, y la frase dejó un poso de inquietud en la androide. De pronto se acordó de Maio. El alienígena era capaz de leerle la mente y, por consiguiente, podría haber captado lo de su cita con el memorista. Además procedía de una civilización extragaláctica... un mundo remoto al que podría retirarse sin miedo a las represalias de los esbirros labáricos. Sí, desde luego, supuestamente Maio era un exiliado político y correría peligro si regresara a su planeta, pero... ¿hasta qué punto podía creerle? Más aún, en realidad, ¿qué sabían los terrícolas sobre los bichos? ¿Y si los alienígenas estuvieran intentando atizar la violencia entre especies para desestabilizar la Tierra y así poder colonizarla, como sostenían los grupos xenófobos? Bruna se avergonzó de sus pensamientos y empujó ese miedo irracional hasta sepultarlo en el fondo de su conciencia: no parecía que la inmensa distancia que separaba los mundos fomentara una aventura colonialista. Pero seguía siendo posible que Maio estuviera implicado en alguna conjura. Por dinero, por ejemplo. Ahora que lo pensaba, ¿no resultaba sorprendente que el omaá hubiera aparecido de repente en su cama? ¿Y qué decir de su insistencia en quedarse de guardia en el portal? Por el gran Morlay, qué mundo tan paranoico, se dijo Bruna con repentino hastío: no sólo recelaba consecutivamente de todos, sino que además bastaba con que alguien la hubiera tratado con afecto para que le resultara aún más sospechoso.

Echó de menos su gran rompecabezas a medio montar: necesitaba relajarse y el puzle era la mejor manera de desconectar con rapidez. De todas formas no le sobraba mucho tiempo, así es que se maquilló con cuidado y se colocó la peluca de Annie Heart. Envuelta en el albornoz del hotel, entró a través del móvil en una tienda Express y compró un vestuario térmico para su personaje. Mientras esperaba la llegada del robot, habló con Yiannis y le mandó un mensaje a Habib: los dos estaban muy preocupados con la situación política. La ropa apenas tardó veinte minutos: las tiendas Express eran caras pero eficientes. Se vistió con un mono rosa a juego con una chaqueta acolchada que le pareció abominable, pero que seguramente la rubia Annie adoraría, y luego sacó de la caja fuerte de la habitación sus dos collares, un detalle perfeccionista que se había traído para la ocasión: nada como una joya para coronar su disfraz de chica convencional e intensa. Descartó enseguida el ligero pectoral de oro, que no casaba con la ropa térmica, y cogió la otra pieza, su preferida: un antiguo netsuke de marfil, un hombrecito sonriente con un saco sobre el hombro, que colgaba de un hilo de rubíes y pequeñas cuentas de oro. El collar formaba parte de su paquete de falsos recuerdos: supuestamente se lo había regalado su madre antes de morir. Era un objeto extraño, porque la dotación de souvenires de los tecnohumanos siempre estaba formada por objetos sencillos y comunes: juguetes infantiles, holografías, anillos baratos. Sin embargo, Bruna había llevado el netsuke a un especialista, que había certificado que era chino auténtico y de la época Ming. Una joya demasiado lujosa. Pero no era el valor económico lo que Bruna apreciaba, sino su graciosa rareza e incluso la emoción que despertaba en ella. Aun sabiendo que su madre jamás existió, no podía evitar querer al netsuke con un cariño que parecía venir de lo más hondo de su imposible infancia. De lo más hondo de sí misma. Cuando llevaba puesto al hombrecito del saco, la replicante se sentía protegida. Y necesitaba protegerse para enfrentar a ese Hericio últimamente tan agigantado. Se colocó el collar, comprobando que el broche quedaba bien cerrado, y, tras una última y satisfactoria ojeada en el espejo, bajó al bar del hotel cimbreándose en los altos tacones antideslizantes de sus coquetas botas para nieve. También rosas y horribles.

