Versión Modificable 4 страница. —Os parecerán unos chiflados, y desde luego lo son

—Os parecerán unos chiflados, y desde luego lo son. Pero es verdad que el mundo se está acabando. Es decir, el mundo que conocemos. ¿Queréis dejar que esos engendros tecnológicos terminen con los seres humanos? ¡Los reps son nuestras criaturas! ¡Nuestros artefactos! ¡Los hemos hecho nosotros! ¿Y ahora vamos a dejarles que nos exterminen? ¡Son nuestra equivocación! ¡Pongamos fin a este peligroso error!

Al extremo de la barra sonaron unos pocos aplausos. Fue un éxito que hizo que Bruna sintiera subir a su boca un sabor a hiel. Se le había quitado el hambre por completo, así que pagó y, fingiéndose un poco más beoda de lo que estaba, subió a su habitación, aparentemente para dormir.

Pero todavía le quedaba algo que hacer. Se arrancó la peluca y las cejas; prescindió de los rellenos y se desnudó; abrió el bolso, sacó el disolvente y limpió la silicona dérmica que cubría su tatuaje. A continuación se quitó las lentillas y el maquillaje y tomó una rápida ducha de vapor. Suspiró de alivio al reencontrarse con Bruna en el espejo empañado. Tras vestirse con su ropa normal, un mono de látex de color violeta oscuro, guardó los útiles para disfrazarse y salió al pasillo extremando el sigilo. Cruzó el corredor desierto y, utilizando la llave del cuarto, abrió la puerta de servicio que comunicaba con la salida de emergencia. Eran las doce y media de la noche, estaba en un piso catorce y en la plataforma metálica exterior soplaba un desagradable viento frío que erizaba su piel aún humedecida por la ducha. Volvió a aplicar el chip de su llave al ojo inteligente que controlaba la escalera de emergencia, y los peldaños se fueron desplegando rápidamente a medida que ella iba bajando, produciendo un chirrido metálico inquietante que podría haberla delatado. Menos mal que los tintineos del cercano parque-pulmón servían de camuflaje. Bruna no había pensado en eso, ni en el ruido de la escalera ni en la inesperada ayuda de los árboles artificiales. Le irritó su imprevisión: estaba demasiado cansada para razonar bien. Menos mal que esta vez había tenido suerte.

Llegó abajo, saltó a la calle y la escala se replegó encima de ella: las llaves sólo servían para bajar, nunca para subir. Por eso la androide se veía obligada a hacer lo que ahora iba a hacer. Dio la vuelta a la manzana, entró en el Majestic, se dirigió a la recepción y pidió una habitación. El encargado, un hombre pálido de mejillas huesudas, se quedó mirándola con una expresión extraña. En un relámpago de intuición, Bruna pensó: me va a decir que el hotel está lleno. La androide se sintió temida, se sintió odiada, más temida y más odiada que nunca. Se sintió segregada, y una súbita y angustiosa premonición le hizo imaginar un mundo así, una Tierra en la que los reps no pudieran entrar en los hoteles ni viajar en los mismos trams ni mezclarse con los humanos. Una gota de sudor frío resbaló por su cráneo, en paralelo a la línea del tatuaje. Y en ese momento, justo cuando la inmovilidad del recepcionista empezaba a resultar anormal, el hombre rompió su quietud de piedra, carraspeó con incomodidad y le pidió a Bruna sus datos para poder inscribirla. No se había atrevido, se dijo la androide; probablemente le había pasado por la cabeza la idea que rechazarla, pero no se atrevió. Todavía seguía siendo ilegal la discriminación entre las especies.

La alojaron en el piso doce, dos por debajo de Annie Heart, y la rep subió hasta su nuevo cuarto, en el que se había registrado con su verdadero nombre, arrastrando los pies y un vago desconsuelo. Entró en la habitación y se dejó caer de espaldas sobre la cama, sintiendo de repente todo el agotamiento de ese día demasiado largo. El cansancio se acumulaba en sus músculos, en la parte inferior de sus piernas y sus brazos, como si la fatiga fuera agua y pesara en su cuerpo, aplastándola contra la colcha. Por un instante estuvo tentada de cerrar los ojos y dormir allí mismo, pero sabía que era mejor que volviera a casa. Con un esfuerzo de voluntad, giró en el lecho y engurruñó el cobertor y las sábanas para que los robots de la limpieza tuvieran algo que hacer a la mañana siguiente. Luego se levantó, agarró sus bártulos y volvió a dejar el edificio por la escalera de emergencia.

