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—Tranquilo... no te voy a hacer daño... —dijo la detective con suavidad.

El bicho tenía sangre en el brazo: tal vez una lesión producida por los cristales del espejo roto. Era una sangre roja y brillante, como la de los humanos y los reps. Bruna alargó la mano muy despacio y el bubi se aplastó aún más contra el armario y soltó un pequeño gemido.

—-Sssssss... Calla... tranquilo... Sólo quiero ver tu herida...

El pelo del animal era grueso y fuerte, pero mucho menos áspero de lo que la rep esperaba. Apartó un poco los rizos pegoteados de sangre y miró la herida con cuidado. No parecía gran cosa. Un pequeño corte superficial y ya no sangraba. Debajo de la pelambre rojiza, la piel era gris.

—Bueno... No pasa nada. ¿Ves? Tranquilo...

Le acarició un poco el cogote y la espalda. Comprendía que los tragones tuvieran ese éxito, era un bicho gracioso que provocaba ternura. El animal fue dejando de temblar bajo su mano, aunque seguía mirándola con fijeza y con la expresión alerta. Bruna se puso en pie.

—¿Y ahora qué hago contigo?

—Bartolo. Cata. Bartolo bonito, Bartolo bonito —dijo el bubi.

Dicho lo cual, sacó de detrás de su cuerpo la esquina rota de la alfombra y, agarrándola delicadamente con sus dos manitas de dedos grisáceos, se puso a roerla.

Cata, pensó Bruna. ¿O sea que Caín tenía un bubi de mascota? Y Bartolo debía de ser el nombre del animal. Tendría que avisar a alguna sociedad protectora de animales.

—¿Bartolo? ¿Tú eres Bartolo?

—Bartolo bonito —repitió el tragón sin dejar de masticar.

A juzgar por el destrozo circundante, Bartolo había estado solo y sin comida en estos nueve últimos días. Probablemente se había escapado al patio, asustado, durante el registro policial, y por eso no lo descubrieron... Aunque cuando ella llegó con el conserje tampoco le vio. ¿Habría huido antes? Imaginemos que Caín fue asaltada y que le metieron a la fuerza la mema asesina, se dijo Bruna. Imaginemos que el bubi fue testigo del ataque y salió corriendo por la ventana. ¿Sería capaz de reconocer de algún modo al agresor? ¿No decían que era un animal tan inteligente? Le observó con ojo crítico mientras roía aplicadamente la alfombra y no quedó muy impresionada con lo que veía.

Decidió desentenderse por el momento de la mascota y se puso a registrar la casa con rápida eficiencia. El dormitorio, el cuarto de baño y, por último, la sala. No encontró nada que mereciera la pena. El bubi la había seguido tímidamente a todas las habitaciones, pero se instalaba en un rincón y no daba la lata. Cuando terminó de revisar la zona de la cocina, que estaba bastante desprovista de todo, Bruna se volvió hacia el animal.

—¡Pero qué...!

En dos zancadas se acercó al bubi y le arrancó de las manos su chaqueta de lana. Es decir, los restos medio comidos de su estupenda chaqueta de lana auténtica. La había dejado en la sala cuando entró y no se había dado cuenta de que el tragón se la estaba comiendo. Lo miró indignada.

—Bartolo hambre —dijo el bubi con expresión contrita.

Voy a llamar ahora mismo a una protectora para que se lo lleven, pensó enrabietada. Pero luego decidió que sería mejor verificar primero la procedencia de la mascota. Se agachó y cogió al animal. El bubi se abrazó a su cuello con confianza. Tenía un olor áspero y caliente, no desagradable. Olor a musgo y cuero. La rep salió de casa de Caín, cerró la puerta y quitó la pinza de espejo para que volviera a funcionar el cordón policial. Luego fue en busca de alguno de los dos conserjes que residían en el enorme edificio de apartamentos. Consiguió encontrar a uno, el mismo que la había acompañado a casa de Cata el día de autos. Obviamente le había levantado de la siesta y estaba de bastante mal humor.

—Es domingo, Husky. Vosotros los inquilinos os creéis que porque vivimos aquí somos vuestros esclavos —gruñó en medio de una nube de halitosis.

—Lo siento. Sólo una pregunta: ¿sabes si este animal era de Cata Caín?

El hombre lo miró con ojos adormilados y rencorosos.

—No sé si era éste, pero Caín tenía uno igual, sí.

—¿Y por qué no lo dijiste cuando fuimos a su casa?