Cuando se sentó en el taburete de la barra eran las 15:40. El bar estaba vacío y el camarero revoloteó solícito hasta ella. Bruna pidió vodka con limón y una pila de sándwiches fríos que empezó a devorar a toda prisa: no quería que la entrevista con Hericio la pillara desmayada de hambre. Cuando llegó Serra, todavía le quedaba uno en el plato.

—Annie Heart la enigmática —dijo el supremacista a modo de saludo.

No se le veía muy contento.

—No me la estarás jugando, ¿verdad, Annie? No me gustaría nada que me la jugaras...

—¿Y por qué crees que te la voy a jugar? ¿Quieres un sándwich?

Serra negó con la cabeza. No le quitaba ojo.

—Mejor —dijo la rep, zampándose con deleite el emparedado. Era de queso y nueces. Lo que le hubiera gustado a Bartolo, pensó absurdamente.

—¿Qué te ha pasado?

—¿Cuándo? —farfulló con la boca llena.

—Eso. Y eso. Estás llena de cardenales.

La detective se tomó su tiempo en masticar y deglutir. Luego contestó con sequedad:

—Un accidente.

—¿Qué tipo de accidente?

—De circulación.

—¿Te atropelló un coche?

—Me atropellaron los puños de dos tecnos.

Serra la miró con atención, dubitativo pero impresionado.

—¿En serio?

—Bueno... La verdad es que yo les había dicho que se apartaran de mi paso... Que se bajaran de la cinta rodante.

—¿Y?

—No se apartaron.

—Por eso no contestabas las llamadas...

—Estaba en el hospital.

—¿Los has denunciado?

—No. ¿Para qué? Estos jueces chuparreps nunca les hacen nada. Así están las cosas, tú lo sabes. Total impunidad para los monstruos.

—¿Sabes quiénes son? Señálamelos y vas a ver adónde va a parar su impunidad —fanfarroneó Serra sacando pecho.

—No, puedes hacer por mí algo mejor que eso... Puedes proporcionarme una pistola de plasma.

—¿Una pistola? Ésas son palabras mayores.

—Pero estoy segura de que si alguien puede conseguir un arma, ése eres tú —aduló Bruna con zalamería.

El hombre apreció visiblemente el elogio y se puso gallito.

—Bueno, no sé. No es fácil.

—La necesito. Necesito esa pistola, ¿no lo ves? Un plasma pequeño, no me hace falta más. Y, naturalmente, estoy dispuesta a pagar lo que valga. ¿Vas a permitir que me vuelvan a pegar impunemente, cuando tú podrías evitarlo? La vida se está poniendo demasiado violenta y el futuro próximo promete ser peor... Todos los humanos de bien deberíamos ir armados.

Serra cabeceó afirmativamente.

—Sí. Eso es cierto. Está en nuestro programa. Reclamamos nuestro derecho a defendernos. Bueno, veré qué puedo hacer. Y ahora vámonos. Hericio te espera.

Bruna se puso en pie. Le sacaba una cabeza al lugarteniente. Colocó su mano sobre el pecho inflado del hombre.

—Pero me la tienes que conseguir ya... Me marcho mañana a Nueva Barcelona...

Y, para reforzar su petición, Bruna-Annie recostó un instante su cabeza en el cuello del tipo, aunque para ello tuvo que agacharse.

—Me vas a ayudar, ¿verdad que sí? —dijo con voz mimosa.

Serra lanzó al mundo una fatua sonrisa de superioridad.

—Sí, mujer. Quédate tranquila que tendrás tu pistolita.

Y, agarrando a Bruna del codo con aire de feliz propietario, la sacó del bar.

Lo que había que hacer para agenciarse un arma.

