Versión Modificable 5 страница. —¿Por qué sabes cuando un replicante es un replicante y no una verdadera persona, a pesar de ser una imitación tan parecida?

—¿Por qué sabes cuando un replicante es un replicante y no una verdadera persona, a pesar de ser una imitación tan parecida? —respondió el único.

—Por los ojos.

Bruna se indignó con Lizard. Le indignó que contestara una observación evidentemente formulada para humillar.

—La escritura labárica también tiene ojos para quien sabe ver. Y esto es una falsificación, sin duda alguna. ¿Algo más?

—Sí. ¿Sabe usted de quién es ese cadáver?

El sacerdote suspiró con fastidio como si se tratara de una pregunta idiota, aunque su gesto de olímpico desdén quedó algo menoscabado por el retemblar de los mofletes.

—Supongo que es alguno de los replicantes recientemente ejecutados por otros replicantes.

—Y si de verdad la escritura fuera una falsificación, ¿quién podría estar interesado en implicar al Reino de Labari en un caso tan sucio como éste?

—La Única Verdad tiene más enemigos que granos de arena el fondo de los océanos. El Orden Primigenio siempre fue atacado por los esbirros del Desorden, que son multitud. Pero estamos acostumbrados: llevan milenios intentando desvirtuar nuestras palabras. No nos hacen mella.

—¿Milenios? El Culto Labárico empezó hace menos de un siglo —intervino la rep con aspereza.

El Canciller siguió sin mirarla.

—El Principio Único Sagrado fue el principio de todo. Luego el hombre débil olvidó quién era y lo que sabía. Nosotros sólo hemos retomado el viejo camino. Sólo hemos vuelto a pronunciar las palabras puras —declamó.

Luego se inclinó hacia delante y clavó unos ojos llameantes en Paul, mientras el rostro se le crispaba en un gesto de asco.

—Y además, ¿qué nos importa a nosotros que maten o no a esas cosas? No formaron parte del Principio y no cuentan. No existen. No tienen más entidad que la hebilla de tu zapato. Ya ves, nos parecen tan inapreciables e irrelevantes que incluso te hemos permitido introducir aquí, ¡aquí, en la embajada labárica!, a una de esas cosas. Y, por añadidura, hembra.

El hombre se puso bruscamente en pie, aunque en realidad no se notó mucho: era bastante más bajo de lo que su gruesa cabeza hacía prever.

—Que el Principio Sagrado sea tu Ley —masculló ritualmente.

Y salió del cuarto arrastrando por el suelo un informe ropón de color violeta que le venía demasiado largo.

Bruna abandonó el edificio a toda prisa: la ira había puesto alas en sus pies. Lizard la seguía varios pasos atrás, cauteloso y cachazudo, barruntando tormenta.

—Espera, Bruna... ¿dónde está el fuego?

La rep giró sobre sí misma como un látigo y apuntó hacia el policía un dedo tembloroso.

—Tú... Gracias por apoyarme delante de ese miserable especista —rugió.

—Profesionalidad, profesionalidad... Una detective como tú debe saber que gran parte de nuestro trabajo consiste en interrogar a gente mala, y los malos suelen ser desagradables. No hay que perder la calma digan lo que digan. Dicen todo eso para desconcentrarte. Y contigo ha funcionado.

En realidad, la androide en el fondo lo sabía, Lizard tenía razón. Pero estaba demasiado llena de furia como para poder enfriarse tan pronto.

—Todos los humanos sois iguales. Al final siempre os apoyáis los unos a los otros —dijo malignamente con los restos de amargura que le quedaban en la boca.

El rostro del inspector se ensombreció.

—Eso no es verdad —masculló con un dejo de fastidio.

Bruna había deseado herirle y sin duda lo había logrado. Ahora empezaba a arrepentirse, pero no podía pedirle perdón. No todavía. No con toda esa adrenalina y esa humillación dándole aún vueltas por dentro. De manera que caminaron durante unos minutos el uno junto a la otra sin decir palabra y sin saber hacia dónde iban, hasta que el hombre se detuvo.

—Es hora de comer. Tomemos algo rápido y así hablamos un poco sobre el caso.

Antes de poder contestar entró una llamada de Nopal. Bruna dio un respingo, hizo una seña con la mano al policía indicando que la aguardara y se retiró unos metros para hablar con el memorista.

—¿Qué haces con ese perro de presa? ¿Ya has conseguido que te detenga? —dijo el escritor con sorna.