—¿Tenía alguna importancia? Además, mejor que hubiera desaparecido. Yo por mí prohibiría todas las malditas mascotas. Ni perros ni gatos ni pájaros ni nada. No hacen más que ensuciar. ¿Y luego quién limpia? El esclavo, claro.

—Está bien, está bien. Gracias y perdona la molestia —dijo la rep, dándole un billete de diez gaias.

De modo que Bartolo era, en efecto, el animal de compañía de Cata, se dijo Bruna. La detective estaba en mitad del descansillo con el tragón en los brazos, sin saber bien qué hacer. Entonces escuchó su respiración, diminuta y regular. Un pequeño ronquido. El bubi se había quedado dormido sobre su hombro. Qué demonios, se dijo la rep: me lo llevaré por el momento a casa y luego ya veremos.

 

Bruna se despertó con un pie helado y el otro hirviendo, y cuando se incorporó adormilada en la cama para ver qué pasaba, descubrió con extrañeza que una de sus extremidades estaba al aire y la otra cubierta por una especie de cojín peludo y rojo. Le costó unos instantes reconocer que ese cojín era en realidad un animal y recordar al bubi que había rescatado de casa de Caín la tarde anterior. El tragón estaba enroscado sobre su pie derecho y masticaba plácidamente la manta térmica, a la que ya había practicado un agujero considerable por el que asomaba el pie izquierdo. Con el agravante, constató ahora la rep con repugnancia, de que lo tenía empapado por las babas de la criatura, de ahí lo frío que se le había quedado. La androide rugió y lanzó al bubi al suelo de un puntapié. La criatura soltó un gañido.

—Bartolo bonito... Bartolo bonito... —balbució.

—Te voy a dar yo a ti Bartolo bonito... Ahora mismo voy a llamar a una protectora —rezongó la androide mientras se ponía la bata china y se inclinaba a verificar el roto.

En ese momento entró una llamada de Nopal. Inconscientemente, Bruna se estiró, aclaró la voz, intentó poner una expresión vivaz. El escritor fue brevísimo: dijo que tenía información interesante para ella y le pidió una cita. La rep celebró la noticia y aceptó, pero no pudo evitar un pinchazo de inquietud, una turbación que no conseguía entender muy bien. El memorista la ponía nerviosa. Muy nerviosa. ¿Por el simple hecho de ser memorista? ¿O por ser él? Opaco y ambiguo, arrogante y al mismo tiempo demasiado amable. Había algo en ese hombre que la hipnotizaba y al mismo tiempo la escalofriaba. La fascinación de la serpiente.

Habían quedado a las 13:00 en el Oso y la rep, que se acostó pronto la noche anterior, se había levantado sintiéndose muy bien a pesar del incidente del tragón. Era la segunda mañana consecutiva que despertaba sin sombra de resaca, una proeza que hacía bastante tiempo que no lograba. Ahora estaba de pie en medio de la sala, razonablemente contenta de la vida. Cosa que le sucedía pocas veces. Miró al amedrentado bubi y volvió a darle pena: en realidad el día anterior la criatura apenas si había cenado porque la rep no tenía casi nada para comer en casa. No era extraño que se hubiera puesto a mordisquear. Por no hablar de la ansiedad que debía de experimentar a causa de la pérdida violenta de su dueña, de la soledad posterior y de tantos cambios. Eso, la ansiedad, era algo que Bruna podía entender. También ella se sentía a menudo con ganas de roer y morder, sólo que se aguantaba.

—Está bien. Por ahora te quedarás aquí... A lo mejor todavía puedes ayudarme. Pero tienes que portarte mejor...

—Bartolo bueno. Bueno Bartolo.

Bruna se admiró: el animalejo ese verdaderamente parecía entender lo que le decía. Llamó a un Súper Express y pidió cereales con fibra, manzanas y ciruelas pasas para el bubi, y una compra mediana con un poco de todo para ella. Los servicios express eran carísimos, pero no tenía ganas de bajar a la calle. Mientras esperaba que llegara el robot mensajero, habló un rato por holollamada con Yiannis y le presentó a Bartolo, y aún tuvo tiempo de colocar cuatro piezas en el puzle. Luego aparecieron las viandas y ambos desayunaron copiosamente. El bubi se quedó sentado en el suelo, la espalda contra la pared, espatarrado, la viva imagen de la satisfacción. Bruna se agachó junto a él.