 

Bruna pensaba que la cita sería en algún sitio apartado y tranquilo, pero se dirigieron a la sede del PSH. Que en esos momentos no era el lugar más discreto de la ciudad, precisamente. Una muchedumbre se arremolinaba delante del portal pese al frío reinante: periodistas, policías y simpatizantes de todo tipo y condición. De repente los partidarios del supremacismo parecían haberse multiplicado a velocidad geométrica. En la acera de enfrente, una veintena de apocalípticos tocaban los tambores y anunciaban con inusitada alegría el fin del mundo. Serra se abrió paso entre la multitud con expeditivos empujones y la androide fue siguiendo su estela. Salvaron sin problemas el cordón policial y luego la línea de seguridad del partido, compuesta por muchachos muy jóvenes y muy nerviosos. Al pasar, el lugarteniente les dijo con arrogancia que se mantuvieran bien atentos; era una orden innecesaria, pero el hombre estaba disfrutando de la facilidad con que se le abrían las puertas vedadas para otros, del tumulto de espectadores que le contemplaban, de formar parte de los mandos de un partido que de la noche a la mañana se había convertido en un producto estrella. Parecía haber crecido un palmo de lo estirado que caminaba, los hombros hacia atrás, el pescuezo altivo. Por encima de sus cabezas, una de las pantallas públicas les reflejó mientras entraban: alguno de los presentes estaba mandando las imágenes. Serra se esponjó y engurruñó el ceño un poco más, interpretando ampulosamente su papel de Importante Político Muy Preocupado Por La Situación.

—Esto está que arde —comentó ya dentro del vestíbulo.

Y no pudo evitar que se le escapara una sonrisilla de conejo feliz.

Era un sórdido edificio de oficinas y el PSH estaba en la cuarta planta, en un piso grande y destartalado, con retorcidos pasillos y estrechos cubículos por todas partes. La puerta al descansillo permanecía abierta y montones de personas entraban y salían. Imperaba un ambiente de actividad caótica y frenética.

—Sígueme.

Atravesaron un dédalo de baratas mamparas correderas y espacios interiores sin ventanas iluminados por mortecinas lámparas de luz residual.

—Esto es un laberinto. Hasta ahora nos ha servido y el alquiler es barato. Pero con la dimensión que por fin está tomando esto nos tendremos que mudar a un sitio más adecuado...

Llegaron a un despacho mejor amueblado y se detuvieron ante la mesa de un chico con el pecho cruzado de correajes y dos pistolas de plasma en los sobacos. Qué descaro, pensó Bruna: qué poderosos se sienten.

—Nos está esperando —le gruñó Serra.

El chico asintió sin decir nada y pulsó la pantalla de su móvil. Una puerta blindada se abrió con un chasquido a sus espaldas.

—Ve tú sola. Cuando salgas pregunta por mí —dijo el lugarteniente.

Al otro lado de la puerta había un corto pasillo y al final una segunda hoja blindada que se desbloqueó cuando llegó junto a ella. La abrió. El despacho de Hericio era grande, rectangular, con otras dos puertas a la derecha y un gran ventanal. El hombre estaba junto a él, de pie, mirando pensativo al exterior, y la androide tuvo la sensación de que era una escena preparada para ella, de que Hericio también se estaba representando a sí mismo, como Serra, en el papel de Líder Contemplando Serenamente Su Responsabilidad Histórica. Bruna cruzó la habitación meneando ostentosamente las caderas, muy en su personalidad de Annie Destructora: puestos a actuar, se dijo, actuarían todos.

—Annie, Annie Heart... Por fin te conozco... —dijo el tipo, dándole la mano—. Ven, sentémonos ahí, estaremos más cómodos.

Se instalaron en los sillones de cuero sintético. El ventanal, observó Bruna, era fingido. No era más que una proyección en bucle continuo de una calle, semejante a las imágenes de la casa del memorista pirata... es decir, de la casa de Pablo Nopal. En realidad el despacho era como una cámara acorazada, con todas las puertas blindadas y sin aberturas al exterior. La ventana simulada, el cuero artificial y el líder falso.

—Tengo entendido que quieres hacer una donación al partido... Discúlpame que entre tan rápido en materia, pero, como verás, estoy muy ocupado. Las cosas van muy deprisa y no tengo tiempo para perder... —dijo pomposamente.

Luego se escuchó a sí mismo y quizá pensó que había sido demasiado grosero.

—Es decir, no para perder, en tu caso, sino para disfrutar, para relajarme, para departir. No tengo mucho tiempo para hablar contigo, cosa que lamento...