¿Y a ti qué te importa?, pensó la detective. Pero por alguna razón no pudo decírselo. Se agarró la muñeca del móvil con la otra mano porque estaba temblando. Nopal la ponía nerviosa.

—Qué quieres.

—Tu cita de mañana. Me ha llamado el tipo. Quiere que vayas una hora antes.

Sí, claro. El encuentro con el pirata que rellenaba memorias ilegales.

—Entonces será a... las 12:15, ¿no? ¿Mismo lugar?

—Sí.

—De acuerdo, gracias.

Pablo arrugó la frente.

—Escucha... ese Lizard es peligroso. No confíes en él.

Bruna se irritó. De pronto sentía que tenía que defender al inspector. Sentía que Paul era su amigo. Paul. Era la primera vez que pensaba en él por su nombre de pila. Por lo menos, Bruna se sentía menos en riesgo con Paul que con Nopal.

—Te equivocas. El otro día me salvó de una paliza —dijo.

Y resumió al escritor el encuentro con los matones.

—Vaya, qué casualidad. Te atacan y precisamente Lizard está ahí. Y le basta con sacar la pistola para que todo el mundo salga corriendo. Porque resulta que, oh, fortuna, ninguno de los asaltantes lleva un arma de fuego. Y nadie es detenido, desde luego. Yo sé escribir escenas mucho más verosímiles.

—Qué tontería —dijo la rep.

Pero las palabras de Nopal empezaron a zumbar alrededor de su cabeza como amenazadores avispones.

—No me creerás, Bruna, pero soy tu amigo. Estoy y estaré siempre de tu lado. Y me preocupa lo que te pase. Es evidente que esta escalada de violencia antitecno está meticulosamente organizada. Lo veo, lo sé, ¡me he pasado años recreando la vida y puedo ver cuando la realidad es demasiado perfecta, más real que lo real! Todo lo que está sucediendo ha sido preparado, está dirigido, tiene un guión. Y tú no puedes montar algo así sin que intervenga también la policía...

La androide calló. No quería escuchar más. Pero escuchó.

—¿No hay nada de él que te haya sorprendido? ¿Ningún comportamiento extraño? ¿No se habrá esforzado por casualidad por hacerse amigo tuyo? ¿Por ganarse tu confianza?

Bruna echó una ojeada a Lizard y le pilló contemplándola desde lejos con los brazos cruzados. La androide desvió la vista a toda velocidad. En efecto, el policía le había parecido siempre demasiado amigable... Demasiado colaborador. Como hoy. ¿Por qué la había llevado a ver al sacerdote?

—Pero... ¿de qué le serviría hacerse amigo mío?

—Que yo sepa, eres el único detective independiente que está investigando el caso por cuenta de los tecnos. Si te tiene cerca, puede enterarse de lo que vas descubriendo. Y quizá quiera utilizarte para algo peor. Este guión guarda aún muchas sorpresas, y me parece que es una historia de terror. Cuídate, Bruna, y no confíes en él.

Y cortó la conversación, dejando a la rep con una sensación de orfandad y desconsuelo.

La androide regresó lentamente hacia donde la esperaba Lizard con el ánimo tan pesado como sus pies.

—¿Qué te ha dicho? —preguntó el policía con acritud.

—¿Qué?

—Nopal. ¿Qué te ha dicho?

—¿Por qué miras por encima del hombro para ver quién me llama? ¿Esa ausencia del más mínimo respeto forma parte de la brutalidad policial?

—Te he visto. He visto esa mirada de refilón que me has echado. No era una buena mirada.

—¡Oh, por todas las malditas especies...! ¡No me fastidies con tus paranoias!

—¿Por qué te has puesto tan nerviosa cuando te ha llamado? Nunca te había visto así. ¿Qué te pasa con ese hombre? No confíes en Nopal, Husky.

Vaya, antes la llamaba Bruna. Había regresado a la formalidad del apellido. Los ojos verdes del policía se veían muy oscuros, casi negros. Duras bolas brillantes de expresión temible atrapadas como insectos bajo sus gruesos párpados.

—Pablo Nopal es un asesino. Lo sé. Mató a su tío y probablemente al secretario. Todo le incrimina sin ninguna duda, pero se salvó porque no pudimos encontrar el arma. Usó una pistola antigua, un arma de pólvora con munición metálica de 9 mm. Probablemente una P35...

—Una Browning High Power... Esa pistola es de hace más de un siglo...

—Sí, un trasto viejo, pero con capacidad de matar.