—Bartolo, ¿sabes qué pasó con Cata? ¿Viste algo? ¿Alguien le hizo daño?

—Rico, rico —dijo el tragón con ojos golositos.

—Atiende, Bartolo: ¿Cata? ¿Daño? ¿Ay? ¿Dolor? ¿Cata Caín? ¿Ataque? ¿Malos?

Bruna no sabía bien cómo hablarle ni de qué manera llegar a su pequeño cerebro. Escenificó una agresión con gestos, se agarró el cuello y se zarandeó a sí misma, puso los ojos en blanco. El bubi la miraba fascinado.

—Maldita sea, ¿sabes qué le pasó a Cata o no?

—Cata buena. Cata no está.

—Ya, ya sé que no está. Pero ¿sabes qué pasó? ¿Viste a alguien? ¿Alguien le hizo daño?

—Bartolo solo.

Bruna suspiró, rascó el copete de pelos tiesos de la cabeza del bubi y se puso en pie.

—¡Hambre! —gritó Bartolo.

—¿Otra vez? Pero si acabas de comer muchísimo.

—¡Hambre, hambre, hambre! —repitió el tragón.

Bruna agarró un cuenco, lo llenó de cereales y se lo dio.

—Toma y calla.

—¡No, Bartolo no! ¡Hambre, hambre, hambre! —repitió el animal, mientras rechazaba el cuenco a empujones.

La rep lo miró desconcertada. Volvió a ofrecerle la comida y él volvió a rehusarla.

—¡Hambre!

—No te entiendo.

El bubi bajó la cabeza, como desalentado por la falta de comunicación. Pero enseguida se puso a rascarse felizmente la barriga.

—Bartolo bueno.

Es un cabeza de chorlito, se dijo Bruna; sería muy raro poder sacarle nada provechoso. Cuando regresara a casa avisaría a una protectora para que se hicieran cargo de él.

La cita con el memorista era a las 13:00, quedaban todavía un par de horas y la rep se encontraba pletórica de energía, así que ordenó un poco el apartamento e hizo una tabla de ejercicios con pesas pequeñas: no quería que la masa muscular entorpeciera su ligereza. Después, mientras el bubi dormitaba (por lo visto se pasaban los días durmiendo y comiendo), la rep dedicó un tiempo insólitamente largo a arreglarse. Incluso se probó varios atuendos. Al final escogió un mono color óxido de pantalones anchos con el cuerpo muy ceñido. Ya iba a marcharse cuando, en un súbito impulso, se puso una de las dos únicas joyas que tenía: un gran pectoral geométrico hecho con una lámina de oro tan fina y volátil como un papel de seda. Se trataba del famoso oro de las minas de Potosí, donde era sometido a un proceso químico secreto que evitaba que las tenues hojas de metal se rompieran. Había sido el regalo de una humana a quien Bruna salvó la vida en unos disturbios, cuando la rep todavía estaba cumpliendo su milicia y se encontraba destacada en el remoto planeta minero. Bruna había hecho esos dos saltos de teleportación, de la Tierra a Potosí y de allí otra vez a la Tierra, y, por fortuna, no parecía sufrir secuelas del desorden TP. Aunque nunca se podía estar del todo seguro.

—Cuidadito con hacer algo malo, ¿eh, Bartolo? Sobre todo, ¡no se te ocurra tocar el rompecabezas! Como te comas algo, te echo a la calle. ¿Has oído?

—Bartolo bonito, Bartolo bueno.

Salió Bruna de casa, pues, arreglada como para acudir a una fiesta y un poco perpleja ante tanto exceso de cuidado. Pero iba animada, iba casi contenta, sintiéndose sana y vigorosa, todavía lejos de su TTT. En pleno dominio de la perfecta maquinaria de su cuerpo. Una sensación de bienestar que se empañó bastante cuando, nada más salir de su portal, pudo ver en la esquina, en el mismo lugar que la noche anterior, al maldito extraterrestre azuladoverdoso. Al omaá de paciencia perruna. Por todos los demonios, Bruna se había olvidado de él, es decir, había conseguido olvidarlo. Pero ahí estaba Maio, rodeado de un pequeño círculo de curiosos y dispuesto a eternizarse ante su puerta. ¿Sería una costumbre de su pueblo? ¿Un malentendido cultural? ¿Debería haber cumplido ella algún determinado ritual de despedida, como regalarle una flor o rascarle la cabeza o quién sabe qué? La rep se mordió los labios con desasosiego, lamentando no haber prestado más atención a los reportajes de divulgación de las culturas alienígenas. De repente, toda la fauna omaá parecía decidida a incorporarse a su vida. Era como una maldición. Sin pararse a pensarlo, se acercó a Maio con paso resuelto.