—Está bien, Hericio, lo entiendo. Y te agradezco que me hayas recibido en estos momentos tan complicados. Pero también tienes que entender que yo quiera asegurarme de que mi dinero va a parar al lugar adecuado.

—Puedes estar tranquila. Con el PeEfe sabrás en qué se ha gastado hasta el último de tus ges. Todo irá a parar al partido, naturalmente. Por cierto que nuestro permiso está a punto de acabarse... Tendríamos que tramitar tu contribución dentro de los próximos diez días...

—Eso no es problema y no es eso lo que me preocupa. Incluso estoy dispuesta a aportar dinero fuera de la ley... Lo que quiero saber es si el PSH se lo merece... Si tú te lo mereces...

Hericio alzó nerviosamente la barbilla con un tic colérico.

—¿Has visto a toda esa gente que hay ahí abajo? ¿En la calle? ¿Toda esa gente que nos pide que intervengamos y salvemos la situación? Mira, Annie Heart, años atrás, cuando estábamos haciendo la travesía del desierto, quizá hubiéramos necesitado desesperadamente tu apoyo... Pero hoy... Eres tú quien ha pedido verme. Si quieres participar en este proyecto trascendental, si quieres colaborar en este renacimiento de la humanidad, hazlo. Y si no, puedes marcharte tan tranquilamente por esa puerta.

El tono de voz del hombre se había ido poniendo campanudo y terminó su perorata como si fuera un mitin. Por eso la había recibido hoy y aquí, en la sede. Para impresionarla con su éxito. Era un vendedor y estaba vendiendo su partido en alza. La rep se ahuecó la melena con la mano y sonrió imperturbable.

—Pues a mí me parece que te conviene convencerme.

El aplomo de Bruna desconcertó al político. El hombre se recostó en el respaldo del sillón, juntó las yemas de los dedos como un predicador y la escrutó receloso.

—¿Se puede saber de cuánto dinero estamos hablando?

—Diez millones de ges.

Hericio dio un respingo.

—No dispones de esa cantidad, Annie.

—No es sólo mío. No se lo dije a Serra porque es una información que no debe circular y no le incumbe, pero detrás de mí hay una serie de altos profesionales y empresarios de Nueva Barcelona... Gente bastante conocida... Hemos formado un grupo supremacista de presión, un grupo clandestino porque somos partidarios de la acción directa. Estamos asqueados de los partidos tradicionales, que nos han conducido a esta situación de indignidad. Pero hemos pensado que el PSH tal vez sea distinto... Te hemos seguido, hemos escuchado lo que dices y nos ha gustado... Y al ver que pedías un PeEfe hemos pensado que era una buena oportunidad, y que eso podía indicar que planeabas algo... Aunque te diré que todavía no estamos convencidos de que seas de verdad nuestro hombre.

El rostro de Hericio era un catálogo de emociones contrapuestas: vanidad, avidez, desconfianza, excitación, temor, indecisión. Ganó la avidez.

—¿Y qué tendría que hacer para convenceros?

—Di más bien qué tendrías que haber hecho. No creemos en las palabras, sino en los actos. Así que cuéntame a qué os dedicáis de verdad en el PSH.

El hombre parecía estupefacto.

—No te entiendo.

Bruna le clavó la mirada.

—Entonces hablemos claro. En Nueva Barcelona algunos hemos pensado que el PSH ha tenido algo que ver con las muertes últimas de los replicantes... De Chi y los demás.

Ahora ganó la desconfianza. Hericio se puso tan nervioso que su voz sonó medio tono más aguda.

—¿Nos estás acusando de asesinato?

—Sólo hemos pensado que era una campaña maravillosamente hecha para azuzar el resentimiento y despertar la adormilada conciencia de la gente. Una obra de arte de la agitación social, en realidad.

—¿Tú quién eres para salir de pronto de la nada y acusarnos de algo así?