Las armas de pólvora habían sido retiradas de circulación tras la Unificación con la famosa Ley de Manos Limpias, que limitó también de manera estricta el uso del plasma a las fuerzas de seguridad y al ejército. Las viejas pistolas y revólveres fueron rastreados con eficaces escáneres capaces de detectar sus aleaciones metálicas, y las pistolas de plasma necesitaban para su fabricación una lámina de celadium, el nuevo mineral de las remotas minas de Encelado, en donde cada una de las láminas era registrada, numerada y dotada de un chip localizador. Pese a todas estas precauciones, en la Tierra abundaban las armas ilegales de todo tipo, reliquias de la era de la pólvora y plasmas variopintos.

—Lo que quiero decir es que es un hombre sin escrúpulos y sin moral. Un tipo verdaderamente peligroso. Y ha sido memorista... Tal vez sea él quien esté haciendo los contenidos de las memas adulteradas. ¿Para qué te llama? ¿Se ha ofrecido quizá para ayudarte? ¿No te parece raro? No sé qué poder tiene sobre ti, no sé por qué te turba tanto, pero sé que te está engañando.

—Oh, déjame en paz —barbotó Bruna.

Lo que quería decir era: no sigas, cállate, no quiero escuchar más, estoy confundida. Pero la confusión le provocaba inseguridad, y la inseguridad la ponía furiosa.

—Estoy harta. Me voy.

Dio la espalda a Lizard y se alejó con nerviosas zancadas calle abajo. Iba ya a saltar a una cinta rodante cuando, de pronto, se le ocurrió una idea maravillosa. Una idea increíblemente sencilla, deslumbrante. Volvió la cabeza: le llevó unos segundos divisar los grandes hombros del inspector y su cuello recio sobresaliendo por encima de la gente. Corrió detrás de él y lo alcanzó justo cuando el hombre iniciaba la complicada maniobra de plegar su corpachón para meterse en el coche.

—Lizard... Paul... por favor, espera...

Tomó aire y dibujó una amplia sonrisa en sus labios. No le fue difícil: estaba tan encantada con la idea que había tenido que sentía ganas de reír.

—Te pido disculpas. Me estoy comportando como una estúpida. Estoy... nerviosa.

—Estás inaguantable —dijo él en un tono neutro y aplomado.

—Sí, sí, perdona. El labárico me sacó de quicio. La situación entera me saca de quicio. Pero dejemos eso. Hablabas antes de tomar algo. Me parece bien, pero vamos a mi casa. Prepararé cualquier cosa de comer y de paso quiero enseñarte algo.

—¿Qué?

—Ya lo verás.

En el coche oficial llegaron enseguida, pero a Bruna se le hizo eterno. Le costaba contener la excitación. Subieron en el ascensor sin decir palabra y al llegar a la planta la rep se abalanzó a su puerta y la abrió. Una extraña música llenó el descansillo. De pie en medio del salón-cocina, el bicho estaba soplando una especie de flauta. Se detuvo y bajó el instrumento.

—Hola, Bruna.

—Hola, Maio —dijo ella, por primera vez verdaderamente contenta de verlo.

La rep miró a Lizard. El hombre estaba pasmado. Al fin había logrado quebrar su estúpido aire de flemático sabelotodo. Volvió a contemplar al alienígena: enorme, tan alto como Lizard pero aún más ancho, con esa cara increíble de perro gigante y con el torso desnudo y una algarabía de palpitaciones y colores, de trémulas vísceras y jugos interiores atisbándose a través de su piel traslúcida. Guau. Bruna estaba empezando a acostumbrarse al bicho, pero desde luego era una visión impresionante.

—Perdón —rumoreó Maio con su voz de arroyo.

Cogió la vieja camiseta y se la puso.

—Me la quité porque es molesta, lo siento.

No era de extrañar que le molestase: entraba a reventar sobre su gran tórax y parecía apretarle como una faja.

—Tú debes de ser un refugiado omaá... —murmuró el policía, aún algo aturdido.

—Así es.

—Lizard, éste es Maio. Me lo encontré un día en... la calle. En fin, ayer le dije que se podía quedar a dormir en el sofá... hasta que busque algún lugar donde meterse. Y, Maio, éste es el inspector Paul Lizard, que me está ayudando con mi último caso. Por favor, Lizard, explícale lo que haces...

—¿Que le explique qué?

—Sí, vamos, cuéntale que estás investigando el asunto de las muertes de los reps... Y que hemos estado colaborando juntos...