Caminó un par de manzanas para que no pudieran relacionarla con el hotel y para verificar que no estaba siendo seguida, y después tomó un taxi: estaba demasiado cansada para hacer economías. Bajó frente a su puerta y ahí se encontraba el alienígena, como siempre, en mitad de la noche, en la inmensa soledad de su corpachón. Y de su diferencia. La rep volvió a sentir que la congoja subía por su garganta y se la cerraba. Pobre Maio. Pobre Nabokov. Pobres víctimas de Nabokov. Pobres todos. Cruzó frente al bicho sin querer mirarlo y se apresuró a poner su huella en la cerradura para abrir el portal. Debía de tener los dedos manchados de silicona cosmética, porque tuvo que repetir el gesto varias veces. El malestar crecía en su interior y ya se estaba convirtiendo en un dolor de pecho. Cuatro años, tres meses y dieciséis días, pensó, como quien musita una jaculatoria. Un mantra privado para momentos de angustia. Cuatro años, tres meses y dieciséis días.

—Son quince días, Bruna. Son casi las dos de la madrugada. Ya es jueves —dijo la rumorosa, líquida voz de Maio.

La rep se quedó paralizada. En el silencio resonó el mecanismo de la cerradura al abrirse, pero la detective no empujó la puerta. Volvió lentamente la cabeza hacia el alienígena y se miraron unos segundos sin pronunciar palabra.

—Sí. Puedo leer tus pensamientos, Bruna. Lo siento. Quizá debería habértelo dicho —susurró Maio.

Y sus palabras sonaban como granos de arena rodando suavemente por el interior de una caña hueca.

Al demonio, se dijo Bruna. No me importa nada. El bicho ha ganado. Que duerma en casa. Ya le buscaremos un lugar para vivir. Pero que no se crea que va a volver a meterse en mi cama.

—No te preocupes, Bruna, puedo dormir en el sofá. Muchas gracias —dijo el alien.

La androide resopló, un poco exasperada: Cielos, pensó, ¿entonces...?

—¿... no hace falta que hable contigo, todo me lo adivinas sin que diga nada? —concluyó en voz alta.

—Oh, no, no, Bruna, es mucho mejor hablar normalmente, resulta más cómodo porque así estamos al mismo nivel. Y además muchas veces lo que los humanos pensáis no es lo que luego decís. Y lo que decís es lo que queréis que el mundo vea. Yo prefiero ver tus palabras y así saber quién quieres ser por fuera.

A Bruna le pareció un razonamiento demasiado lioso para lo tarde que era, para su cansancio.

—Bueno. Déjalo. Entremos de una vez. ¿Tienes hambre?

—No, gracias.

—Mejor. No sé lo que coméis los alienígenas. Y no me lo cuentes ahora. No quiero oírlo. Sólo quiero dormir.

Lo dijo con un tono áspero y gruñón, pero lo cierto era que, de algún modo, Bruna se sentía bien por haberle dicho al omaá que pasara. Los monstruos unidos eran un poco menos monstruosos. Cuatro años, tres meses y quince días. Quince días.

 

Bruna tuvo que reconocer que el omaá no molestaba nada, y eso que el bicho era muy grande y el apartamento más bien pequeño. Además Bartolo y él se llevaban de maravilla; el bubi casi se volvió loco de contento cuando vio a su compatriota, y desde la llegada del alienígena la mascota no se apartaba de su lado: durmió enroscada a su espalda y ahora estaba encaramada en su hombro. Fue Maio quien preparó el desayuno para todos, acertando al milímetro con los gustos de la rep: lo de la lectura del pensamiento tenía sus ventajas. El alienígena también desayunó con una especie de cereal en polvo que mojó en caldo caliente, haciendo hábiles bolitas entre los dedos con la pasta resultante. La rep le miró comer con fascinación y luego vio cómo guardaba el sobrante de los alimentos en su mochila.

—Comida omaá. La venden en la sección interespacial de algunos supermercados para gourmets, aunque bastante cara. También puedo comer harinas vuestras, pero son mucho menos energéticas. Tengo que devorar kilos de pan terrícola para que me alimente como estas bolitas. Además me gustan el queso y la fruta, y he aprendido a comer huevos. No están mal de sabor, aunque si pienso lo que son dan un poco de asco. Pero nada de cadáveres, por favor. Ni carne ni pescado. Ni siquiera pasta de proteína marina. Le ponen camarones y otros seres, además del concentrado de algas —explicó, como si estuviera respondiendo a una pregunta.