—No salgo de la nada. Me consta que me habéis investigado a conciencia. Sabéis toda mi vida. Incluso sabes el dinero que tengo en el banco, por lo que veo. Soy una profesora competente y conocida. Ahora soy yo quien te digo lo que tú dijiste antes. Si quieres, confías en mí y me demuestras que nosotros podemos confiar en ti, y entonces los diez millones serán tuyos. Pero si no quieres, me voy por esa puerta tan tranquilamente.

Hericio tragó saliva.

—No veo claro el negocio. Ni siquiera sé si dispones de verdad de todo ese dinero.

—Y yo no veo claro si estamos de verdad en la misma onda y si queremos lo mismo.

Hubo un pequeño y pesado silencio.

—Estás llena de cardenales —dijo el tipo, señalándola con el dedo.

—Son marcas de nacimiento —respondió la rep con corrosivo sarcasmo.

El hombre la miró con incredulidad y luego retomó el tema.

—¿Y qué quieres que te diga, Annie? He celebrado cada uno de los asesinatos de los reps... y sobre todo el vergonzoso final de ese engendro de Chi. Incluso me alegré, y esto lo negaré si lo repites en público, pero me alegré de la matanza de humanos que provocó esa tecno que se hizo reventar... esa Nabokov. Toda muerte es una tragedia, y más si hay niños, como en ese caso; pero esa carnicería ha sido fundamental en la concienciación de la gente, y ya se sabe que no hay revolución sin víctimas... A decir verdad, me parece un precio bastante barato si con ello nos salvamos de la degeneración social. Pero ni mi partido ni yo hemos tenido nada que ver con todo eso.

—Ya veo. Y de ahora en adelante, ¿qué pensáis hacer?

—Liderar el cambio, naturalmente. Estamos en contacto con otros grupos supremacistas en distintos puntos del planeta... Ha habido bastantes movimientos reivindicativos por el mundo en la última semana... Nada comparable con lo nuestro, pero es evidente que se está gestando una reacción global contra tanta ignominia.

—Todo eso está muy bien, pero estoy hablando de aquí y ahora... De hechos, no de palabras. Concretamente, ¿cuál va a ser vuestro siguiente paso? Porque ahora se necesita un buen golpe de efecto... El aguijón final. Por ejemplo, ahora sería perfecto que un rep asesinara a... a Chem Conés, pongamos. Chem es uno de tus discípulos, es un supremacista conocido y ahora está en primera línea de actualidad al haber asumido la presidencia en funciones de la Región. Imagínate qué magnífico acicate para la causa sería su muerte...

Un chispazo de emoción atravesó el rostro de Hericio como una línea de luz. Bruna se inclinó hacia delante y susurró:

—Nosotros te podríamos ayudar con eso. Una ayuda profesional, eficiente y segura...

Pero la luz ya se había apagado. El hombre se levantó y empezó a caminar en círculos.

—No te diré que no tengas razón. Una muerte así sería muy provechosa. Un mártir. Sí, eso es, nuestro movimiento necesita un mártir... —barbotó.

Se detuvo en medio del despacho y la miró.

—Pero no puede ser. No puede ser. Nunca participaré en algo así ni permitiré que el PSH participe. ¿Y sabes por qué, Annie Heart? ¿Sabes por qué? No por falta de temple o decisión. No por gazmoñería moralista, porque sé bien que un pequeño mal queda de sobra corregido por un bien mayor. Pero cuando haces algo así corres el peligro de que se acabe sabiendo. Seguramente no sucederá en tu época, seguramente mientras vivas te las arreglarás para que todo quede oculto. Pero ¿y después de muerto? Después llegan los historiadores y los archiveros como buitres y lo remueven todo. Y yo tengo que cuidar mi prestigio, ¿comprendes, Annie Heart? Yo estoy destinado a ser una de las grandes figuras de la Historia. Soy el regenerador de la raza humana. El salvador de la especie. Las futuras generaciones hablarán de mí con agradecimiento y veneración. ¡Y yo tengo que cuidar ese legado! No debo dar argumentos al enemigo ya que no podré estar ahí para defenderme, para explicarme... Hasta ahora no me he tenido que manchar las manos, y no voy a empezar a hacerlo en este momento, cuando ya he alcanzado las puertas de la posteridad.