Mientras hablaba, Bruna miraba intensamente al omaá a los ojos, como intentando pasarle una señal. Luego se dio cuenta de su estupidez, y empezó a decirle mentalmente al bicho: métete en su cabeza. Métete en la cabeza de este tipo y dime qué piensa. Dime si me oculta algo. Dime si quiere hacerme daño.

—No puedo... —dijo el omaá.

—¿No puedes qué? —preguntó Lizard.

—¿Cómo que no puedes? —gritó ella.

—¿Qué es lo que no puede? —insistió el policía.

El omaá bajó la cabeza y repitió:

—¡No puedo!

Sonó como quien lanza el contenido de un cubo lleno de agua contra un muro.

—Pero ¿por qué? —se desesperó Bruna.

El alienígena empezó a cambiar de color. Todo él se oscureció, adquiriendo una tonalidad pardo-rojiza.

—¿Qué te ocurre? —se preocupó la rep.

—Es el kuammil. Es una consecuencia de una emoción intensa. Como cuando quieres hablar pero no debes.

—¿Qué está pasando aquí? —masculló Lizard con irritación.

Algo le dijo a Bruna que no debía ahondar en el asunto. No por el momento.

—Entonces, ¿de verdad que no puedes?

Maio negó con la cabeza. La rep se volvió hacia el inspector.

—Mira, perdona, mejor lo dejamos y te vas. Además, no tengo nada de comer. Ya hablaremos otro día.

Lizard la miró con los ojos más abiertos que nunca. En ese momento el hombre advirtió que Bartolo le estaba royendo los bajos del pantalón y, sacudiendo el pie, lanzó a la criatura a medio metro de distancia. El bubi chilló.

—¡Qué haces, bruto! —gritó la rep, furiosa, agachándose a coger al tragón en sus brazos y sin darse cuenta de que ella había hecho lo mismo dos días antes.

La indignación parecía haber arrebatado a Lizard toda su somnolencia.

—Estás loca —barbotó.

Lo dijo con rabia. Con odio.

—Lo que pasa es que no confío en ti, Lizard.

—Yo tampoco en ti. Porque estás loca. Quédate con tu zoo sideral y déjame en paz —escupió él.

Y se marchó dando un portazo.

La androide se volvió hacia Maio, que estaba recuperando lentamente su color tornasolado habitual.

—Y tú, a ver, dime, ¿por qué demonios no puedes leer sus pensamientos?

El omaá se oscureció un poco.

—Sólo puedo meterme en la cabeza de aquellos seres con los que he estado cerca.

Bruna se inquietó.

—¿Cómo de cerca?

—Muy cerca. Totalmente cerca. Íntimamente cerca. Todo lo cerca que pueden estar dos seres. Cuando dos seres hacen guraam, se rozan los kuammiles y a partir de entonces se pueden leer mutuamente el pensamiento. Guraam significa conexión. Es lo que vosotros llamáis...

Bruna levantó una mano.

—No sigas.

—No sigo.

Estaba otra vez de color rojizo amarronado.

Cuatro años, tres meses y quince días, pensó Bruna para pensar en algo que no fuera el omaá. Se fue al cuarto de baño por si la náusea que sentía acababa en un vómito, pero no pasó nada. Se mojó la cara con su preciosa y precaria reserva de agua. Cuatro años, tres meses y quince días. Lo que se hubiera reído Merlín de todo esto.

Regresó a la sala y Maio estaba soplando de nuevo en su pequeño trozo de madera. O de algo parecido a la madera. Era como una flauta, sólo que en uno de los costados había unas estrías que recorrían el instrumento de punta a punta. Y se tocaba transversalmente, como las armónicas, pasando los labios sobre las ranuras. Producía un sonido embelesante, un siseo líquido delicado y hermoso. Bruna se sentó en el sillón y dejó que la música alienígena la relajara. Eran unas notas que parecían acariciar la piel. Que entraban por la epidermis, no por los oídos. Al rato, Maio se detuvo, tan opalino y multicolor como siempre.

—¿Todos los omaás tocan así de bien?

El bicho sonrió.

—No. Yo soy ambalo. Quiere decir virtuoso del amb, que es este instrumento. Soy músico.

Entonces Bruna tuvo otra idea luminosa. La segunda gran idea del día. Y rogó mentalmente a Gabriel Morlay que esta vez saliera bien.