Y era verdad que la rep se lo estaba preguntando mentalmente.

—Y eso de no comer cadáveres, ¿es por principios o porque os sienta mal? Físicamente, digo.

—Sienta muy mal. Va endureciendo el kuammil. Con el tiempo puede llegar a matarte. El kuammil es como vuestra alma.

—No tenemos alma.

—Nosotros tampoco. Tenemos kuammil.

—Quiero decir que el alma no existe.

—Bueno, era por poner un símil fácil. El kuammil sí existe. Si quieres, te puedo hacer un resumen del funcionamiento de nuestro organismo.

Bruna miró la piel traslúcida de la criatura, rosada y azulosa, palpitante, mudable como un cielo al atardecer, y se estremeció. Llevaba un rato sin ser consciente de la diferencia del alienígena, de hecho se estaba empezando a acostumbrar a él, pero de pronto volvía a percibir con desasosiego la rareza extraordinaria de ese cuerpo. En ese momento entró una llamada en el móvil que le había proporcionado Mirari y Bruna agradeció la interrupción para no tener que contestar a Maio. E inmediatamente se dijo: qué tontería, si él ya ha percibido todo lo que he pensado.

Descolgó la llamada en modo invisible. En la pantalla apareció el rostro de Serra, el lugarteniente de Hericio.

—¿Por qué no te veo? —dijo el hombre, suspicaz, a modo de saludo.

—He manipulado mi ordenador móvil para impedir que puedan localizarme, no quiero que queden pruebas de este viaje a Madrid... Recuerda lo que te dije: que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha... Pero el caso es que he debido de estropear algo porque no consigo enviar imágenes.

El tipo cabeceó, apaciguado por la respuesta.

—Sí... tampoco entendíamos por qué no eras rastreable.

—Rastrear un móvil es ilegal, como bien sabes...

Serra sonrió despectivamente.

—Como dice Hericio, nada más lícito que desobedecer las leyes de un sistema ilegítimo... Bien, Annie Heart... Quiero hablar contigo. Dentro de una hora en el Saturno.

Y colgó.

¡Una hora! La rep agarró al vuelo la bolsa de viaje y salió corriendo hacia el Majestic. Subió como Bruna Husky, se transformó a toda prisa en Annie Heart y bajó rogando a la memoria del gran Gabriel Morlay no haber olvidado ningún detalle de su camuflaje. Al llegar a la planta cero, respiró hondo y enfrió su agitación. Salió del ascensor con aire relajado y paso tranquilo, como si no tuviera ninguna prisa, aunque en esos momentos se estaba cumpliendo la hora que le había dado el lugarteniente del PSH. Pero sí: no se había equivocado en su suposición. Allí estaba de nuevo la sombra, el chico joven del día anterior o quizá otro, todos esos cachorros supremacistas se parecían demasiado, eso era justamente lo que tanto valoraban, la homogeneidad, la semejanza. Se dejó seguir mientras caminaba con estudiada parsimonia hacia el Saturno. Aunque estaba bastante cerca del hotel, su paso indolente hizo que tardara casi veinte minutos en avistar el bar. No llegó a entrar en el local: un automóvil se detuvo junto a ella y levantó su puerta con un soplido neumático. Dentro estaba Serra.

—Vienes con retraso —gruñó.

Bruna se instaló en el asiento y amontonó los labios en un gesto coqueto y despectivo. Una mueca de rubia desdeñosa que le salía muy bien.

—No estoy acostumbrada a que me traten con semejante grosería. No soy uno de tus soldaditos para que me mandes ir de acá para allá a toda prisa.

Serra rió entre dientes. Hoy no llevaba chaleco sino una camiseta sin mangas de una fina y brillante tela metálica que se pegaba a sus inflados músculos artificiales. Sin duda quiere impresionar a Annie, pensó Bruna. El coche iba en modo automático, sin conductor. No deseaba testigos.

—No te ofendas, guapa, es sólo trabajo. Y una medida de prudencia elemental.

—¿Por qué estamos aquí?

—¿Aquí?

—En el coche. ¿Vamos a algún lado?