—Hola. Mira, no sé cómo será en tu tierra, en tu planeta, pero aquí, cuando nos decimos adiós, nos vamos. No es que quiera ser maleducada, pero...

—Tranquila, lo sé. No has hecho nada mal. No necesitas decirme nada más. Sé lo que significa la palabra adiós.

La frase sonó como el siseo de una ola que rompe en la orilla.

—Pero, entonces, ¿por qué sigues aquí?

—Es un sitio bueno. No se me ocurre otro. Nadie me espera en ningún lugar. No es fácil encontrar terrícolas amables.

El sentido de la frase del bicho se abrió camino en la cabeza de la rep. Pero, entonces, pensó, ¿es que me considera amable a mí? ¿A mí, que le he echado groseramente y ahora le vuelvo a echar? Pero, entonces, ¿qué malditas experiencias habrá tenido? El panorama que dibujaban las palabras de Maio era excesivo para Bruna, era algo que no se sentía capaz de manejar. De manera que dio media vuelta y se marchó sin añadir palabra.

Caminaba deprisa y ya se habría alejado unos doscientos metros cuando alguien agarró su brazo desde atrás. Se revolvió irritada creyendo que era el bicho, pero se encontró cara a cara con un personaje fantasmal y lívido que le costó unos instantes reconocer.

—¡Nabokov!

Era la amante de Chi, la jefa de seguridad del MRR. La espesa madeja de su moño se había soltado y ahora el cabello le caía por los hombros enmarañado y sucio. Parecía haber adelgazado a velocidad imposible en los tres días que no se habían visto, o por lo menos el rostro se le había afilado y la piel se atirantaba, grisácea y marchita, sobre el bastidor de unos huesos prominentes. Sus ojos febriles se hundían en dos pozos de ojeras y el cuerpo le temblaba con violencia. Era el Tumor Total Tecno en plena eclosión. Bruna ya lo había visto demasiadas veces como para no reconocerlo.

—Nabokov...

Valo seguía agarrada al antebrazo de Bruna y ésta no se apartó, porque temía que la rep se viniera abajo si perdía el punto de apoyo. Estaba escorada hacia la derecha y no parecía capaz de mantener bien el equilibrio. Los grandes pechos artificiales resultaban ahora un añadido grotesco en su cuerpo roto.

—Habib me lo ha dicho... Habib me lo ha dicho... —farfulló.

—¿Qué? ¿Qué te ha dicho?

—Tú también lo sabes, ¡dímelo!

—¿Qué sé?

—Son como alacranes, peor que alacranes, el alacrán avisa.

Tenía la mirada extraviada y su mano ardía sobre el brazo de Bruna.

—Nabokov, no te entiendo, cálmate, vamos a mi casa, está aquí cerca...

—Nooooo... Quiero que me lo confirmes.

—Vamos a casa y hablaremos...

—Los supremacistas. Son como alacranes.

—Sí, son unos miserables, pero...

—Todos los humanos son supremacistas.

—Necesitas descansar, Valo, escúchame...

—Habib me lo dijo.

—Pues vamos a hablar con él...

Bruna intentó mover un poco el brazo que Nabokov seguía aferrando convulsamente para liberar el ordenador móvil y poder llamar al MRR a pedir ayuda.

—¡Venganza! —gimió la mujer.

La detective se alarmó.

—¿Eso te dijo Habib? ¿Te mencionó la palabra venganza?

Valo miró a Bruna durante unos instantes con ojos alucinados. Luego hizo una mueca horrible que tal vez pretendía ser una sonrisa. Sus encías sangraban.

—Nooooo... —susurró.

Soltó a Husky y, haciendo un esfuerzo extraordinario, enderezó su cuerpo maltratado y consiguió reunir energía suficiente como para salir andando con paso relativamente firme y rápido. La detective fue detrás y puso una mano en su hombro.

—Espera... Valo, déjame que...

—¡Suelta!

La mujer se liberó de un tirón y siguió su camino. Bruna la vio marchar con inquietud, pero ya iba a llegar tarde a su cita con Nopal, y tampoco creía ser la persona más adecuada para hacerse cargo de la enferma. Llamó al número personal de Habib, que contestó enseguida. Su rostro se veía tenso y preocupado.