Llegaron al circo entre la función de la tarde y la de la noche. En esta ocasión Bruna no desconectó su móvil, porque tenía una razón comprensible y legal para visitar a Mirari. El trayecto hasta allí fue bastante desagradable: no era el mejor momento de la historia para que un alien zarrapastroso y una replicante de combate cruzaran Madrid codo con codo. Por no mencionar a Bartolo, que iba montado a caballito en el poderoso cuello del omaá. Formaban un grupo llamativo, pero el miedo que provocaban era más fuerte que el rechazo, y los humanos iban desapareciendo a toda velocidad delante de ellos. Las calles, los trams y las cintas rodantes se vaciaban a su paso como si fueran radiactivos. Si no hubiera sido tan deprimente hasta habría resultado divertido.

Encontraron a la violinista en su camerino comiendo una pizza. Les miró impasible y Bruna envidió su temple, o quizá su experiencia. Probablemente Mirari había tratado antes con alienígenas.

—¿Qué pasa?

—Hola. Éste es Maio. Es músico. Me gustaría que lo escucharas tocar.

Mirari torció la cabeza para observar con atención al alienígena. La mujer parecía un pájaro con el rostro rematado por la brillante corona de su pelo, blanco y tieso como una cresta plumosa.

—Un flautista omaá... Dicen que son buenos. ¿Queréis una pizza?

Manipuló la pequeña cocina-dispensadora que tenía en el cuarto y enseguida aparecieron en el cajetín dos humeantes pizzas vegetales extragrandes y una de tamaño pequeño para Bartolo. Masticaron todos en silencio durante algunos minutos hasta terminar con la última miga. Luego se lavaron las manos en un chorro de vapor.

—A ver qué sabes hacer —dijo Mirari, arrellanándose en el asiento.

Maio se llevó el amb a los labios y comenzó a soplar. Líquidos sonidos nacieron de su boca, hilos rumorosos que parecían deslizarse por la habitación dejando un rastro de luz. Bruna aguantó la respiración, o más bien olvidó respirar durante unos segundos, sumergida en la música como quien se zambulle dentro del agua.

Algo semejante a un delicado, conmovedor lamento resonó a su lado. La rep volvió el rostro y vio que Mirari estaba de pie, tocando su violín. Las voces de ambos instrumentos se fueron trenzando en el aire, la flauta sinuosa y apaciguadora junto con el quejido en carne viva del violín, formando un todo tan profundo e inmenso que Bruna sintió que por sus venas fluían sonidos en vez de sangre. El tiempo se deshizo, el pasado se fundió con el presente y Merlín volvió a estar vivo porque en esa melodía primordial cabía absolutamente todo menos la muerte. Y entonces el arco de crines resbaló y el violín chirrió, rompiendo el hechizo.

—¡Mierda! —gritó Mirari, fuera de sí, arrojando el arco al suelo.

Dejó el violín sobre el asiento y empezó a darse puñetazos en su agarrotado brazo biónico con la otra mano. Debió de parecerle poco, porque luego se acercó a la pared y, balanceando el cuerpo con movimiento de látigo, estrelló repetidas veces el brazo contra el quicio de la puerta. Estaba furiosa y el estruendo de chatarra aporreada parecía avivar su frenesí. Al fin se detuvo, acezante y agotada, su blanquísimo rostro enrojecido con incendiados parches de rubor, el brazo artificial colgando laciamente del hombro, descuajeringado. Mirari resopló, apartó el violín con mano temblorosa y se dejó caer sobre el asiento. Maio y Bruna la observaban en silencio. La violinista fue recuperando el ritmo de la respiración. Luego miró con inquina el miembro ortopédico y se puso a revisarlo y a moverlo. Chirriaba.

—Ya me lo he vuelto a cargar... —musitó, taciturna.

Se estiró para recoger el arco del suelo.

—Por lo menos esto no se ha roto.

Levantó la cara y miró al alienígena.

—Eres muy bueno, omaá. Eres maravilloso. Lástima.

Hizo una mueca que tal vez pretendiera ser un gesto duro pero que en realidad resultaba desolador, y abriendo una caja roja que tenía en el suelo, sacó un destornillador electrónico y se puso a hurgar en las junturas del brazo.

—Espera, Mirari. Yo sé un poco de esto. Creo que puedo ayudarte —dijo Bruna.

Y era cierto: la dotación de serie de los tecnos de combate incluía una formación de grado medio como mecánicos electrónicos, para que, en una emergencia, pudieran reparar sobre el terreno armas, periféricos y vehículos.

La violinista le pasó el destornillador y se recostó en el respaldo. Se la veía agotada. Acuclillada junto a ella, la rep se puso a estudiar el funcionamiento de la ortopedia.