—Hemos pensado que lo mejor es que nos vean juntos lo menos posible. Lo hacemos por ti. Es lo que quieres, ¿no? Todo ese trabajo que te has tomado para que tu móvil no sea rastreable...

Bruna asintió, cautelosa. No le gustaba el leve matiz sarcástico que creía percibir en las palabras del tipo.

—Así es...

—Por cierto, ¿cómo lo has hecho? ¿Me dejas ver tu ordenador?

Bruna sintió que la espalda se le tensaba. ¿Sospecharían algo? Peor aún, ¿sabrían algo?

—Claro —dijo con naturalidad.

E inmediatamente se quitó de la muñeca la flexible lámina semitransparente y se la pasó a Serra.

El lugarteniente cogió el aparato, le dio unas cuantas vueltas entre los dedos, lo apagó y lo volvió a encender. El móvil se reinició y la pantalla saludó a Annie Heart, mientras Bruna agradecía mentalmente el impecable trabajo de Mirari. Y justo en ese momento se dio cuenta con horror de que llevaba el móvil de Bruna en el bolsillo de sus pantalones de señora elegante. Con las prisas, había olvidado dejarlo en la habitación del hotel cuando se cambió. Además, ahora no recordaba si lo había desconectado o no. ¿Y si entraba una llamada? Una súbita oleada de angustia la inundó en sudor frío. Por fortuna, Serra estaba demasiado ocupado inspeccionando el ordenador, porque la rep estaba segura de que su rostro se había descompuesto. Oscuramente, por debajo de su zozobra, le pareció advertir que el hombre estaba diciendo algo que ella no había llegado a captar. Respiró hondo y sintió cómo entraba en funcionamiento el poderoso cóctel de hormonas antiestrés que reforzaba su organismo de rep de combate. Una línea invisible de lúcida calma descendió por su cuerpo como una cortina de agua que va apagando un fuego. Dibujó en su boca una sonrisa a modo de pantalla deflectora. Justo a tiempo: el lugarteniente giró el rostro y la miró.

—¿No me lo vas a contar? —dijo.

—¿Qué?

—Te preguntaba cómo lo has hecho. Si intentas anular el GPS y no dispones de una clave de autorización otorgada por el juez, el aparato se destruye.

Bruna reflexionó fríamente en una milésima de segundo. Reflexionó y decidió lo que decir.

—Pues verás, es bastante complicado. Sólo lo puedes hacer en paralelo con un ordenador central. Conectas el móvil en modo periférico y entonces introduces un vínculo de puerto virtual en el IDD del móvil; manipulas los valores hasta conseguir el perfil residual del HTC y el cifrado de cúspide. Esto se consigue con un criptorrobot, pero es lento y difícil... Aunque utilicé unos algoritmos especiales, de todas formas necesité revisar millones de cifras hasta encontrar la clave... ¿Me sigues?

Serra cabeceó afirmativamente, aunque su expresión mostraba a las claras que se había perdido en el enmarañado palabrerío. Bruna no tenía ni idea de lo que estaba diciendo, pero había supuesto que el supremacista no sería capaz de darse cuenta.

—En fin, el caso es que engañas al móvil haciéndole creer que es una parte del ordenador central.

—Pareces saber mucho de todo esto...

Bruna-Annie se ahuecó la rubia melena con los dedos y sonrió con dulzura.

—Bueno, soy profesora de robótica aplicada...

El hombre frunció el ceño y le devolvió el ordenador. La rep lo ajustó a su muñeca mientras pensaba en el otro móvil que llevaba en el bolsillo: tenía que salir del coche cuanto antes.

—Veo que estamos dando vueltas a la manzana. ¿Esperamos a alguien? ¿Para qué me has hecho venir? —preguntó.

Para husmear mientras tanto en mi habitación del hotel, se respondió a sí misma. Lo cual no era un problema: previendo esa posibilidad, había diseminado por el cuarto el contenido razonable de un equipaje escueto. En realidad, que Serra la hubiera hecho venir para poder registrar sus pertenencias era una suposición tranquilizadora: significaba que el plan seguía adelante.

—Es un simple trámite de seguridad. Tienes que entender que seamos cautelosos. El partido se encuentra en una posición muy difícil por culpa de este Gobierno títere —dijo Serra.

—Por eso quiero ver a Hericio. Empiezo a pensar que habláis mucho pero en realidad no hacéis nada. Como todos los demás —dijo la androide.

El hombre se puso rígido.

—No sabes lo que dices. No sabes nada.