—Acabo de encontrarme con Nabokov y parece muy enferma.

—¡Por el gran Morlay, menos mal! —exclamó con alivio—. ¿Dónde está? Llevamos horas buscándola.

—Te estoy mandando una señal de localización de mi posición... ¿La tienes? Nabokov acaba de irse a pie en dirección sur... Todavía la veo.

—Vamos ahora mismo para allá, ¡gracias! —dijo Habib con urgencia.

Y cortó.

Bruna tenía más cosas de las que hablar con el líder en funciones del MRR, pero decidió que podían esperar. Urgida por la hora volvió a tomar un taxi, algo que se estaba convirtiendo en una funesta y carísima costumbre. A pesar del dispendio, cuando cruzó las puertas del Pabellón del Oso ya llevaba quince minutos de retraso. Nopal la esperaba sentado en uno de los bancos del jardín de entrada, con los codos apoyados en las rodillas, el lacio flequillo cayendo sobre sus ojos y desdeñoso gesto de fastidio.

—De nuevo con retraso, Bruna. Te diré que es un hábito muy feo. ¿Tu memorista no trabajó bien tus recuerdos didácticos? ¿Tus padres no te dijeron nunca que llegar tarde era de mala educación?

La rep advirtió que el tipo la había llamado por su nombre de pila, y eso la turbó más que su sarcasmo.

—Lo siento, Nopal. Por lo general soy puntual. Ha sido una coincidencia, una complicación de última hora.

—Está bien. Disculpas aceptadas. ¿Habías estado antes aquí?

Pablo Nopal parecía tener una rara predisposición para citarla en sitios peculiares. El Pabellón del Oso había sido construido cinco años atrás, cuando la Exposición Universal de Madrid. La ciudad siempre había tenido como símbolo a un oso comiendo los frutos de un árbol, y a la varias veces reelegida y casi eterna presidenta de la Región, Inmaculada Cruz, se le había ocurrido celebrar la Expo modernizando el antiguo emblema. Hacía ya medio siglo que se habían extinguido los osos polares tras morir ahogados a medida que se deshizo el hielo del Ártico. Unas muertes lentas y angustiosas para unos animales capaces de nadar desesperadamente durante cuatrocientos o quinientos kilómetros antes de sucumbir al agotamiento. El último en ahogarse, o al menos el último del que se tuvo constancia, fue seguido por un helicóptero de la organización Osos En Peligro. La OEP había intentado rescatarlo, pero la agónica zambullida final coincidió con el estallido de la guerra rep, de modo que los animalistas no lograron ni el apoyo ni la financiación necesarios para llevar adelante el plan de salvamento. Sólo pudieron filmar la tragedia. También congelaron y guardaron en un banco genético la sangre de ese último oso, que en realidad era una osa, y de una treintena de ejemplares más, porque durante algunos años habían estado poniendo marcadores de rastreo y haciendo chequeos veterinarios a los animales que quedaban. Gracias a esa sangre, la presidenta Cruz pudo obtener su nuevo símbolo para Madrid. Utilizando un sistema muy parecido al de la producción de tecnohumanos, los bioingenieros crearon una osa que era genéticamente idéntica al último animal. Se llamaba Melba.

—Pues sí, ya conocía este sitio —contestó Bruna.

Siempre le había llamado la atención lo de la plantígrada replicante, que además tenía más o menos su misma edad. El Pabellón del Oso le parecía un lugar conmovedor y lo había visitado unas cuantas ocasiones. Sobre todo en los atormentados meses después de la muerte de Merlín, cuando le parecía estar derivando por el dolor del duelo al igual que Melba derivó en su solitario y cada vez más reducido témpano antes de ahogarse.

—Yo hace mucho que no vengo. ¿Nos damos una vuelta? —dijo Nopal poniéndose en pie.