—Me contaste el otro día que tu violín era un Sten... un no sé qué, una pieza muy cara. ¿No podrías venderlo y comprarte un buen brazo? —comentó mientras apretaba unos remaches.

—Un Steiner... Todos decían que yo era una buena violinista. En realidad decían que era muy buena. No lo cuento por vanidad, sino para que comprendáis lo que sucede. El caso es que yo confiaba en mi música y quería crecer... Seguro que tú me entiendes, omaá. Quería crecer y para eso necesitaba un buen violín. Me enamoré de ese Steiner y ya no podía pensar en nada más, de manera que pedí dinero prestado y me lo compré. Pero hubo unas cuantas cosas que me salieron mal y de pronto no pude seguir pagando el préstamo, así que hice un par de saltos, me teleporté un par de veces a las minas exteriores para sacar dinero. Y lo que pasó es que a la vuelta del segundo viaje, en mi cuarto salto, el desorden celular hizo que este brazo llegara sin huesos. Sólo quedaba la última falange del dedo anular; el resto del tejido óseo se había volatilizado y la extremidad era una piltrafa de carne que hubo que amputar. Así que perdí el brazo para adquirir el violín, y ahora no estoy dispuesta de ninguna de las maneras a vender el violín para conseguir un brazo. Por eso me he metido en los otros negocios subterráneos: para reunir ges y hacerme con una buena pieza de ingeniería biónica. Aunque, con la suerte que tengo, seguro que antes acabaré en la cárcel.

Bruna nunca le había escuchado a Mirari una parrafada tan larga. Tensó con cuidado un cable del codo y luego miró a la violinista.

—Te ha gustado Maio, ¿no?

—Es espléndido. Podría dedicarse a eso. Se ganaría bien la vida. Los flautistas omaá son una rareza cotizada.

—Exacto... Es lo que pensé. Me dije, ¿no le interesaría a Mirari para su orquesta?

La violinista se enderezó en la silla y puso una expresión reconcentrada. Casi se podía oír el ruido de sus pensamientos.

—Un músico tan bueno y además alienígena... —dijo lentamente—. Sí... estaría bien. Nuestra pequeña orquesta mejoraría mucho. Podríamos renegociar nuestro contrato. Incluso pedir un porcentaje de las ganancias. ¿A ti te interesa?

Maio sacudió afirmativamente la cabeza.

—Entonces de acuerdo. Todos a partes iguales. Pero yo soy quien mando, ¿está claro? Todavía tengo que consultárselo a los demás, pero dirán que sí. Siempre dicen lo mismo que yo digo.

El alien volvió a cabecear enérgicamente. Su corpachón se estaba encendiendo de vibrantes colores. Tal vez fuera una manifestación de alegría.

—Una cosa más: Maio no tiene lugar donde vivir... Y, además, tampoco me gustaría separarlo del tragón, ¡se llevan tan bien! —dijo la rep, esperanzada: con un poco de suerte, podría librarse de los dos en una sola carambola.

Mirari se encogió de hombros.

—Pueden quedarse aquí, en el camerino. Hay una cama detrás de ese biombo.

Y, sin darse cuenta, señaló hacia el fondo del cuarto con el brazo biónico, que se desplegó dócilmente en el aire.

—¡Ah! Vaya, ya funciona... —dijo, tentando con un dedo las articulaciones de metal.

—Sí, funciona. Aunque procura no volver a machacarlo contra la pared hasta que no puedas comprarte un brazo nuevo.

 

Bruna estaba haciendo cola delante de la ventanilla de admisión. Llevaba tiempo de pie y empezaba a cansarse; hacía calor, la sala carecía de ventilación, el lugar era opresivo y deprimente. Cientos de personas se apretujaban en un espacio demasiado pequeño, de techos bajos y luces mortecinas. Había viejos sentados sobre bultos, adultos que paseaban nerviosos, niños que lloraban; fuera de esos llantos, reinaba un extraño silencio, como si la gente hubiera agotado las palabras con tan larga espera. Parecían refugiados de guerra, apátridas en busca de un asilo, y de alguna manera la rep sabía que era así. Miró alrededor y se dijo que todos los que llenaban la sala, tecnos y humanos, mutantes y bichos, eran seres desesperados, aunque se tratara de una desesperación fría, pasiva, resignada. De pronto, Bruna se encontró ante la ventanilla: al fin había llegado. Una mujer se hizo cargo de sus documentos y un hombre la condujo hasta una puerta.