—¿Ah, no? ¿Qué es lo que no sé? ¿Para qué servís, aparte de para salir en las noticias diciendo grandes palabras?

Era un cebo tan grosero que Bruna no esperaba que el hombre picara, pero a veces la información se conseguía de la manera más absurda. Éste no fue el caso. Serra torció el gesto, irritado, y tocó el panel táctil que había frente a él. El vehículo se detuvo junto a la acera y abrió la puerta.

—Ya te llamaremos —gruñó el tipo.

—Que sea pronto. Mañana o pasado. El domingo me voy de la ciudad —contestó Bruna, imperativa: la cobertura proporcionada por Mirari no duraría mucho más.

Serra no contestó. El coche se cerró y arrancó de nuevo. La detective lo vio desaparecer y reprimió el impulso de sacar el móvil del bolsillo: era posible que la sombra todavía anduviera por ahí. Sobre su cabeza, la pantalla pública estaba pasando atroces imágenes de androides de combate masacrando humanos. Eran viejas grabaciones de la guerra rep. «¿Vas a permitir que vuelva a suceder?», repetía una cinta continua sobre la carnicería.

Ya en el hotel, la detective se quitó a Annie de encima con un suspiro de alivio. Este trabajo de astilla le corroía los nervios como un ácido. Comprobó que su verdadero móvil no sólo estaba apagado, sino también desarmado. Colocó en su lugar la fuente de energía y lo encendió, e inmediatamente entró una llamada de Lizard: sin duda el policía se había puesto en reconexión automática.

—¿En qué andas metida, Husky? Llevas horas apagada e ilocalizable —gruñó el hombre.

—¿Por qué estás tan irritado? ¿Porque me escapo de tu vigilancia de perro de presa, o porque te preocupa mi bienestar?

Bruna había recurrido a un truco viejísimo: cuando te pregunten algo que no quieras contestar, responde con otra pregunta, a ser posible molesta. Había actuado, pues, conforme al manual, pero sintió que se deslizaba inestablemente por encima de las palabras como quien resbala sobre hielo. Sintió que deseaba de verdad que Lizard contestara. Que asegurara: sí, me preocupa lo que pueda sucederte en este mundo cada vez más peligroso para ti. Pero no dijo nada de eso.

—Te buscaba porque conseguí la cita con el sacerdote canciller de la embajada de Labari. Por si quieres venir. Tú fuiste quien me sugirió que le llamara.

Sí, claro que quería. La legación estaba bastante lejos del Majestic y decidió tomar de nuevo un taxi pese a sus renovados propósitos de hacer economías. Pero después de perder diez minutos en la acera sin lograr que le parara nadie, tuvo que tomar el metro. Era evidente que los taxistas humanos no querían llevar a un tecno de combate, y en Madrid el sindicato de conductores había impedido que hubiera taxis automáticos como los que circulaban en otras ciudades. En cuanto a los taxistas androides, parecían haber desaparecido. En realidad, apenas se veían reps por ningún lado.

Llegó a la cita sin aliento: estaba siendo un maldito día de prisas y carreras. La sede de los representantes labáricos era un enorme y vetusto edificio situado en la avenida de los Estados Unidos de la Tierra, junto al Museo del Prado. Durante siglos había sido una iglesia católica, la iglesia de los Jerónimos, hasta que fue quemada y medio derruida en tiempos de las Guerras Robóticas. La empobrecida institución católica, hundida por sus crisis internas, por el laicismo progresivo del mundo y porque los individuos ansiosos de certezas preferían doctrinas más radicales, se vio obligada a vender las ruinas a un consorcio que en realidad era una tapadera de sus más acerbos contrincantes, los únicos del Reino de Labari, que reconstruyeron el templo en una versión amazacotada y sombría. Contemplando ahora esa mole pintada en un tono morado oscuro, el color ritual labárico, la detective sintió un escalofrío: ese edificio arcaizante, abrumador y riguroso era toda una declaración de principios, una definición pétrea de la intransigencia.

—Venga, Bruna, ¿qué haces? No te quedes atrás. Llegamos tarde —masculló Lizard.

Y la rep se obligó a caminar detrás del policía y entró renuente en la embajada de un mundo en donde su especie estaba prohibida.