Bruna se encogió de hombros. No entendía las ansias turísticas y peripatéticas que siempre mostraba el memorista, pero no quería llevarle la contraria en algo tan nimio. Atravesaron el pequeño jardín y entraron en el pabellón propiamente dicho, una gigantesca cúpula transparente posada sobre el suelo. Inmediatamente sintieron un golpe de aire frío. Alrededor, todo parecía de hielo o de cristal, aunque en realidad se trataba de thermoglass, ese material sintético e irrompible capaz de crear ambientes térmicos. Caminaron a través de una reproducción de lo que debió de ser el Ártico, con grandes rocas glaciales e icebergs relucientes flotando en mares de vidrio, hasta llegar a la larga grieta irregular que separaba a los visitantes de un lago azulísimo y unas plataformas de hielo que eran el hogar de Melba. Desde el borde del foso se podía contemplar al animal, si estaba fuera del agua y si no se había escondido entre las rocas; pero lo mejor era bajar a la grieta. Eso hicieron ahora Nopal y Husky: se montaron en la cinta rodante como aplicados turistas y descendieron entre las paredes resbaladizas y cristalinas. La cinta iba muy despacio y en los muros de la grieta se proyectaba, en cinco pantallas sucesivas que se fundían unas con otras, la filmación de los últimos momentos de la Melba original. Realmente parecía que uno estaba allí, viendo cómo se partía el último pedacito de hielo al que la osa pretendía aferrarse; cómo el animal nadaba cada vez más despacio, cómo resoplaba al hundirse bajo la superficie, cómo sacaba con un esfuerzo agónico su oscuro morro del agua y lanzaba un gemido escalofriante, un gruñido entre furioso y aterrado. Y cómo desaparecía al fin debajo de un mar gelatinoso y negro. Las imágenes, a tamaño natural, dejaban mudos a los espectadores. Y en ese silencio sobrecogido llegabas al fondo de la grieta y la cinta te dejaba en la penumbra frente a una resplandeciente pared de agua. Era el lago artificial de Melba, contemplado desde el fondo del tanque a través de un muro de thermoglass. Y ahí, con suerte, podías ver a la osa bucear, y jugar con una pelota, y retozar feliz soltando un hilo de burbujas por el hocico. Y de cuando en cuando se acercaba al cristal, porque ella también podía intuir a los visitantes y sin duda era curiosa.

Hoy, sin embargo, el animal no estaba. Bruna y el memorista esperaron un rato, con las narices heladas y el resplandor azulísimo del agua bailando sobre sus rostros. Pero Melba no venía. Así que se subieron a la cinta de salida, que era mucho más corta y más rápida, y emergieron de la grieta al paisaje polar. Con su excelente visión, Bruna consiguió localizar a Melba en el exterior. O más bien el culo de Melba, su redondo, lanudo y opulento trasero tumbado al amparo de unas rocas con cuya blancura se confundía.

—Mira. Está allí.

—¿Dónde?

De todas las veces que Husky había venido al pabellón, ésta era la única que no había podido ver al animal. Mala suerte, Nopal, pensó con cierta alegría maliciosa: ya ves que a los reps no nos gustan nada los memoristas.

—Bueno. Vámonos fuera —dijo el hombre—. Estoy muerto de frío.

Entraron en la cafetería, deliciosamente tibia y luminosa bajo la cúpula transparente. Estaba medio vacía y se instalaron en una mesa junto a la curvada pared de thermoglass. Por encima de los hombros rectos y huesudos del memorista, Bruna podía ver un desfile de nubes atravesando rápidamente el cielo. Ahí afuera debía de hacer viento.

Era un establecimiento automatizado, así que le pidieron a la mesa dos cafés y al poco vino un pequeño robot con la comanda y con la cuenta, que ascendía a la exorbitante cantidad de 24 gaias. El Pabellón del Oso era de entrada libre, pero la cafetería era un atraco. Con razón no había nadie.

—¡¿Cómo pueden cobrar esto por dos cafés?! ¡Y además en un local robotizado! —gruñó la detective.

—Es verdad. Pero gracias a eso estamos más tranquilos. Deja, yo te invito.

Nopal pagó y durante un rato se dedicaron a tomarse sus consumiciones en silencio. Uno podía entretenerse mucho con un café. Había que abrir el azúcar, echarlo en la taza, revolverlo. También podías soplar sobre el líquido, haciendo suaves ondas, para enfriarlo. Y jugar con la cucharilla repartiendo la espuma. Bruna desenvolvió la pequeña galleta que venía en el platillo y le dio un mordisco. La hora de comer estaba próxima, pero no tenía hambre: había desayunado demasiado. El lugar era bonito y no se estaba mal así, sin decir palabra, tomando café plácidamente. Casi como una familia de humanos. O como uno de esos matrimonios que llevaban décadas juntos. El rostro desencajado y espectral de la agonizante Valo inundó de pronto su memoria. Bruna se estremeció. Melba, la osa replicante, ¿tendría su TTT cuando cumpliera una década?

—¿Tú crees que la osa también se morirá? —preguntó.