El interior debía de haber sido en tiempos una nave diáfana, como solían serlo las iglesias católicas, pero ahora estaba compartimentado como cualquier edificio, con diversos pisos y habitáculos normales. O casi normales: a medida que pasaban de cuarto en cuarto, del vestíbulo al recinto de seguridad y después a la sala de espera, la detective fue sintiendo crecer en su pecho una vaga opresión: las dependencias eran todas mucho más altas que anchas. En realidad eran desagradablemente angostas y sus interminables muros estaban recubiertos de gruesas cortinas amoratadas que caían a plomo desde las alturas.

—Qué lugar más alegre —musitó Lizard.

En ese momento les vino a buscar un hombre con la cabeza afeitada y una cadena que se hincaba en los lóbulos de sus orejas y colgaba por encima del pecho como un collar. Quizá fuera un esclavo, se dijo la detective mientras le seguían. Hasta entonces no habían visto a una sola mujer. Antes de franquearles el paso al despacho, el supuesto esclavo se volvió hacia ellos.

—Llamadlo eminencia... Ése es su título. Y tenéis que usar el tratamiento de cortesía antiguo... Tenéis que hablarle de usted. Que no se os olvide.

El sacerdote canciller les recibió en una sala que se elevaba vertiginosamente hasta un techo abovedado lejano y oscuro. Debía de ser la altura original de la iglesia de los Jerónimos, pero el hecho de que la sala fuera una habitación relativamente pequeña y de planta hexagonal hacía que pareciera un asfixiante pozo. Las colgaduras moradas sólo llegaban hasta la mitad del muro, y más arriba las paredes de piedra desnuda se perdían en las sombras. El diplomático era un hombre maduro con el largo cabello gris recogido en una cola alta sobre la coronilla, el típico peinado de los jerarcas labáricos. Estaba sentado detrás de una gran mesa de madera maciza.

—El Principio Sagrado es el Principio —dijo pomposamente, utilizando el saludo ritual de los únicos.

—Gracias por recibirnos, eminencia —contestó Paul Lizard.

—Es mi trabajo —masculló el hombre con tiesa gelidez.

El tipo tenía algo raro en la cara. De primeras, los afilados pómulos, la barbilla puntiaguda y las cejas elevadas y circunflejas, como las de los antiguos dibujos del diablo, daban la impresión de una fisonomía huesuda, severa y alargada. Pero luego se advertían los trémulos mofletes, la blandura general de la carne, la redondez del aplastado rostro. Era como si un hombre rechoncho y cabezón estuviera transformándose en un tipo delgado y anguloso, y en el proceso se hubiera quedado por error a medio camino. Los pómulos, el mentón y esas cejas imposibles que parecían dos tejaditos picudos sobre los ojos debían de ser un producto del bisturí. Bruna había leído en algún sitio que la religión labárica no admitía la cirugía plástica cuando su función sólo era estética, pero sí cuando la operación tenía una finalidad moral. Tal vez dotar de un aspecto algo más imponente y espiritual a ese tipejo gordinflón y anodino había sido considerado un mandato sagrado.

Lizard sacó una bola holográfica del bolsillo y la activó. Sobre la mesa del único flotó la palabra «venganza». La imagen estaba sin duda tomada del cuerpo de alguno de los cadáveres, aunque en la holografía no se percibía bien el soporte y el tatuaje estaba agrandado cuatro o cinco veces.

—¿Conoce usted esto?

El tipo le echó una lánguida ojeada.

—No.

—¿No hay nada en ello que le suene familiar?

—No —repitió el embajador sin siquiera molestarse en volver a mirar.

El inspector manipuló la bola y la imagen se amplió hasta mostrar lo que era: un tatuaje en la espalda del cuerpo desnudo de una mujer muerta.

—¿Y ahora?

El legado contempló el cadáver un segundo con expresión vacía. Luego miró a Lizard.

—Ahora aún menos.

—Pero esa grafía... Esas letras son del Reino de Labari —saltó Bruna.

El canciller ni la miró. Siguió dirigiéndose a Lizard.

—De primeras podría parecer que ese tipo de escritura tiene semejanzas con cierto alfabeto usado en mi mundo en ocasiones ceremoniales.

—La escritura de poder labárica —remachó la rep.

El hombre ignoró su intervención y prosiguió:

—Pero estoy seguro de que se trata de una imitación.

—Yo he visto la escritura de poder y la grafía es idéntica —insistió Bruna.

—¿Por qué crees... perdón, por qué cree usted que se trata de una imitación, eminencia? —preguntó Paul.